LA CATALUNYA OCULTA

Artículo de Juan-José López Burniol* en “El Periódico” del 10 de noviembre de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

Con un muy breve comentario a pie de título:

MUY, PERO QUE MUY OCULTA

Luis Bouza-Brey (10-11-09, 9:00)

Pero esa Cataluña ideal que retrata López Burniol debe estar tan, tan oculta, que, o no vota, o padece esquizofrenia catatónica, si es la que vota a esos tarados –-o a los que permiten decidir a esos tarados---  que refleja la noticia de “El Periódico” del final de esta página.

El pasado martes, bajo la presidencia de la reina Sofía, se inauguró la nueva sede del Conservatorio del Liceo, en el carrer Nou de la Rambla. El Conservatorio del Liceo es una vieja entidad privada barcelonesa fundada hace casi dos siglos –en 1837–, que ha venido formando generaciones de músicos y cantantes, desde Pau Casals a Montserrat Caballé, pasando por Victoria de los Ángeles. El edificio inaugurado –casi 10.000 metros cuadrados de obra– se levanta sobre un solar cedido por el Ayuntamiento de Barcelona por un periodo de 50 años, de modo que, vencido este plazo, dicho solar revertirá al ayuntamiento con el edificio levantado sobre él.

La inversión ha sido de 20 millones de euros –15 para el edificio y 5 para el equipamiento– y se ha financiado del siguiente modo: 15 millones mediante un crédito concedido por una gran entidad financiera catalana, tres millones mediante recursos propios, un millón mediante una subvención concedida por el Gobierno español a través del Ministerio de Cultura, y un millón, por último, mediante distintas subvenciones privadas. Queda claro, con estos números, que se trata casi de un milagro, que hubiese resultado imposible sin el coraje de los dos presidentes que se han sucedido –Rafael de Gispert y Josep-Maria Coronas– y sin el trabajo diario, abnegado y riguroso, de la directora general Maria Serrat.
SFlbAl día siguiente de la inauguración, los medios de comunicación apenas se hicieron eco de ella. No lo censuro; es lógico: en Catalunya se producen cada dos por tres noticias de estas o análogas características. La razón estriba en que existe en Catalunya un tejido asociativo y fundacional que atiende con dedicación, talento y buen estilo a las más diversas necesidades sociales. Valga como ejemplo el mundo de los discapacitados, donde es la iniciativa privada sin ánimo de lucro la que viene supliendo las enormes carencias del Estado de bienestar en este ámbito. Todo lo cual tiene, quizá, un fundamento profundo: Catalunya está históricamente acostumbrada a buscarse la vida –«fent tots els papers de l’auca»– para suplir el déficit de acción política –y de recursos– por parte de un Estado sentido, en el mejor de los casos, tan solo como relativamente propio. Piénsese –por ejemplo– en que el desarrollo urbano de Barcelona se ha tenido que impulsar aprovechando la celebración de acontecimientos extraordinarios: Exposición de 1888, Exposición de 1929, Juegos Olímpicos de 1992, Fòrum de les Cultures…

De ahí, por tanto, que sean muchas las razones por las que la sociedad catalana podría sentirse moderadamente satisfecha por el buen uso que ha hecho, en general, de sus recursos a lo largo de los dos últimos siglos. Y esta realidad no debería quedar oscurecida por los dos sucesos que han venido a perturbarla en los últimos meses: el caso Palau y el caso Pretoria. La reacción frente a ambos ha de ser la misma: respeto a la justicia y respeto a los encausados. Respeto a la justicia exigido por el pacto social originario, que pone en manos del Estado la resolución de los conflictos y el monopolio de la violencia legítima; un respeto que no surge de la razón ni, menos aún, es un sentimiento, sino que es fruto de un acto de voluntad que nos impone respetar la justicia aun cuando –por ejemplo– no confiemos en el juez que la administra en un caso concreto. Y respeto a los encausados por su condición de personas; un respeto que no se debe agotar en la proclamación formal del principio de presunción de inocencia, sino que ha de manifestarse en el escrupuloso respeto a su dignidad, cualquiera que sea su condición. Pero, una vez afirmado este doble respeto, hay que hacer abstracción de lo sucedido y mirar hacia adelante –la vida sigue–, en la seguridad de que existen en la trayectoria reciente de este país muchas más cosas dignas de admiración que de desdén.

