«LO MEJOR, LOS ESPAÑOLES»

 

 Artículo de Benigno Pendás, Profesor de Historia de las Ideas Políticas,  en “ABC” del 25.11.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

... Esta sociedad tiene unas cuantas deudas consigo misma: desconfía del mérito, le incomoda la excelencia, prefiere a veces una ocurrencia ingeniosa a muchas obras bien hechas... Le gusta inventar el pasado. A pesar de todo, vale la pena...

LA política no es geometría. Las piezas no encajan, aquí y ahora. El observador se desespera. Necesita saber para prever, porque sólo adquiere fama si triunfa como profeta. Servidumbres del oficio, pródigo en adivinanzas que dejan al agorero «de mala traza y de peor talante», igual que al hidalgo y a su escudero después de topar con unos desalmados. Veamos primero el todo y luego los fragmentos. Cumplidos los treinta años de Monarquía, España es ahora mejor que antes; en algunos aspectos, mucho mejor. Nadie de buena fe y juicio sereno puede negar la evidencia. Sin embargo, el ánimo flaquea. Hay razones objetivas: no basta con invocar ese pesimismo tan nuestro que nunca se va del todo. El Gobierno se comporta como un adolescente en plena crisis: carece de proyecto vital, trabaja poco, le gusta frecuentar compañías extrañas. La oposición cumple con holgura los plazos de convalecencia, pero acecha el temor a los idus de marzo, el fantasma sombrío de una recaída. Los enemigos de la España constitucional trafican sin pudor con su mercancía averiada. La gente está nerviosa. Confía poco en nuestras virtudes cívicas. Motivos hay: sin necesidad de repasar los libros de historia, basta con recordar el trauma que supone cada cambio de gobierno en la presente experiencia democrática. Se intuyen, pero no se remedian, los defectos de un buen sistema: partidos que absorben a la sociedad civil; facciones que quiebran la solidez de los organismos neutrales; fórmulas electorales que no reparten con justicia las cuotas de poder cuando traducen los votos en escaños. Lo peor de todo: la educación amenaza ruina y tal vez ya sea tarde para remediar el despropósito. En cambio, progreso económico y equilibrio social superan con buena nota la prueba de madurez. La arquitectura institucional parece sólida. La calidad de la vida mantiene un nivel razonable. País contradictorio, en efecto. También apasionante.

El éxito se percibe como fracaso cuando entra en juego la cuestión territorial. El egoísmo insaciable del interés particular nos impide disfrutar de la convivencia. La Constitución, expresión suprema de la voluntad general, ha sido generosa. De poco ha servido, prefieren pensar los pesimistas profesionales. ¿Qué más podemos hacer? Nuevas concesiones, proponen unos. Decir basta, exigen muchos. De la necesidad, virtud. O, tal vez, de la virtud, necesidad. Al final, optamos por aguantar una y mil veces. En política, como en la vida, no queda otro remedio. Debemos trazar un límite infranqueable, creo, en torno al modelo vigente. Sin rigidez ni dogmatismo, pero con firmeza. El Estado de las autonomías ha liberado a las fuerzas centrífugas. Las oligarquías locales (en sentido empírico, no valorativo) desplazan sin remedio a la administración periférica del Estado.

Por eso reclaman ahora la Hacienda y el Poder Judicial, penúltimo reducto de la soberanía interior, antes de reclamar la defensa y la diplomacia. Nadie ha conseguido alterar el rumbo: ni la extinta LOAPA, ni aquel PSOE de los ochenta que muchos añoran, ni siquiera el PP de Aznar acusado de promover una sedicente «regresión autonómica». Hubo, sin duda, una fuerte reacción moral, que consiguió por un tiempo equilibrar las fuerzas en la batalla de las ideas. Por eso, el constitucionalismo vasco ha sido la primera víctima de la apuesta por un nuevo poder constituyente. Han acusado tantas veces de centralismo al Tribunal Constitucional, que hasta parece verdad. Lo cierto es que -con mejores o peores argumentos técnicos- la jurisprudencia del intérprete supremo ha expulsado al Estado del territorio en materias tan sensibles como el urbanismo, el patrimonio cultural o el medio ambiente. Un cuarto de siglo de gestos destemplados, discursos victimistas y construcción «nacional» coactiva nos conduce al momento en que el supuesto poder originario pretende acceder a la letra de la ley, cuyo espíritu ya había invadido. Si no es nación, sea algo parecido. Si no es soberanía, llámese autodeterminación o derechos históricos. Si no cabe en el cuerpo normativo, quizá se conformen con el preámbulo. Conviene no engañarse: cuando se toca la soberanía nacional, nos encontramos ante el Gran Salto Adelante, valga el ejemplo chino. No es la ruptura definitiva, es cierto, pero hay grietas que terminan por derribar el edificio más sólido.

