LA CRISIS DE LA MONARQUÍA Y LA RUPTURA DEL PACTO CONSTITUCIONAL A
CUENTA DE LOS NACIONALISMOS
Artículo de Manuel Muela, presidente del Centro
de Investigación y Estudios Republicanos, en “El Confidencial Com” del
08.11.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web.
Creo que a estas alturas resulta superfluo seguir manejando
eufemismos tales como transición, pacto constitucional etcétera..., para
referirse con más propiedad a lo que sucede: la crisis de la Monarquía
restaurada en 1975, que pactó el otorgamiento de una Constitución, la de 1978,
delimitando el terreno de juego para sus hacedores y garantes que, a grandes
rasgos, eran la derecha española, el partido socialista y los nacionalismos
catalán y vasco. Ese pacto ha quedado roto, al menos de momento, en la sesión
del Congreso de los Diputados del 2 de noviembre, día de difuntos, porque uno
de los pilares del mismo, el Partido Popular, ha sido ignorado a la hora de
encarar el trámite del nuevo Estatuto de Cataluña, que afecta de lleno al
Bloque Constitucional, ya que plantea un régimen confederal.
La Constitución de la Monarquía pretendía transmitir la idea de
que la Corona, a pesar de su arcaísmo y privilegios, tenía el valor instrumental
de garantizar la unidad de la nación española; pero durante los 27 años de
vigencia de la Constitución se ha estimulado un fortalecimiento social y
político de las minorías nacionalistas que gobiernan en regiones importantes,
Cataluña y País Vasco, en paralelo con un desprecio de los valores del Estado,
como factor de unidad nacional e igualdad social, no sólo en esas regiones,
sino, lo que es más grave, en el resto de las regiones autónomas que han
dedicado grandes esfuerzos presupuestarios para cultivar y desarrollar
originalidades autóctonas para afirmarse a sí mismas. Todas olvidan, casi sin
excepción, que, jurídicamente, son órganos del Estado al que menoscaban y
rehuyen en un ejercicio de miopía política claramente lesivo para los intereses
generales.
Los sucesivos gobiernos nacionales, tanto del PSOE como del PP,
con responsabilidades de poder en la mayoría de las Comunidades Autónomas, han
sido complacientes con el fenómeno y, en bastantes casos, han hecho dejación de
sus competencias, sobre todo en materia educativa. Como consecuencia de ello,
el poder central se encuentra inerme para ejecutar la mayoría de las políticas
que interesan a los ciudadanos: la educación, ya mencionada, la sanidad, las
obras públicas, la fiscalidad, algunos aspectos importantes del sistema
financiero… Son las diferentes Comunidades Autónomas las que ostentan el
verdadero poder, que suelen ejercer sin visión del conjunto del Estado al que
pertenecen y deben su propio origen.
El desarrollo y ejecución de ese modelo político ha producido una
gigantesca tela de araña de intereses, fundamentalmente políticos y económicos,
en los que se incluye una clase política profesionalizada, renuente a cualquier
cambio de modelo. La Constitución, perfectamente blindada, y las leyes electorales
han venido garantizando el disfrute, en alternancia ordenada, del poder público
para los protagonistas y guardianes de aquella. Los ciudadanos han sido
testigos, y sufridores en algunos casos, de una construcción jurídico-política
que deja poco espacio a sus iniciativas, salvo las convocatorias electorales
periódicas, bastante ahormadas por los partidos dominantes.
El ‘momento’ de los nacionalistas para alterar el orden
constitucional
Pero, como ocurre casi siempre, una parte de esos privilegiados
del poder, los nacionalistas, quieren más y consideran llegado su momento:
surgen las iniciativas, primero del Gobierno Vasco y después de la Generalidad
de Cataluña con la pretensión, en ambos casos, de alterar radicalmente el orden
constitucional, en detrimento de la igualdad y la libertad de los españoles.
Las propuestas del Parlamento Vasco fueron rechazadas por el Congreso de los
Diputados; en cambio la propuesta del Parlamento catalán ha tenido mejor
suerte, ya que ha contado, sorprendentemente, con la aquiescencia del Partido
Socialista. Los acuerdos de 1978 han quedado rotos y resulta difícil aventurar
cómo terminará el proceso.
Desde el republicanismo español, heredero de los liberales de la
Constitución de Cádiz de 1812 que consagró la unidad de la Nación bajo los
principios de la democracia, hay que denunciar el error que ha supuesto
considerar el valor de la unidad como algo propio de los sectores más rancios y
retardatarios de la política española, desdeñando toda una tradición de defensa
del Estado y de la nación que lo sustenta, enlazados ambos por los principios
de la democracia.
Salvando las distancias, el desgarramiento del Estado, propiciado
en gran parte por una clase política alejada de los intereses de los
ciudadanos, ha puesto a España en el umbral de una crisis análoga a la que
sufrió Francia a finales de los años 50 del siglo XX con el hundimiento de la
IV República, a cuenta de la independencia de Argelia. Aquí estaríamos hablando
de la quiebra de la Constitución de la Monarquía, a manos de uno de los
sectores más beneficiados por la misma, los nacionalistas, que cuentan para
ello con el apoyo del gobierno socialista. Increíble, pero cierto. La sesión
del Congreso de los Diputados del 2 de noviembre es de una evidencia
incontestable. También es una prueba de que la mayoría de los regímenes
políticos suelen quebrar más por su incapacidad o querellas internas que por la
actuación de fuerzas exteriores a los mismos.
Francia, gracias al genio y a la autoridad de De Gaulle, alumbró la
V República, que restauró la unidad del país, garantizando el mantenimiento de
los valores democráticos y republicanos. España, una vez constatada la
esterilidad de la Monarquía para preservar la unidad de la Nación, tendrá que
recuperar el valor de la República para superar la crisis de forma democrática
e integradora. Ni más ni menos que lo que hicieron, en su momento, Francia,
Alemania e Italia, por citar socios importantes de la Unión Europea.