CATALUNYA, ¿ADÓNDE VAS?

 A quienes tanto insistieron en el ‘modelo Quebec’, les invitaría a que comprueben lo que ha sucedido

 

Artículo de Manuel Milián Mestre en “El Periódico” del 11 de diciembre de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

En 1974, un grupo de amigos, de plural procedencia política y condición, creó editorial Dirosa como instrumento de debate político para configurar una corriente de pensamiento abierto que fomentase la concordia entre catalanes y el vínculo concordado con aquella España a punto de salir del franquismo moribundo. Uno de los primeros hitos fue la publicación del libro Barcelona, ¿adónde vas?, una denuncia de la corrupción municipal y de la especulación urbanística en la Barcelona de José María de Porcioles, su alcalde eterno, que firmarían los socialistas pallaquistas Francesc Martí Jusmet y Eduardo Moreno Ibáñez. Aquella fue una larga batalla político-editorial, con coacciones intensas desde el Gobierno de Carlos Arias Navarro. Hubo amenazas de querella, suspensión de la distribución del libro y un cierto escándalo. A la postre, Porcioles fue sustituido por Enrique Masó.

Quienes libramos aquel combate sabíamos qué queríamos y hacia dónde andar. Catalunya era nuestra referencia desde una visión plural de España, que debía reunir a todos sus componentes para conformar el mosaico de esta nación de naciones. El problema era –y es aún– el cómo de este engarce, sus límites y diferencias. Estoy con Tarradellas en que el café para todos fue una exagerada desproporción, un error. Las diferencias de naturaleza siempre subsistirían siquiera a partir de las culturas que establecen las cuatro lenguas (castellano, catalán, vasco y gallego), y otros elementos. Igualarlo todo era fermentar el conflicto sin necesidad, pues muchas comunidades carecían de una diferenciación de identidad (La Rioja, Murcia, Cantabria, etcétera).

De aquel error procede ahora la exigencia de la «dignidad catalana». El temor a lo que podía suceder en el futuro era palpable en el momento constituyente. Adolfo Suárez sabía, la noche que pactó con Miquel Roca, lo que aceptaba en el distingo entre nacionalidades y regiones en el texto constitucional. Precisamente la falta de esa diferenciación fáctica es lo que ha abocado al actual debate sobre la identidad catalana, sus símbolos nacionales y los ámbitos de soberanismo introducidos en el articulado del nuevo Estatut. Pero el punto de mira crítico debería focalizar el riesgo, el coste, la viabilidad de la aventura y la sostenibilidad de la formulación catalana. Si la propuesta fuere la independencia, como ERC y los fantasiosos referendos insinúan, que se explicite, para que muchos que estamos en la moderación, y comulgamos en la transversalidad del catalanismo, sepamos hasta dónde se puede llegar. En este punto no es admisible la ambigüedad o el tramposo proceder de cartas ocultas. A Catalunya se la tensiona hace años desde dos extremos: el de quienes, aferrados a la asimetría, cuestionan de facto el federalismo, término final del autonomismo, y propenden a horizontes de confederación; y el de los que niegan la evidencia de las Españas.

Pero si a los moderados se nos niega la hipótesis de la recomposición política de los puentes inexorables entre lo que Tarradellas denominaba castellans y los periféricos de otra cultura y lengua, pocas opciones restarán para fijar un horizonte sensato y común entre ambas realidades. El problema se convertirá en germen de una permanente inestabilidad entre quienes se niegan a aceptar la «dignidad» de unos y los que no hallan otra vía que fijar las etapas irreductibles hacia el centrifuguismo español. En Madrid no saben adónde van, ni tampoco las instituciones del Estado; pero, ¿sabemos los catalanes hasta dónde estamos dispuestos a llegar en esta fatigosa y quejumbrosa demanda de mayor autogobierno? ¿Es Catalunya un proyecto nacional de los catalanes o una propuesta que los mixtocatalanes no acaban de asumir?

Mi segunda reflexión es sobre la utilidad. El actual conflicto institucional no favorece a nadie, y menos que a nadie a la propia respetabilidad de las instituciones del Estado. Pero Catalunya ha sobrevivido gracias a su pragmatismo, a ese sentido de lo útil que expuso el hoy olvidado Balmes en su Criteri. Sin embargo, no parece el seny el rector de determinadas actitudes políticas de esta hora. La prudencia debería atemperar determinados apriorismos que no se corresponden con la sociología política y económica de Catalunya. A quienes tanto insistieron en el pasado en el modelo Quebec, les invitaría a que regresen a él para contrastar lo que ha sucedido: un Quebec entristecido, un nacionalismo desconcertado tras los dos referendos de secesión, una economía frenada cuando no decadente. Montreal ha reducido su expectativa como ciudad, el tiempo se ha detenido, su crecimiento anulado. Entre 1981 y el 2009, la provincia vecina de Ontario y su capital, Toronto, han sufrido una metamorfosis espectacular. Hoy, Toronto es una gran urbe con una potencia expansiva infinitamente superior a Montreal.

¿Ese va a ser el modelo que ERC nos propone, el que postula el tripartito, al que agarrarse todos los soberanistas transversales? Simplemente, aconsejaría prudencia, también para els castellans que llevan 30 años constitucionales sin entender a Catalunya y a los catalanes. Ahí duele la dignidad.

*Exdiputado del PP