LA POLÍTICA DEL MAL MENOR

 

 Artículo de BENIGNO PENDÁS. Profesor de Historia de las Ideas Políticas  en  “ABC” del 19/04/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

LA democracia española tiene una deuda pendiente con el sentido común. No hay razón objetiva para que nuestra aventura colectiva termine mal. Pero el momento exige, sin demora posible, el triunfo de la política sobre el partidismo. Hacen falta estadistas, y no epígonos superficiales de Maquiavelo. Intelectuales rigurosos, ajenos al interés particular.Ciudadanos sensatos, preparados para la madurez democrática. La deslealtad daña sin remedio la convivencia. Diluidos en buena medida los vínculos afectivos, será difícil reconstruir un proyecto razonable. No sé quién tiene la culpa en términos históricos o antropológicos, pero, a día de hoy, tengo muy claro que la España constitucional ha sido abierta y generosa. Nos han engañado: tal vez por ingenuos, por indolentes, a veces porque nos hemos dejado. Vistas las circunstancias, sólo queda la opción de la firmeza en los principios y la habilidad en las estrategias. El objetivo se llama mal menor: evitar que una situación fuera de control se traduzca en consecuencias política y jurídicamente irreversibles. El escenario, escribía ayer José Antonio Zarzalejos, es «aún más difícil». ¿Qué hacer?

Hemos perdido todas las batallas semánticas una tras otra. Aceptamos la situación de anomalía con la mayor naturalidad: miedo, exilio, escoltas, sentencias que no se cumplen y terroristas que controlan el juego institucional. Una legión de analistas hace cábalas sobre la actitud que van a adoptar unos tipos indeseables que se identifican sin pudor con el terrorismo. Da lo mismo: ya están ahí y todo hace sospechar que van a desempeñar un papel decisivo. En plena huida hacia adelante, Ibarretxe jugará sin pudor la baza de «nosotros» contra «ellos». He aquí el análisis previsible del gran perdedor del domingo. Religión política, tal vez; votantes de perfil moderado, es probable; clientela asfixiante, eso es lo único seguro. El PNV, concluye, necesita seguir al mando del monopolio político: al margen de mesianismos, comunidades imaginarias y ancestros heroicos, E. Kedouri resume sin rodeos la finalidad última del nacionalismo: ¡que no nos gobiernen los de fuera...! El pacto del lendakari con la marca actual de Batasuna sólo lo puede impedir el entramado social y territorial del partido que se identifica con la identidad colectiva. O sea, Imaz, dirían los entendidos. Estamos ante un desafío interesante para los politólogos: ¿es ya el PNV un partido como los demás o sigue siendo diferente? Ibarretxe representa lo peor del nuevo rumbo: soberanismo intransigente y ruptura de la tradición posibilista. Pretende destinar a los guardianes de las esencias al lugar donde se rumia la nostalgia por los buenos días perdidos. ¿Le van a dejar pactar con los amigos del terrorismo después del fracaso en las urnas? Visto desde fuera, el PNV no debería perder esta oportunidad para cambiar una imagen que ya no sirve y enterrar una aventura soberanista que muere por anemia electoral.

Al monopolio oligárquico del poder se le llama ahora «centralidad». La reclaman los nacionalismos mayoritarios, expulsando -dicen- a los extremos al españolismo y a los radicales a quienes reprochan más la estética que la ética. También Zapatero y sus estrategas quieren para sí esa centralidad, en busca de una hegemonía indefinida. La operación exige sacar de quicio al centro-derecha y dejarlo arrinconado en defensa de lo que sea, se llame Constitución, Estatuto de Guernica, la verdad del 11-M o el respeto a los valores genuinos de la Transición. Si hace falta jugar con fuego, no importa. Para bien de todos, incluido su propio partido, el perfil político y personal de Mariano Rajoy hace imposible que los populares caigan en una provocación tan poco sutil. Sería absurdo poner en peligro un proyecto avalado por casi diez millones de votos, que necesita una razonable extensión hacia el centro, secreto a voces del éxito electoral en el 2000. El estilo de María San Gil, capaz de conseguir un resultado muy digno en un contexto imposible, puede dar muchas alegrías a medio plazo si se practica en ámbitos más sosegados. En todo caso, conviene ser conscientes de que la sociedad española es como es. Ha pasado de premoderna a posmoderna, y considera que la indignación moral ya no está de moda. A muchos nos deprime, pero es imprescindible conocer el terreno que se pisa. En política, un error de diagnóstico se paga con un fracaso irreversible.

