¿HAY NACIONALISTAS MODERADOS?

Artículo de Clemente Polo

del 6 diciembre 2007

Un mito ampliamente extendido entre los políticos del PSOE y PP –dos partidos que un día fueron pero han dejado de ser hace tiempo verdaderas organizaciones de ámbito nacional en España- es que, como en todos los rebaños, también entre los nacionalistas se pueden encontrar ovejas de todos los talantes, hasta incluso una subespecie de nacionalistas moderados y razonables, siempre prestos a compartir un confortable sofá para posibilitar la gobernabilidad de España. ¿Estamos ante una creencia genuina o ante una coartada interesada de políticos aviesos? Nunca, me temo, conoceremos lo que en realidad piensa el Sr. Rodríguez Zapatero al respecto, como tampoco lo que en su día pasó por la cabeza de sus antecesores en el cargo, los Sres. Aznar y González. Pero, lo que sí podemos afirmar hoy es que la creencia carece de cualquier fundamento.

Hasta hace algunos años, todavía resultaba posible trasladar a los ciudadanos españoles la noción de que había algunos políticos nacionalistas moderados –los Sres. Ardanza, Atutxa e incluso el pasional Sr. Arzallus en el País Vasco, y los Sres.  Roca, Durán i Lleida y hasta el mismo Pujol en Cataluña- con los que se podía gobernar en coalición en su CCAA, como de hecho ocurrió en el País Vasco durante una década nefasta, o, cuando menos, llegar a acuerdos con ellos en el Congreso  para sacar adelante la investidura del Presidente del Gobierno o aprobar de los Presupuestos Generales del Estado.

Había, sin embargo, un dato preocupante cuyo alcance, no sé si por inconsciencia o interés, se minimizaba por ambas partes: la negativa de los partidos nacionalistas moderados, CiU y PNV, a participar en el Gobierno de España junto al PSOE o PP. Estos partidos siempre procuraron quitar hierro al asunto, interpretando la negativa nacionalista como una mera posición táctica carente de importancia, que permitía al partido mayoritario formar un Gobierno homogéneo y evitar las desavenencias y conflictos que a buen seguro se habrían producido y saltado a la opinión pública en el seno de un gobierno de coalición. El reparto de esferas de influencia también resultaba muy conveniente a los nacionalistas, interesados sobre todo en aparecer ante sus votantes como los únicos defensores de los intereses del “país” frente a los partidos sucursalistas y en responsabilizar al maléfico Gobierno de Madrid de todas las deficiencias y cuitas de su Comunidad.

El velo tejido para difuminar y ocultar a los ciudadanos la gravedad del conflicto que enfrenta a los nacionalistas catalanes y vascos con España ha caído con inusitado estrépito durante la presente legislatura. Los nacionalistas, muy crecidos tras más de dos décadas de control institucional absoluto en las CCAA de Cataluña y El País Vasco y la ampliación de competencias y recursos  arrancados a los sucesivos gobiernos del PSOE y PP desde 1993, se han atrevido, por fin, a desvelar su verdadero objetivo que no es, como se intentaba hacer creer a la opinión pública española hasta hace poco, expandir las competencias cedidas a su Comunidad, sino sencillamente acabar con la Constitución de 1978 y crear dos estados independientes en El País Vasco y Cataluña.

Más allá de las opiniones personales expresadas por líderes nacionalistas, casi siempre condicionadas por las circunstancias ambientales y las presiones electorales, la presente legislatura nos ha regalado dos iniciativas legislativas que han despejado cualquier duda que se pudiera albergar acerca del objetivo último de los partidos nacionalistas catalanes y vascos. La primera en presentarse fue el Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, aprobado en el Parlamento vasco el 30 de diciembre de 2004 con 39 votos favorables y 36 en contra, merced al apoyo prestado a los partidos nacionalistas (PNV y EA), por los 3 diputados de Ezker Batua y 3 de los 6 diputados de Sozialista Abertzaleak, el partido pantalla de la ilegalizada Batasuna en ese momento.

El llamado Plan Ibarretxe que comenzaba declarando que “los territorios vascos … en el ejercicio del derecho a decidir libre y democráticamente … se constituyen en una Comunidad vasca libremente asociada al Estado español”, sufrió un severo varapalo en el Congreso al oponerse 313 diputados a tramitarlo el 1 de febrero de 2005. A efectos de contestar la pregunta que encabeza este artículo, conviene recordar que los 29 diputados nacionalistas presentes en el Congreso lo apoyaron sin fisuras, sumando los nacionalistas catalanes (CiU y ERC) y gallegos (BNG) sus votos a los de los diputados del PNV, EA y Nafarroa Bai.

