LA REBELIÓN CATALANA
Artículo de Alejandro Muñoz-Alonso en “El Imparcial” del 29 de diciembre de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
El desparpajo con que la clase dirigente catalana —los de antes y los de ahora mismo; los del infausto tripartito y los que vuelven al poder después de un ayuno (relativo) de ocho años- desafía y menosprecia al sistema constitucional del que cuelga su propia legitimidad sería más que sorprendente si no fuera porque ya estamos acostumbrados. Aquí nunca pasa nada o eso al menos parecen creer quienes, desde la responsabilidad del Estado, no sólo dejan decir y hacer sino que animan y contribuyen al permanente desafío a la Constitución que se practica desde aquella región. Pero sí pasa porque, pian pianito, se van dando pasos en el proceso de deshispanización de aquella tierra, el primer trozo de esta piel de toro, por cierto, al que los romanos denominaron Hispania, parte más tarde de la Hispania Citerior. El “derecho a decidir”, del que se les llena la boca a los nacionalistas catalanes, es una entelequia inexistente que no solo no cabe en esta Constitución ni en ninguna de las que aquí han existido, sino que tampoco ha tenido nunca existencia histórica. El Compromiso de Caspe —cuya sola mención pone enfermos a los nacionalistas- ha sido la única ocasión en que los catalanes han tomado legal y legítimamente una decisión política estratégica. Pero lo hicieron junto con los otros componentes de la Corona de Aragón, que no fue nunca una supuesta “Confederación catalano-aragonesa”, como les gusta decir a los historiadores nacionalistas, patraña con la que embaucan a las pobres generaciones juveniles catalanas y de eso que ellos llaman “los paisos catalanes”.
Esa
arrogante chulería que a esos dirigentes les permite afirmar que se les da una
higa la sentencia del Tribunal Supremo que prohíbe la inmersión lingüística
-como antes hicieron con la famosa y tardía sentencia del Tribunal
Constitucional sobre el malhadado estatuto- obtendría una inmediata y
contundente respuesta en cualquier país que se tome en serio su propio
ordenamiento jurídico. Cuando en 1833, a uno de los estados de la todavía
jovencísima unión americana, Carolina del Sur, se le ocurrió lanzar la llamada
“teoría de la anulación”, en virtud de la cual se arrogaba el derecho de
corregirle la plana al Tribunal Supremo de los Estados Unidos, anulando si le
parecía oportuno sus sentencias, el entonces presidente Jackson reaccionó de
inmediato considerando tal teoría como “un absurdo constitucional” y
calificando sin más de traición cualquier atisbo de secesión. Una generación
después, los secesionistas del sur, que no habían aprendido nada, volvieron a
la carga, con el conocido resultado de una terrible y sangrienta guerra civil.
Vivimos otros tiempos y son poco probables tan dramáticos desenlaces, pero no
se deben olvidar esas lecciones de la historia que demuestran que, cuando el
cántaro va demasiadas veces a la fuente, acaba por romperse.
Aunque
se puede hablar propia y estrictamente de rebelión contra el orden
constitucional, la mayor parte de los nacionalistas catalanes no parecen estar
por la secesión sino por esa especie de nueva confederación que, en lenguaje
coloquial, les permitiría estar al plato y a la tajadas: En Cataluña el Estado
no puede meter la nariz en ningún caso ni en ninguna materia, pero ellos sí
seguirían con un derecho a “sacar tajada” del Estado y a participar e influir
en sus instituciones, incluida esa última machada que es la pretensión del
canon. Un “encaje con España”, como les gusta decir a algunos de ellos, que no
cabe en la Constitución, por más que la estiren, la doblen o hagan con ella
pajaritas de papel, con la anuencia y ayuda del gobierno Zapatero. El
redescubrimiento de la “sociovergencia” es una
bochornosa tomadura de pelo: Montilla, después de haber cohabitado durante dos
mandatos con lo más extremo del separatismo radical, ha hecho una campaña
encaminada a engatusar a la parte de su electorado natural que nada tiene que
ver con el nacionalismo. Había que oírle hablando de España y distanciándose
del nacionalismo. Pura comedia engañosa como demuestra su nuevo conchabeo con el nacionalismo llamado moderado (?). Algo
que era previsible desde hace meses, pues el nacionalismo siempre está
dispuesto a “echar una mano” (mientras pone la otra) en Madrid al partido
gobernante, a cambio de jugosas contrapartidas y a que le dejen hacer y
deshacer en una Cataluña que, como todos los nacionalistas, estima que es de su
propiedad exclusiva.
Unas
instituciones catalanas —cuyo presidente es el “representante ordinario del
Estado” en la comunidad autónoma (artículo 152 CE), ¿incumplen gravemente sus
obligaciones constitucionales cuando se toman a beneficio de inventario las
sentencias o resoluciones de tribunales o otros órganos del Estado a cuyo
cumplimiento está legalmente obligado? Sin ninguna duda y no hace falta ningún
sofisticado análisis jurídico para llegar a esa conclusión. ¿No hay solución
jurídica para una situación de este tipo? Sí que la hay, pero nadie quiere ni
siquiera mentarla, aunque está en la Constitución. Es un artículo de la Carta
Magna que está ahí pero, que algunos dicen que es para no utilizarlo nunca. Los
nacionalistas lo saben y actúan en consecuencia. Es el artículo 155 que empieza
así:”Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la
Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente
gravemente al interés general de España…etc.etc.” Una exacta y anticipada
descripción de lo que ocurre a diario en Cataluña. Todo muy preciso pero puro
papel mojado, porque si es grave que una comunidad autónoma incumpla sus
obligaciones constitucionales, mucho más lo es que sea el Gobierno (el Gobierno
de la Nación española, subrayemos para evitar equívocos) el que se toma el
texto constitucional como un puro nominalismo (como diría Loewenstein)
que se usa de acuerdo con los intereses políticos del momento. Y aquí intereses
significa, claro está, los del partido que gobierna y los de sus socios, no los
de la Nación. Ya hemos visto mucho de eso y ahí seguimos. Escribía Loewenstein que “la función primaria de la constitución
nominal es educativa; su objetivo es convertirse, en un futuro más o menos
lejano, en una constitución normativa y determinar realmente la dinámica del
proceso del poder en lugar de estar sometida a ella”. Aquí, treinta y dos años
después de su promulgación, la Constitución no regula “la dinámica del poder”
sino que es la víctima de esa dinámica, tal y como la impulsan socialistas y
nacionalistas. Pero, tranquilos, que aquí nunca pasa nada.