Ha llegado la hora de la verdad para Rodríguez Zapatero. Él y los suyos han configurado el escenario (incluyendo una quiebra grave del Estado de Derecho) y el resultado en las urnas se acerca a las expectativas, aunque no colma sus ambiciones imperiales. No vale ya la retórica del doctor Pangloss, que recordaba hace poco Antonio Elorza. Está en juego el futuro de España. El dilema se plantea entre oportunismo y patriotismo. Hay, claro está, un interés particular de los partidos concebidos como máquinas de poder. Hay, en cambio, un interés general que exige lealtad al Estado y a la nación que sustenta nuestro modelo constitucional. Los antecedentes invitan al pesimismo. Pero la teoría del mal menor puede venir en ayuda de una causa justa. No es verdad, ante todo, que Zapatero sea prisionero involuntario de Esquerra Republicana. La oferta de Rajoy, despreciada por los socialistas, implicaba una garantía genuina en favor del sentido común: gobierna el partido nacional que gana las elecciones, sin necesidad de comprar votos complementarios en el mercado nacionalista. Una convención en este sentido, con cláusula de reciprocidad, sería una reforma verdadera de la Constitución material, mucho más importante que los retoques mínimos que se pretenden. En rigor, Zapatero es prisionero de Maragall. No es fácil, pero tampoco imposible, aplicar por analogía el expediente catalán en la nueva realidad del País Vasco. Sería objetivamente un poco mejor que el Plan Ibarretxe. Pero la peregrina teoría de las comunidades nacionales y las pretensiones competenciales excesivas dañan también en lo más profundo la fortaleza del Estado y de la Constitución. Zapatero debe revisar a fondo la política territorial porque el proceso se le escapa de las manos, aunque vaya salvando obstáculos coyunturales. Si toma el camino equivocado, tiene que asumir -como presumible lector del Quijote- que «cada cual es hijo de sus obras». Debería considerar (aunque sólo sea por egoísmo personal y no por sentido de Estado) una hipótesis a medio plazo, con el tripartito reclamando el pago de una factura imposible, mientras la antigua Batasuna gobierna desde la sombra. ¿Podría ser también el momento de una extrema derecha alimentada de forma artificial? Demasiados problemas para un indeciso aprendiz de brujo.

No se trata sólo de determinar quién gobierna en el País Vasco; sino -sobre todo- de para qué y para quiénes gobierna. Es imprescindible salvar la sustancia del Pacto por las libertades y contra el terrorismo, única iniciativa que ha permitido reforzar moralmente a los defensores de la dignidad democrática: se lo debemos a las víctimas y a los héroes de cada día en el territorio menos libre de Europa. ¿Acaso el resultado del domingo no exige que se explore una acción política conjunta? ¿Es inevitable que Izquierda Unida, socio parlamentario del PSOE, abdique de su condición de partido nacional? Si negocia abstenciones o apoyos puntuales a un gobierno del PNV, ¿no debe acaso el PSE plantear como requisito inexcusable la sustitución del fracasado Ibarretxe? ¿Significan algo, más allá de la burocracia, las palabras del fiscal general del Estado sobre la investigación en curso? El pueblo, dueño del poder en democracia, sabe ser muy exigente. Mucho más allí donde, como decía J. Milton acerca del paraíso perdido, «la tierra siente la herida». Tal vez las esperanzas son escasas, pero muchos -todavía, por fortuna, la gran mayoría- seguimos apostando fuerte en favor del futuro de la España constitucional.