Suelo repetir –citando a Joan Triadú y a Ferran Mascarell– que el siglo XX ha sido el segle d’or de Catalunya, un siglo en el que, en medio de dificultades graves, Catalunya ha logrado preservar su identidad como pueblo hasta conseguir un reconocimiento que, sin perjuicio de que pueda profundizarse y mejorarse, supone un avance enorme respecto a la realidad de la que se partía. Si alguien lo duda, que piense solo en lo que diría un catalán fallecido el 1 de enero de 1900 si resucitase el 1 de enero próximo: no se creería lo que vería. Este éxito indudable es una obra colectiva, pero por debajo subyace, decisiva y magnífica, una Catalunya oculta que hace más que habla y piensa más que grita. Una Catalunya oculta que puede aspirar a todo y no tiene por qué renunciar a nada, pero que también tiene conciencia de cómo es ella en realidad –plural y compleja–; que sabe de dónde viene y dónde está; y que –antes de decidir adónde quiere ir– sabe que ha ponderar con rigor todos los pros y contras de sus proyectos y que ha de decidir con prudencia.
Ocurre, no obstante, a veces que esta Catalunya oculta –la Catalunya de la obra bien hecha– queda desplazada por otra Catalunya «cridanera i extremosa, un xic xarona, descordada i tartarinesca», conformada y alentada por un grupo –en el que me incluyo– de políticos inflamados, intelectuales en celo, actores que sobreactúan, humoristas con vocación de oráculos, opinadores a destajo y periodistas que pontifican «a diestra y siniestra». Esta Catalunya parece estar permanentemente en trance, siempre víctima de un agravio, siempre receptora de un atropello, siempre a la espera de una sublime decisión, siempre agónica, siempre insatisfecha, siempre a la espera de un mesías de vía estrecha y, al final, siempre decepcionada.

Pero la realidad es muy otra. Catalunya afronta el futuro desde un punto de partida no desdeñable y con unas herramientas de cierta consideración. Ha logrado el reconocimiento de su identidad –todo el Estado de las autonomías no es más que una consecuencia de ello–; goza de unas instituciones políticas que, como todo, son mejorables, pero que en modo alguno resultan desdeñables; mantiene un tejido industrial de cierta densidad; conserva alguna entidad financiera de notable dimensión con sede en Barcelona; dispone de un par de grupos de comunicación privados –de cierta difusión– cuyos editoriales se redactan aquí; y, sobre todo, tiene un capital humano de calidad apreciable. Todo ello significa que Catalunya cuenta, a comienzos del siglo XXI, con posibilidades ciertas de decidir su destino.
Pero el destino solo se decide positivamente de una forma: sobre la base del trabajo disciplinado y riguroso, tras una reflexión fría y con una voluntad firme. No es hora de tenores ni de jabalís. Es tiempo de vida oculta, la única que eleva los niveles de riqueza y de cultura, que son las dos columnas sobre las que se sostiene el prestigio de los pueblos y naciones. Y es tiempo también, por último, de que los líderes hablen. La gente tiene sed de escuchar palabras de verdad, palabras que definan con precisión el panorama, palabras que planteen los problemas sin ambages, palabras que apunten las soluciones, y palabras –en fin– que doten de sentido la vida oculta de los que, día a día, hacen la historia de su pueblo.

Si surgiese esta palabra, podríamos mirar con ánimo grande el porvenir. En el bien entendido de que ayudar a formarlo es tarea de todos.

*Notario

 

ERC reclama traductores para no usar el castellano en el Parlament

David Minoves.

 Noticia de EL PERIÓDICO del 10 de noviembre de 2009

BARCELONA

El Parlament vivió ayer un pequeño conflicto lingüístico. La Cámara catalana acogía a una delegación nicaragüense en la comisión de cooperación y solidaridad. El grupo asistía a una intervención del secretario de Cooperació de la Generalitat, David Minoves. Y Minoves exigió un servicio de traducción del catalán al castellano, para poder hablar en su lengua materna y ser comprendido por una delegación nicaragüense.

La decisión de Minoves, que supuso la contratación de dos traductores, irritó a varios grupos. Con una particularidad: la lengua suele ser materia de relativa división en el Parlament, pero habitualmente, en esta legislatura, la discrepancia deja en solitario al PPC y a Ciutadans, frente al consenso que el resto de los grupos comparten en relación con la política educativa. Ayer los frentes lingüísticos se redibujaron. ERC y CiU fueron los únicos partidos que defendieron la decisión de Minoves. El PPC, el PSC, ICV y Ciutadans mostraron su enfado.

DEL CASTELLANO AL CATALÁN / El socialista Joan Ferran criticó que se traduzca una lengua oficial en Catalunya, el popular Rafael Luna lamentó la «incongruencia» de contratar a profesionales cuando todos en la reunión entienden el castellano y el ecosocialista Lluís Postigo denostó el dispendio. Luna y Postigo hablaron en castellano durante la sesión, y Toni Comín (PSC-CpC) terminó su intervención en castellano.

Lo más surrealista de la situación es que los dos traductores también tradujeron del castellano al catalán. Ningún diputado se puso cascos. Pese a todo, conservan el sentido del ridículo.