Por cierto, ¿adivinan a qué nacionalista moderado catalán le cupo el honor de defender la aceptación a trámite del Plan Ibarretxe desde la tribuna del Congreso? Pues al Sr. Durán i Lleida, el ponderado líder de Unió Democrática de Catalunya, quién tras preguntarse “por qué quieren más algunas Comunidades”, se respondía a sí mismo, “no es que se quiera más, es que se necesita más.” Lo que no aclaró el Sr. Durán es para qué se necesita más. ¿Para desviar aún más dinero de los contribuyentes a su partido, o para restringir la competencia en los concursos públicos, impidiendo a los españoles que no están en posesión del título de conocimiento del catalán exigido poder participar en ellos?

 A este brillante ramillete nacionalista representativo de todas las variedades ideológicas, no llegó a sumarse el Sr. Llamazares, Coordinador de Izquierda Unida (IU-ICV) que justificó su voto en contra del Estatuto vasco argumentando que el proyecto no estaba maduro. A la evidente falta de consenso dentro del País Vasco, el Sr. Llamazares sumaba la unilateralidad con la que había sido elaborado, incompatible con su idea de que hoy día más que hablar de soberanía hay que hablar de soberanías compartidas. En fin, una incongruencia más de la coalición que rechazaba en Madrid lo que Ezquer Batua había avalado con sus votos en el Parlamento de Vitoria.

La segunda iniciativa legislativa, el Proyecto de Estatut para Cataluña, fue aprobado en el Parlament catalán, tras dos años de interminables debates y disputas a cuatro bandas, el 30 de septiembre de 2005, con el voto favorable del 88,9 por ciento de los parlamentarios autonómicos del PSC, CiU, ERC e ICV-EUiA. Los 15 parlamentarios del PP fueron los únicos con el coraje suficiente para rechazar un proyecto que, aunque no iba tan lejos como el vasco, colmaba casi todas las aspiraciones de los independentistas más exigentes de ERC y CiU en materia de competencias, blindajes de las mismas y autonomía financiera. No tengo ninguna duda de que a los nacionalistas catalanes les hubiera gustado incluir una declaración más rotunda -“los territorios catalanes … se constituyen en Comunidad catalana libremente asociada con el Estado español”-, en la línea marcada por el Estatuto vasco, si bien visto lo mal parado que había salido el Plan Ibarretxe optaron por una redacción que decía más o menos lo mismo pero de forma oblicua: “El presente Estatuto define las instituciones de la nación catalana y sus relaciones con los pueblos de España en un marco de libre solidaridad … compatible con el desarrollo de un estado plurinacional.”

A diferencia del vasco, el texto catalán fue aceptado en el Congreso y enmendado en algunos aspectos importantes durante su tramitación como proyecto de ley en la Comisión Constitucional. Finalmente, fue aprobado en el Congreso el 30 de marzo de 2006 por una exigua mayoría de 189 diputados que representaban el 54 por ciento de la cámara. A los votos favorables del PSOE se sumaron los de los representantes de CiU, PNV, IU-ICV, Coalición Canaria y BNG. El texto fue sometido a referéndum en Cataluña el 18 de junio de 2006 y recibió el refrendo del 74 por ciento de los votantes, si bien ni siquiera uno de cada dos ciudadanos se tomó la molestia de acudir a las urnas para mostrar su apoyo al nuevo Estatuto de Cataluña.

Aunque la suerte que corrieron ambos proyectos fue pues muy diferente, similares han sido las consecuencias del rechazo del Estatuto vasco y de la aprobación del nuevo Estatuto catalán, registrándose en ambas Comunidades una elevación de la tensión entre el Gobierno autonómico y el Gobierno Central. En respuesta al rechazo de su iniciativa en el Congreso, el Sr. Ibarretxe ha amenazado acon convocar un referéndum, inconstitucional, el próximo 25 de octubre para que “los vascos y las vascas” expresen “libremente” su voluntad de crear la Comunidad vasca, no sabemos ya si libremente asociada o no al Estado español.

En Cataluña, el grado de confrontación no ha alcanzado la misma intensidad que en El País Vasco. De momento, sólo ERC ha expresado su voluntad de emular al Sr. Ibarretxe y apuntado a 2012 como año propicio para realizar una consulta similar en Cataluña. La iniciativa conjunta más importante adoptada desde la aprobación del Estatuto fue la manifestación del pasado 2 de diciembre, convocada por los partidos nacionalistas e ICV-EUiA, para reclamar el  derecho unilateral a decidir y exigir la independencia. Allí estaban los principales lideres nacionalistas: los Honorables Presidentes de la Generalitat Jordi Pujol y Pasqual Maragall y los lideres de CiU, los Sres. Mas y Durán i LLeida, los líderes de ERC, los Sres. Carod-Rovira y Puigcercós y los líderes de ICV-EUiA, el Sr. Saura y la Sra. Mayol.

