EL TRIBUNAL DE LOS HORRORES

Artículo de Manuel Martín Ferrand en “La Estrella Digital” del 17 de agosto de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

"Los funcionarios son los empleados

que el ciudadano paga para ser

la víctima de su insolente vejación"

(Pitigrilli)

Llegado el momento de la Transición, los padres de la Constitución, y sus mentores, no quisieron que España careciera de nada y salieron a los supermercados democráticos del mundo para adquirir todo tipo de accesorios con los que embellecer y engordar al Estado. Así, por ese procedimiento, tenemos de todo. No solo dos grandes Cámaras legislativas y otras diecisiete de carácter autonómico, sino un montón de defensores del pueblo -¡como si las otras instituciones estuvieran para atacarle!- y un diverso surtido de organismos de dudosa utilidad. Entre ellos destaca el Tribunal Constitucional. Hubiera bastado con añadirle una sala más al Tribunal Supremo, especializada en la defensa de los valores constitucionales, y nos hubiéramos ahorrado doce rimbombantes magistrados, centenares de letrados y funcionarios y un capítulo más -suma y sigue- en la cuenta del gasto público.

El Tribunal Constitucional -TC- no solo es innecesario, sino que sirve para añadirle conflictividad y dudas al sistema. El propio titular de Justicia, Francisco Caamaño, el ministro que no se nota, acaba de declarar que siente "inquietud por el hecho de que el TC no haya dictado sentencia sobre el Estatuto de Cataluña tres años después de que el PP presentara su recurso de inconstitucionalidad". No es para menos. El Estatut es una pieza legislativa que, estimulada por la alegre irresponsabilidad de José Luis Rodríguez Zapatero como pago por los servicios prestados desde el tripartito que gobierna Cataluña, lleva cerca de tres año en vigor. En todo ese tiempo, la institución que preside María Emilia Casas no ha sido capaz de dictar una sentencia que, sea como fuere, producirá una gran perturbación cuando se dicte en razón de los efectos que ya ha producido tan polémico Estatuto.

Desde su origen, el TC ha suscitado más pena que gloria. Quienes tengan memoria recordaran la triste figura de su primer presidente, Manuel García Pelayo, que, tras decidir a favor de un Gobierno del PSOE en el escabroso asunto de la privatización de Rumasa se marcho apenado de España y murió en Caracas.

El mal le viene al TC, sobre el de su innecesariedad, por el mecanismo designador de sus doce componentes. Cuatro de sus magistrados son nombrados por el Congreso, otros cuatro por el Senado -a propuesta de los parlamentos autonómicos-, dos directamente por el Gobierno y otros dos por el CGPJ. No hay que hacer muchas cábalas para deducir el sesgo político que, según sean las mayorías parlamentarias de cada momento, se traslada a tan decisoria institución. En eso se sustenta el problema actual.

Un tercio de los magistrados del Constitucional, entre ellos su presidenta, esperan su reglamentaria sustitución desde diciembre del 2.007. El PSOE y el PP no se ponen de acuerdo en los nombres sustitutos y la exigencia de una ma-yoría de tres quintos imposibilita los nombramientos.

Mal está que, en ejercicio reflejo del partidismo de su procedencia, los diez magistrados que componen la sala que decide sobre el recurso del PP ante la posible inconstitucionalidad del Estatut no sea capaz, con los votos particulares que fueran menester, de redactar una sentencia; pero tampoco está bien y es sintomático que, llevados de su sentido funcionarial, se hayan ido de vacaciones dejando pendiente tan trascendental tarea. En el Vaticano, cuando se trata de elegir un nuevo pontífice, los cardenales se encierran en la Capilla Sextina y no se abre la puerta de tan hermosísimo reciento hasta que han cumplido con su tarea.

Es decir y por resumir: un Tribunal innecesario, guarnecido por magistrados dependientes de la coloración política de sus designadores, cumplido su tiempo reglamentario, retrasa la emisión de una sentencia urgente y trascendente y se va de vacaciones. Olé. Es el Tribunal de los Horrores y me quedo corto con el mote. El "intérprete supremo" de la Constitución no solo no se ajusta al espíritu de lo que debe proteger, sino que trabaja según el calendario laboral de un peón de la construcción.

El propio ministro de Justicia, que no es sospechoso de imparcialidad partidaria, ha dicho que "la política se mueve con criterios de oportunidad y el derecho por criterios de razonabilidad". Desde ese juicio de valor, que comparto, el TC de los horrores no está ni en la política ni en el derecho. Además, salta a la vista.