Llega la hora de adivinar. «Gobierno a miles de hombres, pero debo confesar que soy gobernado por pájaros y truenos», se quejaba Julio César en la estupenda novela de Thornton Wilder. Escenario probable. Habrá Estatuto catalán, con nación camuflada, financiación abundante y notable mejora competencial. En la fase previa, amagos de ruptura, en Madrid igual que en Barcelona. Zapatero repetirá discurso sobre la España plural. El tripartito exhibirá la oferta de novedades. CIU dirá que se queda corto. El PP exprimirá las rentas políticas. El PSOE territorial negociará ventajas que justifiquen los votos. Fin de la primera parte de la legislatura. Viene después el País Vasco, asunto para trabajar con el pincel y no con la brocha gruesa. Tregua, más o menos pronto, y «paz» más bien tarde. Regateos sobre el precio. Riesgo permanente de atentados. Batasuna volverá, si es que alguna vez se ha ido. Habrá nacionalismo vasco de izquierdas, dispuesto al pacto con el PSOE confederal. Víctimas divididas. Presos cercanos; después, ya se verá. Nuevo Estatuto vasco, con cuerpo de fábrica catalana y alma de ley plurinacional. Pero hay demasiadas incógnitas. ¿Puede salir bien una operación tan compleja pilotada por gente tan poco sutil? Por ahora, no parece. ¿Ha llegado al límite el significado político de la indignación?

Espero que no. ¿Surgirán en toda España dos bloques ideológicos sin cortes transversales por razón de territorio? Puede ser una consecuencia interesante... El ser humano, decía Bertrand de Jouvenel, no goza del arte de adivinar el futuro. Pero no deja de intentarlo: forma parte del código de la especie.

Todo esto, ¿para qué? Se explica, pero no se justifica, por razones elementales de poder y por querencias de naturaleza simbólica más que ideológica. Se trata de recuperar el antifranquismo como fuente de legitimidad, para negar que el verdadero origen del Estado democrático es la Transición. Vale la Constitución como pura semántica, desprovista de sustancia política. Por eso no importa su reforma, que acaso se limita a un barniz técnico. He aquí la brújula que orienta una hoja de ruta menos errática de lo que aparenta. Si es preciso, aparecerán nuevas cortinas de humo en forma de debates morales y objeciones de conciencia. El éxito del proyecto depende también, como es natural, de la inteligencia política de su adversario. Aislado con sus diez millones, el PP se ha librado de la hipoteca del 11-M y pone velocidad de crucero, tal vez un poco precipitada.

Acierta en el enfoque, siempre que el sentido común consiga templar el ánimo de algunos amigos circunstanciales: es imprescindible evitar el peligro de que lleguen a espantar al voto moderado y reflexivo.

«Lo mejor, los españoles», dice con razón el Rey. «Lo mejor, el Rey», opinan los españoles cada vez que les preguntan. Los dos dicen la verdad. Pero conviene evitar la complacencia. Esta sociedad tiene unas cuantas deudas consigo misma: desconfía del mérito, le incomoda la excelencia, prefiere a veces una ocurrencia ingeniosa a muchas obras bien hechas... Le gusta inventar el pasado. Mira hacia el exterior con una venda en los ojos. A pesar de todo, vale la pena. Maniobras, tácticas, estrategias... de acuerdo, pero, en democracia, el pueblo es el dueño del poder y decide sin apelación sobre el futuro.