DEMOCRACIA ESTÚPIDA: COUSAS A 19-7-15

 

Luis Bouza-Brey

 

Democracia estúpida, sí. El cretinismo de las autoridades ante un Golpe de Estado anunciado a bombo y platillo como un ejercicio exquisito de democracia, revela la bajísima calidad de nuestra cultura política y gobernantes.

Hace dos días yo le llamaba a esta situación "cachondeo bananero"; hoy, Ignacio Camacho, en uno de sus rasgos diarios de lucidez, describe igualmente la perversión de la situación política como propia de una "DEMOCRACIA TONTA".

 

Una democracia estúpida, añadiría yo, en la que el "sistema representativo" no es tal cosa, sino un factor permanente de creación de oligarquía cleptocrática irresponsable.

 

Una democracia estúpida en la que la lentitud, ineficacia y coste de la Justicia transforma el "Estado de Derecho" español en una parodia de "El Proceso" kafkiano.

 

Una democracia estúpida en la que el autogobierno territorial se ha transformado en una anarquía taifal y corrupta derrochadora; en un desgobierno endémico, y en una herramienta para el separatismo sedicioso y golpista, ejecutor de una traición consentida y fomentada hacia el pueblo español.

 

Aunque el artículo de Ignacio Camacho aún no ha sido publicado en abierto, deseo hacerlo público excepcionalmente, como un tributo a su lucidez y una expresión de irritación y alertamiento ante la pasividad de las autoridades frente al golpismo, que está provocando que el tiempo de respuesta ante el mismo se agote estúpidamente sin que nadie responda al desafío.

 

Lean lo que dice Ignacio Camacho:

 

SON DE QUÉ

 

Ignacio Camacho en 'ABC (1ª Edición)' - 2015-07-19

 

La vo­lun­tad dia­lo­gan­te y el «son» pa­cí­fi­co de Ar­tur Mas con­sis­tie­ron en pre­sen­tar­se an­te el Rey sin sil­ba­to

 

LA penúltima vez que se vio con el Rey, el día de la pitada en la final de Copa, Artur Mas exhibió una sonrisa complaciente incluso cómplice, puesto que se trataba de una ofensa y tal vez de un delito ante el abucheo multitudinario a los símbolos de España. No era el mejor precedente para acudir «en son de paz» a La Zarzuela con un plan de secesión bajo el brazo; plan que por pacífico que resulte en su método no deja de constituir técnicamente un golpe de Estado civil. No un gol, como dice Oriol Junqueras, sino un gol... pe: una rebelión ilegal contra la Constitución que pretende saltar sobre el derecho vigente para imponer la ruptura de la nación española.

Hay, pues, algo que no cuadra en esa escena de supuesta normalidad democrática, tan poco normal que obligó a Felipe VI a subrayar su incomodidad institucional con un lenguaje no verbal de patente distanciamiento. El calculado gesto hierático, gélido, del monarca desmiente el son cordial de una entrevista claramente inoportuna y enojosa más allá de las cortesías del protocolo, por más que el Gobierno tratase de minimizarla encajándola en el marco rutinario de una ronda de audiencias reales con los presidentes autonómicos. La diferencia esencial de esa cita de convencional apariencia, el hecho fehaciente que la convierte en anómala, consiste en que ninguno de los restantes virreyes territoriales convocados, ni el de Extremadura, ni el de Valencia, ni la de Andalucía ni la de Madrid, han acudido a la suya con un proyecto para separarse de España en un cartapacio.

Por razones complicadas de entender y en todo caso difíciles de aceptar, el Rey tuvo que recibir con el visto bueno del Gabinete a un golpista que además ha sido imputado de desobediencia por la Fiscalía del Estado. Un golpista que, muy respetuosa y afablemente, fue a Palacio a explicarle los pormenores de su designio hostil al representante máximo de la nación a la que piensa imponérselo. Esta clase de escenas pueden explicarse desde el buenismo biempensante como delicadas muestras del talante civilizado y dialogante de nuestro sistema político, pero también existe otro modo de verlas y enjuiciarlas: como una chirriante manifestación de una suerte de democracia tonta, cuya acomplejada debilidad estructural permite a sus enemigos subvertirla con tanta deslealtad como descaro.

Por muy versallescos que fuesen sus modales, lo que hizo el representante del Estado en Cataluña fue anunciarle con mucho desahogo a la Corona su intención de perpetrar un abierto desafío a la nación, a sus leyes y a sus ciudadanos. Es decir, su decisión de plantear un conflicto de convivencia a gran escala. Y eso es cualquier cosa menos una actitud de concordia. A menos que en España ya nos conformemos con considerar una deferencia amistosa que un dirigente institucional no se presente ante el Rey con un silbato.