SOBRE PROFECÍAS Y SOSPECHAS

 

 Artículo de Beningno Pendás, Profesor de Historia de las Ideas Políticas,   en  “ABC” del 12/05/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

NO hace falta ser adivino: el legado de la Transición corre un grave riesgo. Es una lástima, porque vamos a dilapidar sin grandeza la mejor aportación de los españoles al noble ejercicio de la política. Roto el anclaje afectivo, el sentido común exige al menos que no ocurra nada irremediable en el plano jurídico-formal. Me consta que mucha gente comparte esta grave preocupación. Pero conviene ser realistas: otros muchos, no sé si la mayoría, responden al reclamo postmoderno, cargado al mismo tiempo de mansedumbre y de hedonismo. Añádase que la democracia se construye hoy día desde la legitimidad que otorgan mayorías coyunturales, sin atender a la profunda convicción moral sustentada en la libertad bajo el imperio de la ley. Éste es el ámbito natural de Zapatero, capaz de describir un mundo feliz ante la complacencia de los suyos y la perplejidad de los ajenos. Como es notorio, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Gobierna, en fin, con la técnica del «dripping», esa especie de chorreo de la pintura sobre el lienzo, como si fuera un émulo de Pollock.

Política carente de sustancia ética, donde «la imagen lo es todo», como escribió Azorín hace más de un siglo. Cambiar el nombre a las cosas, decía ayer Rajoy, para complacer a una galería radicalizada. Logomaquia, en fin, con el mejor espíritu de Alicia: «Cuando pronuncio una palabra, significa lo que yo quiero que signifique». Zapatero es víctima de la crisis de ideas propia de la izquierda universal. Seguro que no lo sabe, porque parece muy satisfecho de sí mismo. Crisis de fundamentos morales y de principios políticos. La democracia (con Rawls, contra Pericles) es sólo procedimiento: si se alcanzan mayorías cualificadas, todo es aceptable, incluso un estatuto catalán que destruye sin contemplaciones el modelo constitucional. La sociedad civil (con los «republicanos», contra los liberales) deriva de la yuxtaposición de minorías supuestamente oprimidas: de ahí la visión promocional de las leyes, cargadas de retórica sobre la autonomía personal y la igualdad aparente. Hombres y mujeres son acreedores de toda suerte de derechos. Están exentos, en cambio, de la exigencia de deberes y responsabilidades: contra Kant, contra Ortega, contra todo cuanto merece la pena en la historia del pensamiento. Esencia de la postmodernidad: sonrisa efímera y palabras que suenan bien. Aunque la gente percibe poco a poco rasgos que no concuerdan con esa imagen beatífica. Ayer, por ejemplo, apenas habló del Quijote y de la cultura: ¿será que ahora hay cosas más importantes? Amable con casi todos, deja traslucir antipatía hacia las creencias religiosas y los valores fuertes. Desde el punto de vista de la teoría política, el discurso resulta extremista y radical. A lo mejor -no estoy seguro- le parece un elogio.

Lo peor, sin duda, porque afecta al núcleo moral de la convivencia, es que la sospecha de negociación con el terrorismo adquiere ahora visos de certeza. Aquí entra en juego la responsabilidad personal y política del presidente. No es cuestión de ideologías, ni siquiera sirve para las bromas o la ironía. «La política puede contribuir al fin de la violencia»: la frase resulta fácilmente inteligible para cualquier ciudadano avisado. No basta con apelar otra vez a las virtudes del procedimiento: «si se diera el caso», el Congreso de los Diputados no quedaría al margen. Mínimo consuelo. «Donde se sabe poco, se sospecha mucho», decía Maquiavelo. No son insidias, sino deducciones lógicas del secretismo. ¿Acaso no admite que el Gobierno no se va a detener sea cual sea la postura del PP? Parece asumir el lenguaje y los parámetros del nacionalismo: Lizarra, con el PSOE y en Vitoria, como sintetiza Rajoy. Está muerto por desgracia el Pacto Antiterrorista, última esperanza para los héroes de la libertad en el País Vasco y para la gente decente en toda España. Nadie se llama a engaño. ¿Habrá precio político por la paz? Sería el golpe definitivo al fundamento ético de nuestra convivencia: el respeto que se pierde no se recupera nunca. No tiene razón el presidente cuando se rasga las vestiduras al oír la palabra «traición». Es prisionero, porque así lo prefiere, del nacionalismo desleal, cuando podría aceptar una oferta sincera en favor de la vertebración nacional. Digo algo más: tampoco sería aceptable aunque necesitara sin remedio a tales socios para gobernar. Es una opción ineludible entre la dignidad y el poder. Todavía, cada vez con menos esperanzas, la sociedad española exige unidad de acción a los partidos democráticos. Ayer se rompieron casi todos los puentes. Es el éxito de los enemigos de la Constitución y el momento de la decepción, la tristeza, el esfuerzo inútil que conduce a la melancolía, para sus muchos defensores. Es una injusticia profunda. Peor aún si se acompaña de menciones gratuitas a la lealtad o se toma en vano el nombre de las víctimas.

