EL DERECHO A SER ESPAÑOLES

 

 Artículo de Benigno Pendás, Profesor de Historia de las Ideas Políticas,  en “ABC” del 12.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

... Fiesta nacional, homenaje a las Fuerzas Armadas, recuerdo de las andanzas históricas: es lo más normal en cualquier democracia bien ordenada. Día del himno y de la bandera, símbolos del proyecto sugestivo de un país que lo tiene casi todo para ser feliz...

HABLA la Nación, en uso de su soberanía. «Sensible quiere la política a los reyes»: Don Juan Carlos pone voz a la Constitución, cuando y donde procede. Lo mismo dice el pueblo: en las encuestas o en la calle, mucha gente indignada se pronuncia en tono vehemente. Aunque no siempre y no todos, hablan también los notables, las instancias más altas del Ejército, del Poder Judicial, del Banco de España, incluso el Defensor del Pueblo. Los sindicatos opinan sobre lo suyo: «cohesión» y «solidaridad». Todos los populares, cada vez más socialistas, los expresidentes del Gobierno, los medios casi sin excepción... Hay marejada política, con tendencia hacia mar gruesa. Temen algunos por el futuro de España, víctima de una confluencia insólita entre oportunismo y deslealtad. Yo prefiero no ser pesimista, porque la Nación constituyente parece estar despierta y actúa con más energía de la prevista. Nada que ver con la mentalidad rancia que inspira al nacionalismo armado de derechos históricos imaginarios. Ajenos al confuso debate sobre identidades, millones de ciudadanos sienten con naturalidad la condición de españoles, indiferentes ante la retórica absurda en torno a imperialismos atávicos, razas herméticas o pasiones férvidas. «España se constituye...» es una fórmula limpia, clara y racional, que no surge -como les ocurre a determinados ecos de ultratumba- de la «fragua tenebrosa» del organicismo. Hay que decirlo con firmeza: España va a continuar su trayectoria porque es, con sus defectos e imperfecciones, una realidad segura de sí misma. A veces tarda en reaccionar, pero siempre llega a tiempo. Esta vez, también.

Nacionalistas y seudoprogresistas inventan una falacia sin sentido: «ellos» son naciones, España es sólo un Estado. El Leviatán, suponen, no tiene alma, es un artificio técnico, un mero aparato de poder que se deja dominar por la voluntad del más fuerte. El análisis es falso y malintencionado. Hablamos de una nación vieja y sabia, paciente y sacrificada. Vive en el sentimiento de millones de personas, sin agonía, sin doblez, con naturalidad. La patria, decía Nietzsche, es «la tierra de nuestros hijos», y a ellos debemos transmitir el derecho a ser españoles, compatible -faltaría más- con el modelo autonómico vigente. Cosas de la geografía y la historia. Es una verdad tan elemental que saltan a la vista sus fronteras naturales. Tan auténtica, que unas veces nos hace gozar y otras muchas nos desespera, igual que la vida misma. La gran mentira ideológica del último cuarto de siglo ha sido la teoría del «Estado sin nación». Porque la fuente de legitimidad de la Constitución se llama España: la norma fundamental es producto del pacto entre ciudadanos de aquí o de allá, nunca del acuerdo imposible entre el conjunto y sus partes constitutivas. Ni entonces ni ahora. No lo ha conseguido la violencia ni podrá lograrlo la sutileza aparente que se disfraza con «caprichos de sofista», como diría Aristóteles. «Nación de naciones», por ejemplo: una propuesta liviana para conllevar ese cuarto de siglo que siempre nos dan de margen...

