DEBATE VICIADO
Artículo de Ángel CRISTÓBAL MONTES
en “La Razón” del 13/01/2005
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La política es por naturaleza cambiante y las estructuras políticas mutan por
necesidad al calor de los nuevos acontecimientos y realidades, no en balde, al
decir de Platón, «la Constitución es el alma de la polis». ¿Puede extrañar, en
consecuencia, que un modelo de Estado descentralizado como el nuestro sufra la
presión de las circunstancias variantes y se vea sometido al proceso de
reinterpretación y reconsideración consiguiente? Resulta del todo natural y
obligado, ya que lo contrario supondría cristalizar el statu quo, negar la
evolución y pretender que se ha encontrado la versión perfecta e inmodificable
del hecho político. Hasta tres periodos distintos del federalismo americano
encuentran, sin escándalo, los autores: la del federalismo dual, la del
federalismo centralizador y la actual (¡última?) del federalismo cooperativo. El
Estado autonómico español, nacido en y por la Constitución de 1978, fue, en gran
medida, improvisado, impuesto por el deseo-necesidad de atacar la vieja y
lacerante «cuestión regional» española y como cuestión secundaria frente al
básico desafío de establecer y garantizar la democracia en España. Nació débil,
incompleto, desarticulado y sin demasiada convicción. Sin embargo, a trancas y
barrancas, el experimento ha funcionado bien, ha ido superando etapas, cubriendo
desigualdades y ha encontrado un nivel aceptable de plasmación del viejo
principio republicano de acercar el gobierno al pueblo. Ahora, planteada la
reforma de la Constitución y de los Estatutos, ha quedado abierto a plenitud el
debate territorial español. Ello, en sí, no es dramático, siempre que se tengan
claras las coordenadas del mismo, se juegue limpio y se dé algún tipo de
condicionante, llámese lealtad o como quiera llamarse, que cobije y garantice el
resultado. Y ahí es donde se encuentra el problema y el peligro entre nosotros,
porque faltan clamorosamente los factores apuntados, viéndose obligados a tejer
un cesto con mimbres que no permiten determinadas torsiones. El drama español
del momento radica en el hecho de que no se plantea el desarrollo, evolución o
perfeccionamiento del sistema autonómico, sino que para algunos de los sujetos
en liza estamos ante algo mucho más básico y decisivo: cómo debe cuartearse y
aun repartirse el viejo Estado español para dar entrada a otras unidades
soberanas que coexistan con él, rectius, con lo que quede de él.
Ése no es un debate sobre más o menos autonomías, sobre hechos diferenciales
o sobre grados de descentralización, sino otro de naturaleza constituyente que
rompe, o intenta romper, el molde y reordena los elementos operativos de acuerdo
a criterios que nada tienen que ver con el punto de partida. Cuando Herrero de
Miñón habla de la «plurinacionalidad asimétrica de España», Ibarretxe reclama la
soberanía vasca, Carod-Rovira impulsa el Estado catalán y al Gobierno socialista
español parece darle lo mismo «nacionalidad» que «nación», el debate territorial
abierto puede degenerar y propiciar tensiones insuperables. Y ello, porque es un
debate viciado, porque no se habla el mismo idioma político, porque no están
puestas todas las cartas sobre la mesa ni existe el grado preciso de lealtad y
confianza, y porque no se trata de una auténtica negociación y pacto
subsiguiente, sino de un acto de desunión y de fuerza, por más que se le quiere
disimular con llamativos ropajes. El acuerdo entre partidos nacionales,
obligados a defender la unidad de España, y partidos nacionalistas periféricos,
decididos a quebrantarla, es punto menos que imposible, porque la nación
emergente no busca el Estatuto sino la Constitución propia, a menos que todos
viniéramos a coincidir en la fórmula que plantea Herrero de Miñón en el sentido
que «la plurinacionalidad española encontraría un modelo a seguir en la vieja
Austria» (sic)
Angel Cristóbal Montes es catedrático de Derecho Civil de la Universidad de
Zaragoza