TRAS EL DESPLOME

 

 Artículo de Xavier Pericay en “ABC” del 02.01.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

TODA negociación entre dos partes supone un reconocimiento mutuo, una equiparación. De ahí, sin duda, que las negociaciones acostumbren a producirse entre iguales. Cuando no es éste el caso, cuando se da entre las partes un desequilibrio manifiesto, el primer efecto de una negociación es nivelar lo que, con anterioridad, no estaba en modo alguno nivelado. Y si encima resulta que estas partes son, respectivamente, el Gobierno de un Estado y una organización terrorista con miles de víctimas en su haber, entonces la nivelación se vuelve repulsiva, intolerable. ¿Cómo puede, en efecto, un Gobierno democrático -o quien este Gobierno designe- sentarse a la misma mesa que una banda de criminales? ¿Cómo puede compartir mantel con ella, ponerse a su altura, reconocerle la condición de interlocutora? ¿Basta, quizá, con que el fin perseguido sea un fin tan noble como la paz?

No, ciertamente. El fin importa, claro; pero no basta. O no debería bastar. Importan también, y mucho, los términos de la negociación, lo que el Gobierno parece dispuesto a ceder a cambio: no es lo mismo negociar medidas de gracia que la autodeterminación o la anexión de una comunidad autónoma a otra. E importa la habilidad, o la falta de habilidad, del propio Ejecutivo para llevar a cabo su iniciativa negociadora. Aun así, lo verdaderamente crucial para que un trato de esta naturaleza no pueda ser percibido como algo repulsivo e intolerable es que el Gobierno cuente con un apoyo parlamentario amplísimo. En otras palabras: que cuente con el apoyo del principal partido de la oposición. Y no sólo por una cuestión numérica. También porque, a los ojos de la inmensa mayoría de los ciudadanos, ésta es la única garantía de que, sea cual sea el desenlace de su iniciativa, los representantes, presentes y futuros, del Estado de derecho van a mantener la imprescindible unidad de acción frente al terrorismo. Eso es, que el Estado, ocurra lo que ocurra, va a permanecer derecho.

Por eso, cuando el pasado sábado ETA hizo estallar el coche bomba en uno de los aparcamientos de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas no sólo cogió al presidente y a todo su Gobierno completamente desprevenidos; los cogió además sin colchón parlamentario suficiente. Es decir, sin credibilidad. O, como mínimo, con una credibilidad muy menguada en comparación con la que tuvieron en su momento los gobiernos de Felipe González y de José María Aznar cuando la banda terrorista decidió romper las dos únicas treguas decretadas anteriormente. Cierto: no es lo mismo el efecto de un atentado que el de un comunicado, incluso si éste tiene por objeto anunciar nuevos atentados. Pero en abril de 1989 y en noviembre de 1999 los comunicados de la banda sólo dejaron la certeza de que el esfuerzo negociador había sido vano y de que los terroristas, fatalmente, volverían a matar. No como ahora, en que a la certeza anterior se une la sensación de que el desplome, además de afectar al aparcamiento, ha afectado al bloque constitucional. Y lo que es peor: la sensación de que el principal responsable de la negociación con ETA, o sea, el presidente del Gobierno, no parece haber aprendido la lección.

En efecto, a primera vista, no parece que José Luis Rodríguez Zapatero esté por la labor de recoger los escombros y recomponer el bloque. De sus palabras en la comparecencia del pasado sábado se deduce más bien que va a intentar comportarse como ya viene siendo habitual en él: empecinado en demostrar que todo es posible, incluso lo imposible. Que basta con que uno se lo proponga. Así actuó cuando el proceso de reforma del Estatuto catalán, y así nos fue y nos está yendo. Pero ahora la cosa tiene otros tintes. Porque ahora ya no se trata de jugar a tres bandas, prometiendo el oro y el moro y saliendo luego por la tangente. Ahora hay que doblegar a la bestia. Y a la bestia no se la doblega con el diálogo. Si alguna enseñanza sacamos los españoles de las dos treguas anteriores fue ésta, precisamente: que sólo la acción policial y la judicial, bien combinadas, podían algún día reducir a la fiera. Y que para ello era indispensable que el Gobierno contara en todo momento con el apoyo del principal partido de la oposición.

Es verdad que el presidente declaró en su comparecencia sabatina que había ordenado «suspender todas las iniciativas para desarrollar el diálogo». Pero una suspensión no es una ruptura; es una simple dilación, una forma de ganar tiempo. Una suspensión no entraña una voluntad de desandar lo andado, de resucitar los grandes acuerdos de comienzos de siglo que permitieron combatir con la máxima eficacia -al menos, con la máxima eficacia conocida hasta la fecha- el terror etarra. No, aunque de momento las circunstancias le hayan obligado a echar el freno, no parece que Rodríguez Zapatero vaya a hacer también marcha atrás y a reconstruir el consenso esencial con la oposición. Todo indica que el «Pacto por las libertades y contra el terrorismo» va a seguir durmiendo el sueño de los justos. Y que Batasuna y su submundo seguirán allí, tan campantes, ofreciéndose al Gobierno para cuanto sea preciso. Como si nada hubiera ocurrido. O como si lo ocurrido entrara ya dentro de una inevitable normalidad.

Suponiendo que permanezca fiel a su palabra y no adelante las elecciones generales, al presidente del Gobierno le queda un año para intentar el milagro. Me refiero al milagro de su reelección. Porque, tal como están las cosas en este momento y vista su actitud, su horizonte político se adivina lleno de nublados. Bien es cierto que si, en vez de mantenerse en sus trece, optara por recomponer el bloque con el Partido Popular, tampoco evitaría el desgaste de tener que admitir públicamente que la estrategia seguida hasta la fecha ha constituido un gran error. Aunque, eso sí, podría tratar de mitigarlo con un ejercicio de responsabilidad que muchos españoles, sin duda, sabrían apreciar.

Pero, insisto, no parece que ésta vaya a ser su actitud. Por desgracia. Y es que el año que ayer empezó, con cita electoral de por medio, no invita al sosiego, que digamos. Y más teniendo en cuenta que esta cita de mayo incluye unas municipales que pasan, como es lógico, por el País Vasco. Y por la posibilidad de que una Batasuna legal o ilegal termine presentándose. Y, si no Batasuna, sí un partido de ocasión, de esos de usar y tirar, como el Partido Comunista de las Tierras Vascas. Afrontar un panorama así como un boxeador sonado -eso es, con la guardia baja y la mirada turbia-, que es como lo va a afrontar el presidente del Gobierno si nada lo remedia, equivale a jugar con fuego. O, lo que es lo mismo, a poner el propio destino político en manos de ETA.