DE CAPITÁN ROJILLO A PONTÍFICE NACIONALISTA

 Artículo de Clemente Polo en la web de “Regeneración Democrática” del 3 septiembre 2008.

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

En el pasado mes de agosto se han clarificado las dudas que algunos ciudadanos progresistas todavía podían albergar sobre el sustrato ideológico del “socialismo” catalán, encarnado en el Partit del Socialistes de Catalunya (PSC), y, en particular, sobre la posición personal de su actual secretario general, José Montilla, a la sazón President de la Generalitat de Cataluña. De pie, aupado a un atril en donde se podía leer “La Catalunya que sap on va” (“La Cataluña que sabe donde va”), enfundado en hábito negro delante un austero muro de piedra, el otrora alcalde de Cornellá, desgranaba un discurso que ratifica la plena asunción por parte del PSC de los principios del credo nacionalista y la disposición del propio Montilla a ocupar su puesto dentro de la saga de pontífices nacionalistas que han gobernado Cataluña desde 1978:

“Si estamos unidos [los partidos catalanes], podemos. Necesitaremos muchas dosis de prudencia, discreción, unidad, ambición, determinación y un punto de audacia. Nuestra ambición no es desmesura, y si tenemos la tenacidad de Terradellas, la convicción de Pujol, la visión de Maragall, podremos.” (El País, 29 agosto 2008)

Como ponen de manifiesto estas palabras, el PSC, con su secretario general a la cabeza, está intentando asumir el liderazgo del nacionalismo catalán desde el Gobierno de la Generalitat, anteponiendo en su empeño los intereses particulares de su Comunidad a los intereses generales del Estado. Como ocurría en el Antiguo Régimen con la nobleza, los actuales dirigentes “socialistas” catalanes contemplan y denuncian como una intromisión intolerable cualquier iniciativa general del Estado, por mínima que ésta sea; requieren la desmembración de cualquier servicio o función del Estado y hasta de las empresas públicas, sin importarles un ápice si ello mejora o no la eficiencia del servicio; y, en fin, demandan entablar a estos efectos negociaciones bilaterales con el Gobierno de España, como si Cataluña, en lugar de una Comunidad Autónoma, fuera un estado independiente. Y cuando el Gobierno español se atreve en contadas ocasiones a establecer alguna normativa común, la respuesta es la misma: incumplen la ley y amenazan con la desafección de Cataluña, una entidad que como las antiguas deidades piensa y quiere y de la que, al parecer, ellos se han convertido en sus oráculos.

No estamos hablando, por hablar. La reacción de los partidos catalanes ante el Real Decreto (1513/2006 de 7 de diciembre) de enseñanzas mínimas que requería aumentar de 2 a 3 horas el tiempo dedicado a la enseñanza de Lengua y Literatura castellanas en la enseñanza primaria en Cataluña (véase mi artículo “Montilla incumple la ley”), prueba que hasta iniciativas tan inocuas como ésta, son inmediatamente tachadas por los partidos catalanes de intromisiones intolerables en las competencias propias de Cataluña. Lo que es peor, el propio Sr. Montilla ha firmado dos decretos consecutivos, llamados moratorias, para que las escuelas puedan incumplir el Real Decreto con total impunidad y ha declarado en el propio Parlament que el Real Decreto no entrará en vigor en Cataluña. Ante la pasividad de la Ministra de Educación y Ciencia y del Gobierno, me pregunto: ¿para qué se molesta el Gobierno del Sr. Rodríguez Zapatero y sus señorías en redactar y aprobar reales decretos que se incumplen sin que aquí pase nada?

En cuanto a desmembración de los servicios y funciones del Estado y de las empresas públicas, cabe destacar por su importancia la pretensión de la Generalitat de cerrar el sistema judicial en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la exigencia de recaudar todos los impuestos por una agencia tributaria catalana o las reiteradas demandas de que se traspase la gestión del servicio de cercanías de RENFE o la gestión del aeropuerto del Prat a las administraciones catalanas. Todas estas demandas tienen dos objetivos que se refuerzan mutuamente: aumentar, desde luego, los recursos controlados por la Generalitat y, al mismo tiempo, debilitar a la Administración Central del Estado. No tengo noticia de ningún experto en leyes o hacendista de renombre al que se le haya ocurrido, por ejemplo, proponer la eliminación del Tribunal Supremo o la desmembración de la oficina federal de impuestos (Internal Revenue Service) de los Estados Unidos. Tampoco conozco a ningún reconocido experto en transporte que haya demandado, por ejemplo, que los servicios ferroviarios locales o regionales se segreguen en Alemania de la operadora nacional (Bahn). Si de mejorar la eficacia de estos servicios se tratara, hay una infinidad de medidas que se podrían adoptar para mejorar su funcionamiento, pero dudo que ninguna de ellas fuera en la línea de las demandas de los políticos catalanes. No tengo ninguna duda, sin embargo, de que bastantes hermanos, primos, sobrinos y amigos de los dirigentes políticos catalanes (maragalles, carodes-roviras, montillas, nadales, etc.) encontrarían buenos empleos si el control de estos servicios se traspasara a la Generalitat.

