LA CRIMINALIZACIÓN DEL CIUDADANO

 

 Artículo de Antonio Papell (*) en “ABC” del 05.05.06 

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

EL nuevo director general de Tráfico, que es de esas personas que se suponen señaladas por alguna esotérica predestinación, ha irrumpido con estrépito sobre la ciudadanía, dispuesto a reducir a cualquier precio la siniestralidad vial, que a su juicio -y al de todos, seguramente- es excesiva, insoportable y absurda. Y lo ha hecho en un tono intolerablemente agresivo, criminalizando a los ciudadanos-conductores y dando a entender que toda la responsabilidad de la tragedia es nuestra. En principio, es plausible que el funcionario público manifieste gran celo en el cumplimiento de su deber. Pero nada hay más inquietante que el mesianismo en un administrador obstinado.

Por alguna ignota razón, el director general de Tráfico ha llegado sin duda a la convicción de que la grey de los conductores que él debe supuestamente pastorear se ha descarriado patológicamente. Cree que está formada por irresponsables o, en el peor de los casos, por rebaños de verdaderos delincuentes que violan con saña las normas de la circulación. Y ésta sería la causa, prácticamente la única, de la ulterior insania: esos casi 4.000 muertos al año que constituyen un gravoso tributo a la carretera. En conclusión, el gestor del tráfico estaría obligado a meter en vereda a los desaprensivos conductores. A someterlos primero a presión psicológica, amenazarlos luego con el fuego del infierno y, finalmente, castigarlos con la mayor dureza. La última campaña de «concienciación», como ahora se dice, ha sido inicua. E inútil. Habría que aplicar a su promotor aquello de Oscar Wilde, «la fuerza bruta aún puede tolerarse, pero la razón bruta en modo alguno».

De cualquier modo, lo grave de este caso no es tanto la inutilidad del esfuerzo descabellado del funcionario, que redunda en el malestar de los conductores-ciudadanos sin contrapartida alguna (la siniestralidad no ha decrecido, ni decrecerá por este medio), cuanto el error de concepto que encierra y la inaceptable filosofía política que destila. En efecto, no habría que ser siquiera un especialista en seguridad vial para entender que ésta es una cuestión compleja y multidisciplinar en la que intervienen numerosos factores: entre otros, la capacidad, el trazado y la señalización de las vías; la antigüedad y composición del parque de vehículos; los sistemas de aprendizaje de la conducción; la calidad de las normas que regulan el tráfico y la intensidad del control de su cumplimiento... Tampoco hay que ser un lince para percatarse de que los accidentes tienden a concentrarse en lugares concretos, «puntos negros», que constituyen la constatación estadística de las deficiencias de la infraestructura... Y si se conocen todas estas cosas, se llegará rápidamente a la conclusión de que quien tenga la responsabilidad política del tráfico, que en gran medida ha de centrarse en efecto en la obligación primordial de reducir la siniestralidad, habrá de actuar simultáneamente sobre todos estos factores y no sobre el más fácil de todos ellos: el comportamiento de los conductores, en realidad víctimas y no, en su mayor parte, protervos verdugos, como insinúa el director. En realidad, si este administrador público tuviera cabalmente interiorizados los conceptos de democracia liberal y de servicio público, entendería que, después de haber amargado las vacaciones a los contribuyentes preguntándoles si pensaban matarse en carretera, y luego de haber visto la inutilidad de su audacia, su obligación es ahora revisar todo su discurso, reconsiderar el orden de sus preferencias, detenerse a examinar lo que hacen otros países con mejores índices de siniestralidad y reorientar los venablos que lanza, y que no sólo han de alcanzar a los conductores sin cinturón de seguridad, pongamos por caso, sino también al Gobierno de turno que permite una red de carreteras africana, que escatima guardias civiles y que tolera la inaceptable obsolescencia del parque móvil, entre otros fallos de consideración.

Está bien, en fin, que se nos advierta de nuestra mala cabeza, pero comienza a ser irritante el énfasis con que se dice, la obsesión monotemática con que se insiste en la acusación. Al fin y al cabo, la ironía se cierne sobre la estrategia del funcionario: el accidente más grave acaecido esta pasada Semana Santa, con cinco muertes en Pontevedra, fue causado por un muchacho de dieciocho años que no tenía carné; de poco servirá frente a estas ligerezas la gigantesca burocracia del carné por puntos... Y sí, quizá, hubiera tenido mejor efecto la mejora de la peligrosísima carretera donde ocurrió aquel drama, en la que han muerto ya veinte personas en tres años.

No es, en fin, tolerable el desenfoque con que se nos señala a los ciudadanos, ni el proyecto que se trama de convertir las meras imprudencias en sanguinarias agresiones castigadas con saña por la ley penal. En carretera, como en cualquier otra parte, hay delincuentes, desaprensivos y gentes que desconocen el significado de la solidaridad. Pero las normas ordinarias, las que deben articular la convivencia, no pueden presuponer legítimamente que la red vial es una jungla repleta de fieras sanguinarias. También en carretera los conflictos han de buscar primero sus cauces civiles de solución. Es preocupante, en suma, el afán interventor del regulador del tráfico. E inevitablemente se viene a la cabeza aquel presagio de Tocqueville sobre los estragos del intervencionismo. El autor de la «La democracia en América» entrevió como nadie que, en virtud del llamado progreso, una nueva suerte de opresión amenazaría a los pueblos; una opresión que «no se parecerá nada a las que la han precedido; la cosa es nueva: una muchedumbre de hombres parecidos e iguales, un poder inmenso y tutelar que se encarga él sólo de asegurar sus goces y velar por su suerte, que extiende sus brazos sobre la sociedad entera cubriéndole la superficie con una red de pequeñas reglas, complicadas y uniformes, a través de las cuales los talentos más originales y las almas más vigorosas no podrán hallar claridad para sobrepasar la muchedumbre...».

(*) Escritor