EL EXTRAÑO CASO DEL DR. RODRÍGUEZ Y MR. ZAPATERO

Artículo de Irene Lozano en “ABC” del 10 de octubre de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

En los días felices de la economía rampante, la especulación urbanística y la mordida municipal, el presidente del Gobierno recibía un llamativo elogio del Economist, que atribuía su éxito a su habilidad para conjugar «el socialismo con la imaginación liberal». La aparente contradicción debió de contentar a Zapatero, sedicente «socialista liberal y libertario». Cuando la economía marchaba sola, el estrambote resultaba digerible. La inspiración liberal del presidente le indicaba que no debía inmiscuirse en un modelo económico que proporcionaba lujo y piscinas a los trabajadores; beneficios a las empresas y superávit al Estado. Al tiempo, su querencia socialista le llevaba a aprobar la Ley de Dependencia, cuarto pilar del Estado de bienestar, según dijo, y a ingeniar medidas que contenían en sí mismas la anhelada fusión ideológica: la divisa izquierdista de redistribuir la riqueza se remozaba para que los españolitos que vinieran al mundo trajeran 2.500 euros bajo el brazo, así fueran hijos de Ana Patricia Botín. También los ricos cabían en el edén de prosperidad ilimitada administrada por el Estado.

Zapatero quiso poner en primer plano la preocupación por la cohesión social que caracterizó a la socialdemocracia del siglo XX, aunque el contexto mundial era tan distinto de la Guerra Fría que algunos días obligaba a proclamas inauditas, como aquella de que «bajar impuestos es de izquierdas». Mientras el ladrillo avanzaba por España como una metástasis cancerígena, el presidente pasaba por alto la lección aprendida por la izquierda moderada europea medio siglo antes: sólo unas economías fuertes pueden sustentar las políticas sociales, lo que equivale a decir que el éxito histórico de la socialdemocracia se fundó, no en su oposición al capitalismo, sino en su simbiosis.

Las tres décadas de hegemonía de la socialdemocracia comenzaron poco después de acabada la II Guerra Mundial. A finales de los años cuarenta, logró victorias electorales en casi toda Europa y puso en marcha la reestructuración del capitalismo -obligada tras lustros de depresión económica, polarización y guerra-, con el objetivo de dar respuesta a su electorado de raigambre obrera y evitar el desempleo masivo, la pobreza, la inestabilidad. El capitalismo de la posguerra se reformó hasta quedar irreconocible: un «matrimonio entre liberalismo económico y socialdemocracia con préstamos sustanciales de la URSS, que había sido pionera en la planificación económica», como señala el historiador Eric Hobsbawm en Historia del siglo XX.

Cuando las urnas obligaron a los socialdemócratas europeos a replegarse a la oposición en los años cincuenta, el sustrato político de aquellas reformas permaneció intacto y los conservadores moderados dirigieron bajo su signo la expansión económica. En los sesenta, una nueva serie de victorias electorales de la izquierda moderada vino a consagrar los estados del bienestar: la socialdemocracia se empleó a fondo en políticas redistributivas de la riqueza, y pudo hacerlo precisamente gracias a la buena marcha de la economía. Esta experiencia de los años dorados sitúa a la socialdemocracia en la perspectiva de una necesidad simbiótica; en palabras de Hobsbawm, «tuvo que fiarse de que una economía capitalista fuerte y generadora de riqueza financiaría sus objetivos». La crisis de los setenta y la labor ideológica de los teólogos del libre mercado cristalizó en los años ochenta en el triunfo de líderes conservadores como Thatcher, que esta vez sí estaban dispuestos a cambiar las bases del capitalismo reformado tras la II Guerra Mundial. El colapso soviético dio la puntilla al sostén ideológico de la socialdemocracia. Es cierto que los grandes partidos europeos habían ido rompiendo con su tradición marxista, desde los alemanes, con el Programa Godesberg (1959) hasta el PSOE en el Congreso de Suresnes (1974). Y sin embargo, la pérdida de aquel referente trastocó los cimientos de su ideario, como demuestra el hecho de que el acuciado Laborismo británico corriera a dotarse de un fundamento doctrinal, aquella Tercera Vía que se convierte en vía muerta al salir de Downing Street.