Sólido Rajoy, brillante en varios momentos: contundente en los adjetivos y certero -como acostumbra- en las formas. Descubre la falacia del socialismo multiuso: buenas palabras, pocos hechos y un solo objetivo, que consiste en desmontar la labor del gobierno popular. Muy bien la referencia al retorno del cantonalismo, que destapa la quiebra principal de Zapatero: carece de una idea sobre España, no sabe qué es una nación, ignora el concepto de soberanía. Es débil con quienes le hacen chantaje. Alimenta expectativas que luego no sabe encauzar. Alusiones a temas específicos: política exterior, en contra del populismo trufado del viejo antiamericanismo; inmigración, «bomba que puede estallar»; infraestructuras con efecto discriminatorio; educación sin rumbo; economía que vive de las rentas... Diez millones de españoles comparten estos enfoques. Otros muchos, aunque sean socialistas, son conscientes del fracaso anunciado en materia territorial. Más autogobierno equivale a ruptura de la vertebración. Ahora le toca a la justicia. Mañana a la financiación. No son sólo profecías, ni tampoco meras sospechas: el Estado de las Autonomías (unidad, pluralidad, solidaridad) tiene por destino el Museo Arqueológico. Basta con escuchar a los socios reales o potenciales del Gobierno, aunque alguno de sus portavoces aburre con sus discursos a la nación entera. Los ingleses saben cuándo y por qué se vacían los escaños en las Cámaras parlamentarias...

Debate áspero y rudo. Ambiente alborotado. No contribuye -ciertamente-al prestigio de la política, pero traslada al hemiciclo la realidad de una sociedad desquiciada a partir del 11-M, guste o no guste escuchar esta verdad evidente. Porque vivimos tiempos de vértigo social y sólo el sentido de Estado y la firmeza de las convicciones pueden ayudar a superar la crisis. Patriotismo, en una palabra, se llama desde hace siglos esa virtud cívica, que no abunda ciertamente entre quienes identifican la política con el interés particular. Estamos pagando a precio muy alto la debilidad de nuestra sociedad civil y la emergencia en su día de una clase política improvisada. Hemos tenido un cuarto de siglo para remediarlo y no hemos sabido hacerlo. Supongo que la culpa es de todos y todos vamos a sufrir también las consecuencias. El estilo de Zapatero irrita sin remedio a las clases medias ancladas en valores sólidos. La eficacia de la gestión de su gobierno es mejorable en casi todas las políticas sectoriales. Pero todo esto sería susceptible de discusión, incluidos los debates que afectan a problemas de conciencia. Hasta aquí, conflicto partidista, derechas e izquierdas, mayorías y minorías. Lo realmente grave es determinar dónde se quiere situar el poder constituyente material: o hay un acuerdo firme entre los dos grandes partidos para garantizar el futuro de la España constitucional o hay un pacto del PSOE con el nacionalismo insaciable, con la quiebra consiguiente del sistema de 1978. Zapatero decide. Ayer quedó muy claro cuál es su preferencia. Lo peor es, como decía Milton, que «la pérdida de una verdad se paga muchas veces con desgracias irreparables».