La reforma de la financiación autonómica, un asunto que ha tensado las relaciones entre el PSC y el PSOE este verano, permite ilustrar la concepción arcaica del Estado que domina a los dirigentes políticos catalanes. Su posición se resume fácilmente: según el Estatuto en vigor desde el 9 de agosto de 2006 el Gobierno español está en la obligación de negociar bilateralmente con la Generalitat un acuerdo sobre financiación en el plazo de dos años; y, como se ha sobrepasado el plazo sin alcanzarse a un acuerdo, la Generalitat concluye que el Gobierno español está incumpliendo una ley. Por una vez, Solbes, Ministro de Economía y Hacienda del Gobierno español, ha puesto algo más que la cartera de pagano sobre la mesa y parece dispuesto a presentar resistencia a Castells&Cia. Al Ministro le ha bastado con recordarles que él ya presentó antes del 9 de agosto una propuesta de financiación, calificada como una “afrenta a Cataluña” por algunos partidos políticos, que la Generalitat rechazó de plano. El problema de fondo radica en que el Sr. Montilla sigue emperrado en que Cataluña, una Comunidad histórica y singular, debe negociar su financiación con el gobierno español al margen del resto de CCAA. Nadie pone en duda de las peculiaridades de Cataluña, la mayoría de ellas más anecdóticas que sustantivas en relación al tema que nos ocupa, pero ello no es óbice para reconocer que el pilar de un estado moderno y democrático son los ciudadanos, sujetos de derechos y deberes, no los territorios y los derechos históricos asociados a ellos. Por ello, el Gobierno español tiene la obligación de negociar la financiación autonómica multilateralmente con el conjunto de CCAA para asegurarse de que el resultado final responde a los intereses generales. Que subsistan en pleno siglo XXI dos comunidades, El País Vasco y Navarra, con conciertos anacrónicos, debería llevar al gobierno catalán no a intentar emularlas, sino a exigir la eliminación progresiva de los injustos privilegios de que éstas gozan. Por cierto, que, en contra de lo que a veces se argumenta, la negociación multilateral resulta perfectamente compatible con el establecimiento de un nuevo sistema de financiación más justo, si éste es el problema del actual sistema, y deja abierta a las CCAA la posibilidad de imponer recargos autonómicos a los tributos estatales o incluso establecer nuevos tributos autonómicos destinados a financiar infraestructuras regionales, aumentar los salarios de los empleados de la administración autonómica o, si se considera conveniente, financiar “embajadas” en otros países o promover selecciones deportivas, como hace la Generalitat de Cataluña.

En este contexto de confrontación abierta con el gobierno español sobre la financiación autonómica hay que situar las palabras del discurso del Sr. Montilla, transustanciado por obra y gracia del espíritu (¿santo?) de Terradellas, Pujol y Maragall en el nuevo pontífice del nacionalismo catalán. El Sr. Solbes ha hecho bien en resistirse a firmar un acuerdo bilateral con los políticos catalanes, porque sentaría un precedente cuya extensión a otros ámbitos resultaría nefasta. Y hay que aplaudir su entereza al recordar al gobierno catalán que si no se alcanza un acuerdo, el Gobierno español, surgido de unas elecciones legislativas generales, impondrá su criterio. A la vista de esta firme reacción del vicepresidente, pienso que no andaba tan errado, cuando hace unos meses (véase, mi artículo “Luces, sombras y esperanzas”) señalaba esperanzado ciertos atisbos de cambio en la actitud del Gobierno tanto en materia terrorista como en relación a Cataluña. El Sr. Rodríguez Zapatero puede ser un optimista antropológico, pero no tan insensato como para no sacar conclusiones de las dos amargas experiencias vividas en la pasada legislatura: el fracaso de la negociación con ETA y la actitud de los partidos catalanes, liderados por el PSC, que le sirvieron frío un proyecto de Estatut, inconstitucional, sin duda, pero sobre todo desleal con el Gobierno de España. La misma deslealtad, por cierto, que denunciara con amargura tantas veces Manuel Azaña al analizar el comportamiento de la Generalitat en la República y la guerra civil.

¿Qué postura debería adoptar el PP en las actuales circunstancias? No tengo ninguna duda: apoyar con decisión al Gobierno español. ZP puede ser un pirómano, como Rajoy lo ha calificado, pero cuando el monte arde, el único comportamiento admisible en un hombre de estado es ayudar el hombro para extinguir el fuego, incluso si ello atenúa el desgaste del gobierno. Ya llegará el momento apropiado de determinar y exigir responsabilidades por lo ocurrido. Por ello, alguien debería llamar al orden a la Sra. Sánchez Camacho, nueva Presidenta del PP en Cataluña, cuyas declaraciones en apoyo del aquelarre nacionalista contra el gobierno a cuenta de la financiación no han podido ser más desafortunadas. PSOE y PP debieran actuar en ésta y otras materias como partidos nacionales, y sumar fuerzas, para no acabar siendo rehenes de sus propios barones o, lo que pudiera ser todavía peor, de los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos que representan a una exigua minoría del electorado español. En cuanto al PSC, un partido nacionalista más, ojalá que se decidiera de una vez a formar grupo parlamentario propio en el Congreso, porque tal vez entonces el PSOE se decidiera a extender su organización a Cataluña, liberándose de las hipotecas que le endosan Montilla, Iceta, Castells, Zaragoza y Cia. Sería todo un acontecimiento ver a todos estos capitanes responsabilizarse de una campaña electoral y observar la respuesta de su electorado en el Palau Sant Jordi en ausencia de algunos primos –nunca mejor dicho- españoles, como Felipe González y Rodríguez Zapatero.