En esa tesitura se halla la izquierda moderada al despuntar el siglo XXI, y Zapatero se dispone a oficiar un nuevo matrimonio entre el liberalismo y el socialismo, aunque ya no «con préstamos sustanciales de una URSS» inexistente, sino sin molestar al ultraliberalismo, que para entonces ya lleva veinte largos años permeando ideológicamente la sociedad.

Las proclamas a favor de la desregulación y el beneficio, la aceptación resignada de la extorsión del gran capital globalizado, constituyen el mar de fondo sobre el que el Gobierno -con el voto favorable del PP y los nacionalistas en el Congreso- aprueba en 2005 que las SICAV dejen de estar inspeccionadas por Hacienda, como hasta entonces, y pasen a estarlo por la CNMV, con amnistía retroactiva incluida. Se debilita la supervisión del Estado, abriendo a las grandes fortunas un soleado paraíso fiscal sin moverse de casa. Al tiempo, la laboriosa imaginación social-liberal devuelve una propinilla de 400 euros a los penitentes de la nómina, una efímera alegría.

La contradicción diaria de Zapatero se enmarca en ese declive general de la socialdemocracia en toda Europa, sellado por los catastróficos resultados de las recientes elecciones alemanas, las europeas de junio, la decadencia laborista en el Reino Unido y el canibalismo en el Partido Socialista francés. El intento de prolongar la simbiosis con el capitalismo una vez acabada la Guerra Fría fracasa porque, en un contexto histórico radicalmente distinto, la izquierda moderada no ve que los nuevos enemigos son la economía de casino, los artefactos financieros opacos, el riesgo crediticio, en suma, la ficción especulativa de estos últimos lustros. Todo ello constituía una amenaza para la socialdemocracia en la misma medida que lo era para el propio capitalismo, porque sus más entusiastas defensores -los partidarios del beneficio sin límite o la ausencia de controles- han resultado ser furibundos anticapitalistas. De ellos ha venido la embestida de esta crisis: la destrucción asegurada no ha sido mutua, sino propia. La socialdemocracia paga ahora el error de no haber salvado al capitalismo de los capitalistas. Debía haberlo hecho por su propio bien, para asegurar la buena salud de unas economías que, pese al crecimiento fulgurante, eran extraordinariamente débiles, como ha quedado de manifiesto. Si la socialdemocracia quería aprovecharse de las ventajas del capitalismo, debía haberse preocupado de sostenerlo, pues sólo librándolo de su riesgo intrínseco habría evitado derrumbarse con él.

Zapatero incurrió en el error general y lo agravó en particular: no sólo hizo la vista gorda al crédito alegre y al endeudamiento de las cajas, no sólo fomentó la falta de supervisión, sino que además confió en que el ladrillo de Jekyll sufragaría por siempre las políticas sociales de Hyde, sin reparar en la lección infantil que todos aprendimos a la hora del baño: las burbujas estallan. Resultaba fácil preverlo, pero ¿se puede pedir a una cabeza llena de ideas -aunque no se sepa cuáles son- que además piense a largo plazo?

El socialismo con imaginación liberal ha quedado inservible. Durante el día el Dr. Rodríguez subvenciona a los fabricantes de coches o financia los desaguisados de los directivos de Caja Castilla-La Mancha; por la noche, Mr. Zapatero ayuda a los parados y sube las pensiones. Como la renqueante economía ya no puede sufragar este gasto desquiciado -social y empresarial-, habrán de apoquinar las rentas medias y bajas, los viejos votantes de la socialdemocracia, con sus 400 euros de ida y vuelta, su IVA, sus ahorros. A la hora del crepúsculo, confinado en la momentánea paz de su gabinete, el presidente oye el lejano rumor de la caterva periodística pidiendo un plan económico. Y se contesta sonriente, olvidado de la historia, que él tiene dos.