EL MUNDO ESTÁ VIVO

 

Por Julio José Ordovás, escritor,  en “ABC” del 22.08.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Aferrados a un discurso viejo y vacío que suena cada vez más a arenga decimonónica, sin capacidad para ofrecer respuestas a las preguntas que plantea, con carácter de urgencia, una realidad tremendamente poliédrica y cambiante, los partidos denominados de izquierdas parecen haberse adentrado no ya en un túnel sin salida sino en una auténtica cueva, que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con la de Platón. Y ni se dan ni quieren darse cuenta de que la gruta que siguen sólo les conduce al pasado. Aunque me temo que en esto peca uno de ingenuidad: si algo tiene claro la izquierda desde hace ya unos cuantos años, es que en el pasado vivía mejor. Entonces todo era más fácil: los malos eran muy malos y los buenos eran muy buenos. Qué lástima que la Historia (la Historia que desamordaza, la que desclasifica archivos y destapas alcantarillas y descorre lápidas, no aquella Historia trituradora y absolvedora con la que soñaba Sartre) les rompiera los esquemas, dejando bien a las claras que ni los unos eran tan malos ni los otros eran tan buenos. Qué lástima, sí, que salieran a la luz los campos de concentración soviéticos, los crímenes de Mao y tantísima sangre inocente derramada en nombre de la Revolución y el socialismo. Qué lástima, en fin, que el camino hacia la utopía estuviera sembrado de cadáveres, y que los responsables de esas matanzas no fueran ogros capitalistas ni asesinos en serie nazis, sino compañeros de viaje.

Con toda esa herencia sórdida, con ese espeluznante legado de sombras y de sangre, cuesta creer que todavía haya alguien capaz de proclamarse «rojo», y más cuando ese alguien resulta ser el presidente de una nación (porque este país, aunque lleva camino de convertirse en un gazpacho de naciones, hasta la fecha sigue siendo una nación, ¿no?). Se equivoca ZP: la España de hoy no necesita presidentes rojos ni azules, el mundo actual exige amplitud de miras y una apuesta inquebrantable por la libertad y contra el fanatismo. El siglo XX ha quedado ya atrás, más atrás de lo que nos parece. No debemos volver la espalda al pasado, pero tampoco vivir con un pie enterrado en él. La Historia, afortunadamente, no la escriben los políticos, ni los que están en el poder ni los que aspiran a él. La escriben los historiadores. La función de los políticos es escribir el presente y esbozar, en la medida de sus posibilidades, el futuro, dejando que los historiadores buceen libremente en el pasado, sin recibir presiones ni intromisiones de ninguna clase.

Lleva un largo, un muy largo tiempo la izquierda sin permitir la apertura de un debate de ideas en su seno, quién sabe si por falta de valor para llevarlo a cabo o por carencia, sencillamente, de ideas. Cerrada sobre sí misma y agarrada como a un clavo ardiendo a una ristra de dogmas políticos que ya no se sostienen -porque el mundo ha resultado ser más ancho y ajeno de lo que podía imaginar Marx-, su discurso doctrinario no sólo no ilusiona, sino que ni siquiera convence. Los fantasmas de la globalización y del neoliberalismo, todos esos fantasmas supuestamente apocalípticos que se ha ido sacando de la manga para seguir explotando su estrategia a la contra (sin duda la más rentable y la que menos desgasta), no asustan ni a los niños pequeños. Y eso por no hablar del rollo multiculturalista y de otras ingenuidades carnavalescas de las que se sirven para escurrir el bulto ante asuntos que no admiten paños calientes.

Resulta inaudito, por tanto, que la militancia izquierdista continúe arrogándose esa superioridad moral que tradicionalmente le ha permitido situarse por encima del bien y del mal, para desde allí juzgar a todo el mundo según sus propias leyes, sin que a ellos se les haya ocurrido rendir cuentas jamás, eso por descontado.

La situación en la que se encuentra la izquierda española, con respecto a otras izquierdas vecinas, es todavía más grave. Su connivencia y fusión con los nacionalismos, en una relación psicótica de parasitismo mutuo, la ha despojado de toda credibilidad. Además, ha hecho rodar tantas cabezas pensantes, y decir pensantes equivale a decir discrepantes, que se ha convertido en una especie de monstruo descabezado que se mueve, dando tumbos, impulsado por nada más que su propio instinto de supervivencia, que actúa de resorte. No sólo ha perdido las ideas y los argumentos: también ha perdido los papeles. La imagen que ofrece no puede ser más lamentable, y más angustiosa, teniendo en cuenta que es ella la que está al volante del país, conduciendo marcha atrás, con los ojos cerrados y con el pie pegado al acelerador.

Cuando cada vez tiene menos sentido hablar de derechas y de izquierdas, la izquierda más y más se empeña en hacer profesión de fe ideológica, sumida en un desquiciado y desquiciante ejercicio de anacronismo. Esa izquierda acrítica, acrítica sobre todo consigo misma, se sigue valiendo de sus utopismos simplistas y de una desfasada concepción del progreso para tratar de explicar los flujos y reflujos del mundo, en la creencia de que el mundo se quedó congelado en quién sabe qué agujero espacio-temporal del siglo pasado. Pero el mundo está vivo, y cada día gira a mayor velocidad, echando por tierra cualquier rumbo prefijado.

«Como en el pasado florece el futuro / en el futuro se pudre el pasado / siniestra fiesta de hojas muertas», escribió la gran poeta rusa Anna Ajmátova, a la que el comunismo le arrancó a tiras la esperanza en un futuro sin charlatanes y sin falsos profetas, en un porvenir del que de las ideologías totalitarias no quedara más que un rastro de ceniza, suficiente para haber aprendido la lección y no repetirla.