EUROPA, ESPAÑA Y EL FIN DE UN IMPERIO

Artículo de Manuel Martín Ferrand  en “Republica.com” del 08 de agosto de 2011

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

El imperialismo norteamericano, continuador de sus precedentes europeos, no nació de las espadas y los cañones, como sus antecesores, sino del poderío económico. Se construyó con lingotes de oro. De hecho, comenzó en 1803 cuando los nacientes Estados Unidos del Norte de América le compraron a Napoleón Bonaparte el territorio de Luisiana y duplicaron con su adquisición, que se extendía desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México, el territorio nacional. Después, en 1819, la compra de Florida a la Corona de España y la posterior anexión de Texas, en 1845, remataron el establecimiento de una plataforma territorial en la que se fundamenta un poderío económico, y militar como consecuencia, que viene marcando el rumbo mundial desde hace más de un siglo y que, en dos ocasiones trascendentales, le salvó la cara a Europa y que, si no somos cicateros en el reconocimiento del mérito ajeno, ha impedido el progreso de los grandes totalitarismos que nos amenazaron en el pasado, el fascismo y el comunismo.

Los amigos de buscarle fechas a los grandes tránsitos de la Historia, que son muchos, tienen en estos últimos días un cúmulo de circunstancias que marcan el arranque de la decadencia de ese gran imperio. La rebaja de la calificación del riesgo de los EE.UU. por Standard&Poor’s, el desastre militar en Afganistán, marcado por la caída de un helicóptero Chinook, con un balance de 38 muertos, y el hecho de que China se haya atrevido a levantarle la voz a su principal deudor, Washington, marcan, en dramática coincidencia, una inflexión que difícilmente será reversible.

Estamos ante una crisis, lo que ya sabíamos, que al convertirse enteramente occidental, lo que apenas sospechábamos, marca un situación para la que, seguramente, no estamos preparados, que nos coge con la guardia baja, cortos de moral común y sin atisbos de un liderazgo, en USA o en la UE, que marque líneas de solución suficientes y capaces de que la ciudadanía no sufra en sus carnes los efectos de la nueva situación y, visto con mayor inquietud todavía, que la democracia tal y como la venimos entendiendo, no salte por los aires al modo y manera que impulsa el imperio naciente, China.

De momento, tenemos ya servida una recesión que nos hará sufrir y, quiérase o no, rebajará la intensidad del Estado de bienestar que nos ha aflojado el músculo productivo y la moral competitiva. Tampoco es ajena a la situación la quiebra de los valores morales clásicos en el Viejo Continente. Europa ha sido, y en ello se fundamentan una docena se siglos de preponderancia mundial, una civilización cristiana sustentada en el pensamiento griego y del derecho romano. Todo eso ha pasado a cultura para eruditos.

El nuevo tiempo, relajado ante la ausencia de necesidades vitales apremiantes, ha caducado los valores inherentes al cristianismo y no los ha sustituido por ningún otro código de naturaleza ética. Ahí están los resultados. Europa se hunde, materialmente, mientras sus Gobiernos nacionales veranean en los lugares preferidos por sus integrantes. Ni tan siquiera tenemos conciencia de lo que nos pasa y de lo que puede llegar a pasarnos y eso subraya la gravedad del momento.

De hecho, desde 1995, con el Tratado de Maastrichct que alumbró una moneda común, la Unión ha engordado en peso muerto y ha enflaquecido su músculo. Un poco por la suma de egoísmos nacionales y un mucho por la carencia de líderes verdaderos, Europa es una vieja señora con mejor pasado que futuro y sin más posibilidades que ir tirando con el despilfarro de su patrimonio heredado.

Una moneda común sin una política económica y fiscal igualmente común constituye un despropósito al que ahora le vemos la cara. Era fácil haberlo previsto, pero la última moda en líderes de ocasión y sigla tiende a olvidar el futuro en beneficio de un presente electoral de cortos vuelos.

Aquí, en España, sin más deferencias que la que marca el folclore local y con el mal añadido de unas Autonomías incapaces de entender que, especialmente en momentos de tribulación, es la unión la que hace la fuerza, las cosas van de mal en peor. Dos legislaturas de José Luis Rodríguez Zapatero han degradado la imagen nacional española en el mundo y nos han instalado en un paro que supera el 20 por ciento de la población activa. El déficit crece y, lo que es peor, las reformas que debieran atacar la esencia del mal, en buena medida impuestas por nuestros socios continentales, son una mera formulación platónica.

Toda la esperanza nacional se sustenta en que el PP, el gran partido de la oposición, gane por mayoría absoluta las próximas legislativas – en caso de mayoría relativa no alcanzaría el Gobierno – y en que su líder, Mariano Rajoy, si se decide, nos llegue a contar cuál es el proyecto que lleva en la cabeza. De momento faltan tres meses para que se abran las urnas y otros tantos para que lo nuevo sustituya a lo viejo. Seis meses en los que pueden quebrar un imperio, la UE y este desarticulado e insensato país que nos ha tocado en suerte.