¿Cuál es la posición de los nacionalistas moderados de CiU?  Continuar con su estrategia de desgaste gradual de las instituciones del Estado. Como expliqué en un artículo hace algún tiempo (Pacto en la Moncloa publicado en Temas para el Debate en mayo de 2006), apenas unos días después de aprobarse el nuevo Estatuto, los portavoces nacionalistas más cualificados, con el Sr. Mas y el Honorable Sr. Pujol a la cabeza, se apresuraron a aclarar que el Estatuto recién aprobado tendría una corta vida y reiteraron su apoyo al proyecto de Estatut aprobado en el Parlament, pero rechazado en el Congreso por su manifiesta inconstitucionalidad. Que nadie tenga ninguna duda al respecto: en cuanto las circunstancias resulten propicias y sus votos decisivos para sacar adelante la investidura del nuevo Presidente de Gobierno o los próximos Presupuestos Generales del Estado, allí encontraremos a los nacionalistas catalanes exigiendo más competencias y transferencias. Conviene pues no olvidar que si bien las estrategias seguidas son diferentes, el gradualismo convergente y el radicalismo del plan Ibarretxe persiguen exactamente el mismo objetivo: la independencia.

Esta es la cruda realidad. A los nacionalistas, radicales o moderados, no les basta con que el Estado transfiera más competencias, construya más infraestructuras en su Comunidad, publique las balanzas fiscales o haga la vista gorda cuando conculcan con sus políticas excluyentes las libertades y los derechos constitucionales de millones de españoles. Ninguna de esas políticas conciliatorias bastará para colmar un ápice sus ansias de poder o mitigar su cultivada aversión hacia todo lo español y hacia quiénes nos sentimos españoles por la simple razón de haber nacido y vivido en España, uno de los estados más antiguos de Europa.

España en las últimas décadas no se está modernizando ni haciéndose más plural, como a veces se nos intenta explicar con más talante que razones, sino todo lo contrario: la España de las autonomías se parece cada vez más a la España del siglo XV y XVI, donde los territorios eran propiedad de reyes, nobles y eclesiásticos y los derechos históricos de cada casta primaban sobre los casi inexistentes derechos de sus súbditos. España no se rompe porque las instituciones no son jarrones de cristal, pero cuando éstas se deshilachan y compartimentan sin otro propósito que contentar a los jefecillos de cada tribu, la idea de conjunto se desvanece, la sociedad se segmenta en facciones recelosas unas de otras, las leyes estatales se violan con toda impunidad, las políticas generales pierden eficacia, el clientelismo local propicia el derroche de recursos, los conflictos territoriales se multiplican y la vida política se judicializa hasta límites insoportables. En nombre de la pluralidad, sólo nos ha quedado ya por ver en esta legislatura la reinstauración de las oficinas de aduanas en los puertos secos de cada Comunidad y la creación de ejércitos autónomos, dos ideas que, por cierto, ya empiezan a calar en el corazón agraviado de algunos nacionalistas incómodos por la creciente presencia de inmigrantes.

Ningún ciudadano español puede ya conceder que hay nacionalistas moderados con los que se puede gobernar en sus CCAA o alcanzar pactos en el Congreso a cambio de seguir vaciando el Estado de competencias y recursos. Los dos proyectos de Estatuto presentados durante esta legislatura han desmontado, espero que para siempre, el mito hábilmente tejido por la calculada ambigüedad de los políticos nacionalistas desde el advenimiento de la democracia. Y, sin embargo, tengo la completa certeza de que en aras a alcanzar y retener el Gobierno de España, los dirigentes políticos del PSOE y PP volverán a sentarse con los líderes de los partidos nacionalistas y aceptarán parcialmente sus nuevas exigencias tras las elecciones del 9 de marzo.

Están en su derecho, pero ha llegado el momento de que los ciudadanos les neguemos nuestros votos. En las próximas elecciones ningún ciudadano debe votar a un partido que esté gobernando en coalición con partidos nacionalistas, moderados o radicales, da igual, cuyos líderes han manifestado abierta y repetidamente en público su voluntad de alcanzar la independencia. En particular, ningún ciudadano debiera votar al PSC en Cataluña o a EB en El País Vasco. Ni tampoco apoyar con su voto al PSOE o al PP en ninguna circunscripción, si estos partidos no manifiestan antes de los comicios su renuncia a pactar con partidos nacionalistas tras las elecciones. CiU ya ha manifestado que no pactará con el PP. ¿A qué espera el PP para hacer lo mismo? No hagamos más el ridículo prestando nuestros votos a partidos que vacían el Estado de competencias, al tiempo que fortalecen a los partidos nacionalistas cuyos líderes han hecho grandes fortunas personales y familiares desde el advenimiento de la democracia, amén de un uso fraudulento de los recursos públicos para desviar fondos a la tesorería de sus partidos, controlar los medios públicos de comunicación en su Comunidad, cultivar una casta de funcionarios sumisos y subvencionar a “asociaciones cívicas” prestas a movilizarse en favor del derecho a decidir a golpe de trompeta.