IMAGINEMOS UN PAÍS

Artículo de Víctor Pérez Díaz en “El Imparcial” del 22 de enero de 2009

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Visto lo ocurrido en España en los últimos treinta años, parece obvio que la solución a varios de sus problemas ha venido, viene, y seguirá viniendo del exterior: de la aportación de gentes venidas de fuera, o de gentes de dentro cuya mirada y una buena parte de su vida están orientadas al mundo exterior. Esto se aplica a la economía, la política y la cultura. De hecho, en algunas cuestiones, o la solución viene del exterior, o simplemente no llega nunca. Por esto, creo que conviene ver a las olas de inmigrantes de la última década con optimismo, como una clave de la puesta a punto de España, y de su futuro.

Pero, por supuesto, España no es excepcional; y esa perspectiva se puede aplicar, en general, a un tipo de situación histórica que es bastante frecuente. Imaginemos, por ejemplo, un país propenso a la fragmentación, cuyas divisiones son exacerbadas, día sí y día también, por los muchos ruidos partidistas y sectarios de su esfera pública, sin que las elites del país lo remedien, porque bastantes de ellas centran casi toda su energía en el enriquecimiento, el uso del poder o el medro cortesano.

Imaginemos que, por su parte, la sociedad anda un poco desorientada. Trabaja mucho y con ánimo, pero innova poco y no acaba de cuidar la calidad de las cosas, y por eso, quizá, exporta poco. Esa sociedad tiene una red familiar robusta, pero se dice a sí misma que quizá sólo sea “todavía” robusta, como interrogándose, porque le parece que los lazos sociales se van desdibujando ; y tiene pocos hijos, tal vez porque no tiene demasiada ilusión por el futuro. Y su juventud no ambiciona mucho, ni está dispuesta a moverse de lugar, por ejemplo, para encontrar un trabajo mejor.

Esta desorientación tal vez se contagia a otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, al de la comunicación verbal, y escrita. Muchos son los que, en esa sociedad, comunican con poco orden y concierto, y no construyen sus frases con la sencillez que gustaba tanto a Josep Plá, aquélla del “sujeto, verbo y predicado”; sino que usan una sintaxis surrealista, por la que pueden empezar, supongamos (y es mucho suponer), con un sujeto, pero en seguida se liberan del yugo de la lógica, y se lanzan a una frase derivada y otra derivada y otra derivada, y aquí intercalan unos recuerdos, y allí introducen un “a propósito de”, y todo ello se sirve trufado de concordancias dudosas, de condicionados sin condicionantes, y de consecuentes sin antecedentes. En fin, con un poco de desorden en la expresión.

Claro es que sin comunicación es difícil vivir en una comunidad, y hacer una comunidad. Así que es lógico que sigamos imaginando el país en cuestión como uno en el que la implicación de la gentes en el debatir y el manejar de las cosas comunes tampoco es muy intensa. Y así ocurre que se discute poco, y lo que se discute adolece de un grado de reflexión modesto, que se intenta suplir con la vehemencia, la cual, a su vez, resulta un poco impostada y falsa, porque quien la exhibe sabe, en el fondo, que no tiene buenas razones que la justifiquen. De modo que lo que hace con su vehemencia es, simplemente, disimular su inseguridad.

Que en estas condiciones muchas gentes se impliquen poco en los asuntos comunes y tiendan a delegar su responsabilidad en los políticos es comprensible; también que, a la vista de lo que éstos hacen, se queden con un resquemor y, a la postre, les vean con una desconfianza y una ambivalencia que pueden llegar a ser injustas, porque, en definitiva, los defectos de los unos son como un espejo de los de los otros. Y así sucede, por ejemplo, que si el grado de interés e implicación de los ciudadanos en la política no es muy alto, su grado de asociacionismo tampoco lo es, ni crece mucho con el tiempo.

Con todo ello, no es de extrañar que el patriotismo de esa sociedad, que es cierto y genuino, se exprese con frecuencia de modo confuso y tibio, tal vez porque bastantes gentes no aciertan a contarse una historia coherente del país del que forman parte. Razón, en parte, por la que no acaban de seguir de cerca los acontecimientos del mundo, que ahora algunos llaman, con un toque que pretende ser irónico, “el mundo mundial”, como para sugerir que es “otro mundo”; de modo que su ironía disimula su íntima sospecha de que no pertenecen a él. Lo cierto es que bastantes políticos y ciudadanos siguen tales acontecimientos con descuido, y tal vez a ello se deba que los temas de política exterior les queden a trasmano.

Pues bien, si imaginamos un país así, con dinamismo, con una buena historia reciente de crecimiento económico y de transición democrática, con dosis robustas de buen sentido y de buenos sentimientos, pero con esos límites y esas proclividades, podemos preguntarnos: ¿es que no le puede convenir a un país así un aluvión de gentes capaces de moverse desde muy lejos, de comenzar todo de nuevo, de vivir en alerta, al máximo, para dar de sí todo lo que puedan dar sus fuerzas? ¿Gentes que han dicho “sí” a un largo viaje, a unas tierras desconocidas, a gentes distintas; “sí” a su propia capacidad de encontrar y de forjar la oportunidad de un trabajo que sea duro y largo y flexible, y no basado en favores ni en títulos previos ni en gracias concedidas; y “sí” a lo que se puede conseguir con la ayuda de lo más cercano? ¿Gentes que lleguen a su nuevo país con la ilusión de pertenecer a él?

Claro es que le conviene, y mucho, a ese país imaginario, que al fin y al cabo podría ser el nuestro, recibir inmigrantes de ese tipo.