Muchas personas honradas son víctimas de la tristeza cívica. Piensan que lo hemos intentado todo, pero que nunca es suficiente. ¿Qué más podemos hacer? Soportamos reproches, desprecios y privilegios. Agotamos nuestra energía en debates interminables. Nos obligan a prestar una atención infinita a sus estrategias: tal mesa, cual pacto, este documento, aquella declaración. Predican lecciones de progreso y modernidad, al tiempo que destruyen en su territorio el espacio cívico del que brota la libertad de cada día. En el colmo del desparpajo, se autoexcluyen y, a la vez, nos definen como Estado federal. Constituyen en régimen de monopolio una nación sedicente. Es triste comprobar que el virus afecta a un cierto sector de la izquierda, el más poderoso, aunque tal vez no mayoritario. Es extraño este progresismo que no reconoce, treinta años después, la legitimidad de una derecha liberal y reformista y, en cambio, absuelve de su pecado burgués a los nacionalistas periféricos. Se declaran partidarios del republicanismo cívico, pero admiran al gran capital y suplantan al viejo tradicionalismo antiliberal. Nos tienen perplejos, lo mismo que a muchos de los suyos, sumidos unos y otros en la tarea imposible de deslindar entre malévolos e irresponsables. Ellos sabrán.

Aquí y ahora. La opinión pública exige del presidente del Gobierno una reflexión muy seria sobre el Estatuto catalán. Véase el ejemplo del plan Ibarretxe. No basta el maquillaje jurídico-formal para presentarse como el político sensato que modera a los extremistas. La realidad destruye la estrategia elaborada sobre la mentira de que todo es aceptable -bajo presión- para una sociedad hedonista y narcotizada por el bienestar. No habrá vuelta atrás, anuncia Zapatero. Expresa así el interés de partido o de facción interna, que puede conducir tal vez a una victoria pírrica, pero también -tregua mediante- al fracaso de la legislatura. Lo más grave es que el empeño de huir hacia adelante derive en una fractura moral que dilapide, esta vez de verdad, el estupendo legado de la Transición. La política, como la propia vida, es reflejo de una convicción moral, o de la falta de esa convicción. El desafecto de la clase política catalana (no está claro qué opina la sociedad) hacia el proyecto común tiene su traducción en la conciencia colectiva, y no sólo en las leyes orgánicas. El éxito de la España constitucional no ha servido para remediar el desamor de nuestros particularismos periféricos. Ya no hay excusas: la responsabilidad es suya, porque el modelo merece el respeto y el afecto general. De hecho, el patriotismo español -razonado y razonable- se ve obligado a luchar contra el desánimo que provocan los esfuerzos sin recompensa. A pesar de todo, la nación sigue su curso, aunque todos salimos perdiendo: más que nadie, creo, los propios ciudadanos de Cataluña. El egoísmo es un mal contagioso. ¿Qué va a pasar si los demás nos convertimos en victimistas, ásperos e insolidarios? La Transición supo encerrar sutilmente bajo siete llaves algunos demonios históricos. Cuidado, por favor, mucho cuidado, con la falsa conciencia de que España sólo es factible si prescindimos de la modernidad. Sería un triunfo mayor para desleales y separatistas. Vamos a ser como queremos ser y no como a ellos les gustaría. Vamos a ganar, por supuesto, este y cualquier otro desafío en nombre de la fórmula constitucional, que es, por razones de puro y simple patriotismo, la única posible y deseable.

Fiesta nacional, homenaje a las Fuerzas Armadas, recuerdo de las andanzas históricas: es lo más normal en cualquier democracia bien ordenada. Día del himno y de la bandera, símbolos del proyecto sugestivo de un país que lo tiene casi todo para ser feliz. Hace falta una reforma constitucional, sólo una, ya sea expresa o tácita. Me refiero a un pacto de lealtad que excluya la alteración de las reglas del juego como objeto de la negociación partidista. Dicho de otro modo: no es lícito conceder reformas estatutarias como contrapartida a los apoyos parlamentarios. Fiesta, en fin, para descansar y para meditar. Hay otro problema, todavía más grave a medio plazo: la frontera norte-sur demuestra la distancia cruel que separa la vida real de las ilusiones retóricas. El tiempo apremia, porque -como bien dice Don Quijote- «el que no madruga con el sol, no goza del día».