EL HOMBRE QUE ROMPIÓ UNA NACIÓN

Artículo de Manuel Martín Ferrand  en “Republica.com” del 25 de abril de 2011

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

En tiempos de Francisco Umbral, como él mismo decía, del español se podía sacar, con la misma facilidad, un soneto o un cuchillo. Ya no es así. Nuestro idioma, empobrecido por el uso y acorralado por las ansias nacionalistas, ya solo da para lamentos mal estructurados y paupérrimas campañas electorales. Se nos encanija por momentos y, en eso, no hace más que reducir su escala a la general de la Nación. Otra cosa es el vuelo “imperial” que el idioma vive por el mundo; pero eso, en lo que hoy quiero ocuparme, ni nos va ni nos viene.

En ocasiones, la actualidad nos brinda pequeñas noticias que son grandes diagnósticos políticos, económicos, sociales y culturales. Francia, según hemos sabido mientras España suspendía por culpa de la lluvia muchos de los muchísimos desfiles procesionales programados, ha reconocido los toros como Patrimonio Inmaterial de su Cultura. En la actualidad, nuestros vecinos del norte celebran festejos taurinos en medio centenar de ciudades y pueblos. Son parte esencial de su sentido lúdico y ceremonial y, lejos de avergonzarse por ello, sin complejos, lo reconocen como algo heredado. Algo en el mismo plano que Molière o Victor Hugo.

Acabamos de asistir aquí, en España, al chusco acontecimiento de que un Parlamento, el de Cataluña, prohíba la celebración de corridas de novillos y toros para, con ello, “desespañolizarse” un poco y enfatizar el más local bou embolat y otros festejos próximos, igualmente taurinos – como los bous al carrer –, pero menos litúrgicos y estilosos.

El punto de inflexión entre un Nación como Francia que reclama la fiesta – ¿nacional española? – como Patrimonio de la Humanidad y otra como España que, aunque sea en alguno de sus territorios, se avergüenza de ella, se cimenta en las políticas insensatas y demoledoras de José Luis Rodríguez Zapatero.

El todavía presidente del Gobierno de España – ¿cuántos destrozos caben en los once meses que le restan en el cargo? –, corto de principios, largo de prejuicios, repleto de rencores y sin más objetivo que su permanencia en el poder, sembró en Cataluña una semilla que fructificó dándole fuerza a sus movimientos centrífugos. De ahí lo de los toros y un montón de gestos afines y separadores.

Esa misma política aplicada en otros territorios del Estado y subrayada por la infamante doctrina de la memoria histórica, reverdecedora de las dos Españas enfrentadas y animadora del cainismo nacional ya superado en la Transición, ha sido la gran herramienta con la que, en menos de dos legislaturas, un señor de León, sin más pasado político que su silente buena conducta en el Congreso desde 1986, ha conseguido liderar el partido decano entre los del país y, materialmente, romper la Nación Española.

Son muchos, amigos y enemigos, quienes centran en Zapatero una cuota importante de la crisis económica que padecemos. Eso, que podría ser, no es lo grave. La crisis es mundial y pudo, y debió, haberse visto venir y obrar en consecuencia en lugar de, bobaliconamente, negarla y llamar antipatriotas a quienes la avisaban. En lo económico la responsabilidad de Zapatero se centra, especialmente si se considera su militancia fáctica y su ideología hipotética, en no haber atacado con resolución el problema financiero. Ahí es culpable la complacencia socialista, en muchos casos protectora de “sus” Cajas, y no se puede acotar la responsabilidad en el muy responsable Miguel Ángel Ordóñez.

El gran pecado de Zapatero es, esencialmente político y de él se deriva parte de la catástrofe envolvente. Después de predicarnos que España es una Nación discutida y discutible comenzó el festival de los despropósitos. Se sintió más grande que los EE.UU., hasta el punto de no mantener la mínima cortesía que merece su bandera; más rico que Italia y camino de superar las cotas de bienestar de los franceses. Se confundió de amigos y, chapuceando y mal acompañado, con ministros de una talla tan escasa que nunca, desde la I República, se habían visto por estos pagos y ahí está el resultado.

Zapatero, y no solo literariamente, ha roto una Nación. Ahora trabaja afanosamente para quebrar un Continente. Alguno de los suyos debiera decirle algo, dárselo a entender y obrar en consecuencia constitucional. Es evidente que no se merece el soneto que Umbral veía en los pliegues del idioma. El cuchillo sería más útil para cortar por lo sano. Si es que queda algo sin enfermar.