CRISIS DE SISTEMA

Artículo de Alejandro Muñoz Alonso en “El Imparcial” del 17 de noviembre de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

Desde hace no poco tiempo son visibles en España los síntomas de crisis del sistema político que se encarnó en la Constitución de 1978. Muchos españoles, sobre todo los que pertenecemos a la que se ha llamado “generación de la Transición”, hemos dedicado insistentes elogios a ese texto constitucional por múltiples razones pero, muy especialmente, por el hecho de que es la única, en toda nuestra historia, que no ha sido el instrumento de unos contra otros sino que fue el fruto del consenso de todos. Nadie estaba, seguramente, satisfecho al cien por cien, porque todos habían cedido en algo para lograr que nadie pudiera sentirse ajeno al resultado final. Algunos defectos eran patentes desde el primer momento pero ¿qué constitución no los tiene? Hay que recordar, por ejemplo, las duras críticas que se hicieron a la Constitución de los Estados Unidos, apenas aprobada, hasta el punto de que no pocos la auguraron una corta vida. Y ya ha dejado bastantes atrás la celebración de su segundo centenario. Pero ningún texto aguanta si se le ataca desde dentro. Y eso es lo que ha sucedido con nuestra Constitución y, en general, con el espíritu de la Transición —concordia, respeto del contrario, juego limpio, voluntad leal de consenso, lealtad institucional y al Estado de Derecho- que está siendo gravemente erosionado, especialmente desde 2004, con la llegada al poder de Zapatero. Nadie desconoce que lo que le gusta al actual Presidente del Gobierno no es el sistema de la Transición y que aspiraría a hacer ahora la ruptura que entonces no se hizo. ¿Para qué? Para volver a la II República, pintada como modelo ideal por el sectarismo y la ignorancia histórica.

Por fuerte que sea un sistema, resulta difícil superar el reto de la crisis cuando es atacado desde dentro, con la decida voluntad de destruirlo. Y eso es lo que está pasando en España en estos últimos años. El empeño de cambiar la Constitución sin que se note, “por la puerta de atrás”, como se ha dicho, viene de muy atrás. Seguramente desde que, con la anuencia de un dócil y complaciente Tribunal Constitucional, se aceptó una interpretación del artículo 122 que desconocía tanto la letra como el espíritu del mismo y se modificó el modo de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. A partir de entonces la justicia dejó de ser un poder independiente. Habrá, sin duda, muchos jueces que lo sean, pero la institución se convirtió en una sucursal de los partidos políticos, especialmente del gobernante. Y los resultados han sido deletéreos. Después han sucedido otras atrocidades, como la del Estatuto de Cataluña, cuya bilateralidad es incompatible con la Constitución, diga lo que vaya a decir el TC, cuya sentencia, en cualquier caso, se acatará por todos, aunque sea una bomba contra el sistema, que puede serlo. Pero ¿qué se puede esperar de un TC politizado, más atento a los humores del poder que al sentido del texto que tiene que proteger? Las soportadas broncas de la número dos del Ejecutivo a la Presidenta del TC, son bien elocuentes al respecto.

Pero lo más grave es la continuada erosión de la Justicia, fruto de esa independencia perdida a la que aludíamos mas arriba. En un auténtico Estado de Derecho el juez es la instancia última y segura que falla conforme a la ley, sin acepción de personas y sin sesgo político alguno. Aquí eso se ha perdido. Seguramente sólo en algunos casos, pero resulta que son los de mayor importancia y repercusión. La campaña de acoso sistemático del PP —con independencia de que entre sus filas haya personajes que por sus conductas se hayan hecho merecedores de que caiga sobre ellos todo el peso de la ley- sólo se está pudiendo llevar a cabo por el uso desvergonzado del aparato judicial, de la Fiscalía (encabezada por el de “las togas y el polvo del camino” y el “Guantánamo electoral”) y de algunos sectores manejables y complacientes de la policía. Las escuchas telefónicas (hace poco decía el ministro del Interior -¡otro!- que aquí no había escuchas ilegales) de las conversaciones entre implicados y abogados defensores son una burla criminal de lo que significa el Estado de Derecho, que en cualquier otra democracia digna de tal nombre habría supuesto un escándalo y muchas dimisiones. Esto es mucho peor que el famoso Watergate, que concluyó con la dimisión de Nixon. Pero, tranquilos, aquí no pasa nada.

Este escándalo silenciado —que por algo se controlan desde el poder a los medios que tienen mayor audiencia y a los estómagos agradecidos de algunos de los periodistas más conocidos- ocurre además cuando se intenta archivar otro de los mayores escándalos de esta democracia, el llamado “chivatazo del bar Faisán”. También, en cualquier otro país serio, tal aberración habría hecho rodar cabezas. Aquí se puede uno permitir el lujo de la alta traición sin que nadie se considere afectado. Lo más triste de todo esto es que estos hechos gravísimos apenas si ocupan espacio en los medios. Se deja ese espacio para seguir hozando en el caso Gürtel, mientras no hay ni una sola noticia sobre los bien conocidos graves casos de corrupción que afectan al PSOE, como Ciempozuelos, CNI de Sanz, Mercasevilla, Chávez y la empresa de su hija y tantos otros que resulta difícil retener en la memoria. El partido de Filesa se esfuerza por tildar a su principal adversario de lo mismo, utilizando el viejo ardid de calumnia que algo queda. Pero lo tiene difícil, porque cada vez son más los ciudadanos que le tienen tomada la medida.