LA IZQUIERDA ASTIGMÁTICA

 

 Artículo de Félix Ovejero, en www.bastaya.org el 17-4-06.

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

El antinacionalismo de la izquierda española ha sido tan fuerte que por combatir la nación identitaria ha acabado combatiendo a la nación de los ciudadanos

La fascinación de la izquierda española con el nacionalismo es un misterio digno de investigación. Para entender su particular deriva, seguramente, habría que echar mano de la psicología y quizá también de la sociología más rústica, la más eficaz, que nos habla de las rentas políticas de poderes locales con escaso control democrático. A la espera de diagnósticos más finos, podemos conjeturar algunas hipótesis que atañen a sus errores analíticos, a su dejadez y a su tontería, por llamar a las cosas por su nombre.

Conviene, en todo caso, advertir de que se trata de una anomalía. Hay sólidas razones para que la izquierda se oponga al nacionalismo. A lo largo de su historia, sólo ocasionalmente, y no sin dudas y reservas, la izquierda ha suscrito tesis nacionalistas. Por lo general, de modo instrumental, al servicio de la igualdad y de la democracia. Sucedió particularmente con su compromiso, no compartido por todas las familias de la izquierda, con los Estados Nacionales. Las naciones de ciudadanos, las comunidades políticas regidas por los mismos principios de justicia, aseguraban unos ámbitos territoriales en donde, por medio de la ley, cabía la posibilidad de embridar las tentaciones despóticas de los poderosos, de los monarcas absolutistas y, más tarde, de quienes traducían su riqueza en poder político y en dominación arbitraria.

Ese era todo el nacionalismo que podía contemplar la izquierda y, cuando circunstancialmente, en la agitada historia europea, suscribió otro, le costó profundos desgarros. Lo que no cabía era la defensa de la nación identitaria. La izquierda española no lo ignoraba cuando combatía la dictadura de Franco, la expresión más brutal del nacionalismo español. Fue tan intenso su antinacionalismo que, por combatir la nación de la identidad, ha acabado por combatir la nación de los ciudadanos, la herramienta política con la que realizar la justicia y la democracia. En realidad, se ha incapacitado para reconocer los nacionalismos. Porque a fuerza de combatir la cosa aborreció el nombre de la cosa. Y esa aversión para nombrar le ha impedido darse cuenta de lo que pasa. Porque, qué le vamos a hacer, para diagnosticar una patología el primer requisito es nombrarla. Hoy, cuando defiende tesis nacionalistas, incluso cuando apela a las identidades nacionales, sigue diciendo que no es nacionalista. Suscribe el proyecto pero se prohíbe la palabra. Con ello, ignora lo que hace, para abordar con limpieza mental sus tesis nacionalistas.

Esa alergia para “nombrar el nacionalismo”, que se traduce en incapacidad para criticar el nacionalismo, se detecta en dos errores de percepción con una raíz intelectual común. El primero: creer que la crítica a un nacionalismo sólo se puede hacer desde otro nacionalismo, que la crítica a un nacionalismo supone la defensa de otro nacionalismo. Una convicción absurda: criticar la guerra no equivale a estar en favor de la guerra o, más cercanamente, criticar una religión no supone defender otra religión. Para criticar al nacionalismo hay que hablar de nacionalismo. Como dijo Einstein, el análisis de la sopa no tiene sabor a sopa. De hecho, como lo prueba la propia izquierda, el que ejerce el nacionalismo por lo común nunca usa la palabra “nacionalismo”. El otro error: creer que defender el derecho de los nacionalistas a defender sus propias ideas obliga a defender las ideas de los nacionalistas, o, de otro modo, que imposibilita para criticar las ideas de los nacionalistas. Esa error ha favorecido una perversa maniobra del nacionalismo: presentar al espacio público lo que, en el mejor de los casos, son sentimientos privados; pero, a la vez, vetar la posibilidad de que el nacionalismo sea sometido a crítica política, pública. Cualquier crítica es presentada por los nacionalista como una provocación, como una ofensa. El nacionalismo, que se presenta como un proyecto político, esto es, público, invoca una emoción “privada”, la ofensa a los sentimientos, para impedir cualquier crítica. Se considera lícito criticar el socialismo, el liberalismo o el capitalismo, pero criticar al nacionalismo es como faltar a la madre.

A esas circunstancias, deudoras de nuestra historia más inmediata, la izquierda ha añadido otra que tiene que ver con su falta de renovación intelectual, o para ser más justos, con cierta desidia a la hora de filtrar ideas que se presentaban como nuevas y que eran tan antiguas como reaccionarias. Bajo la etiqueta de “multiculturalismo” una retahíla de tópicos de poco fuste han ido impregnando el discurso de la izquierda. La emancipación y la igualdad han dejado paso a palabras nuevas (identidad, la diversidad) que esconden ideas apolilladas (tradición y tribu). Eso sí, en este caso nos queda el consuelo, si lo es, de que el mal es de muchos, de que este es un pecado compartido con la izquierda de otras latitudes. Un importante filósofo político comprometido con tesis igualitaristas, Brian Barry, lo contaba hace poco y entonaba su particular mea culpa. La despreocupación de los principales investigadores por lo que consideraban temas de poco vuelo se ha presentado como acuerdo de la comunidad científica en las propuestas multiculturales. Centrados como estaban en los asuntos clásicos de la justicia, la igualdad o la democracia, no repararon en que, a la chita callando, se había creado una suerte de consenso por omisión en torno a tesis identitarias, a las que nadie se molestó en dar la réplica, y que se tomó como aceptación. Todos los que escriben sobre los asuntos multiculturales están de acuerdo y los que no, no se habían molestado en decir nada, entre otras razones porque creían que todo lo importante se había dicho ya hace más de cien años. Y era verdad: lo dijeron los clásicos de la ilustración cuando criticaron a los reaccionarios, a los defensores del antiguo régimen.