EL PROBLEMA CATALÁN

 

 Artículo de Miquel Porta Perales en “ABC” del 10.11.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

En Cataluña, la historia no se repite. En Cataluña, la historia empeora. Regresemos al pasado para, después, volver al presente y sacar las conclusiones oportunas. Detengámonos en el mes de mayo de 1932. En las Cortes de la II República se discute el Estatuto de Cataluña. José Ortega y Gasset y Manuel Azaña toman la palabra. Entre una y otra intervención se perciben coincidencias: el problema catalán existe, los catalanes siempre se enfrentan con alguien, el particularismo catalanista es un sentimiento que impulsa a una comunidad a vivir al margen, hay muchos catalanes que -aunque no se atrevan a decirlo en público- quieren vivir con España, se debe calmar la deriva soberanista del nacionalismo catalán, cualquier propuesta debe mantenerse dentro de los límites de la Constitución, la solución reside en la autonomía de Cataluña, los recursos del Estado que lleguen a Cataluña no pueden ir en detrimento de los que correspondan a las otras regiones españolas. ¿Cuál es la diferencia entre ambas intervenciones? José Ortega y Gasset afirma que no se «puede curar lo incurable» y que el problema catalán «sólo se puede conllevar». Manuel Azaña cree que la República conseguirá la unión esencial de todos los españoles al «conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República». Por eso y para eso -concluye Manuel Azaña- «se votan los regímenes autónomos en España, primero para fomento, desarrollo y prosperidad de los recursos morales y materiales de la región, y segundo, por consecuencia de lo anterior, para fomento, prosperidad y auge de toda España». Y «todas las dudas, todas las preocupaciones relativas a la dispersión de la unidad española no están siquiera sometidas a discusión». El pesimista José Ortega y Gasset frente el optimista Manuel Azaña. Con el tiempo, el primero se mantendrá en el pesimismo mientras el segundo abandonará el optimismo como muestra La velada de Benicarló (1939): «Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en extremar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho».

Las intervenciones parlamentarias de José Ortega y Gasset y Manuel Azaña, así como el fragmento transcrito de La velada de Benicarló, se inscriben -afortunadamente- en un contexto muy distinto al actual. Otro tiempo, sin duda. Pero no es menos cierto que existe una evidente semejanza entre el ayer y el hoy. Les propongo un ejercicio de política ficción, pero menos: ¿qué escribiría hoy Manuel Azaña sobre -la expresión es suya- «el problema catalán»? Por de pronto, tomaría nota de lo leído y oído a diversos políticos, juristas, articulistas y directivos de equipos de fútbol catalanes con mando en plaza: «Hay que plantar cara al Estado», «construyamos una nación soberana»; «la gran oportunidad se está abriendo y durante este siglo Cataluña será libre»; «hay que ir avanzando hacia mayores cotas de libertad nacional»; «la Constitución se ha de adaptar a Cataluña y no al revés»; «el problema de Cataluña se llama España. Cataluña está bloqueada bajo España, maltratada en España, insultada por España, harta de España y sólo le queda un camino: la independencia»; «una sentencia negativa del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto sería un golpe muy duro contra la democracia constitucional. Una decisión faccional no puede imponerse sobre todo un Parlamento, sobre todo un pueblo. Por dignidad no se puede aceptar»; «romper el Estatuto, resquebrajar el modelo que aprobaron las Cortes y que el pueblo catalán refrendó, es un mensaje demasiado inequívoco en el sentido de que está Cataluña no cabe en España. No es Cataluña la que apuesta por salir de España, es España la que expulsa a Cataluña»; «espero no tener que crear la República catalana del FC Barcelona». Ante tal cúmulo de disparates y despropósitos, con los cuales se bombardea a diario la conciencia del ciudadano catalán, muy probablemente Manuel Azaña recordaría el siguiente pasaje de La velada de Benicarló: «En el fondo provincianismo fatuo, ignorancia, frivolidad de la mente española, sin excluir en ciertos casos doblez, codicia, deslealtad, cobarde altanería delante del Estado inerme, inconsciencia, traición». Recordado lo cual, nuestro personaje concluiría que, en Cataluña, la historia no sólo se repite, sino que empeora.

¿Cuál es el secreto de la persistencia del problema catalán? Dicha persistencia se explica en función de diversas variables. En primer lugar, la variable ideológica -la frontera interior romántica- propia de quien construye una identidad a la carta con el objetivo de diferenciarse del Otro. En segundo lugar, la variable psicológica -el narcisismo de las pequeñas diferencias- propia de quien tiende a exagerar su personalidad y espera ser valorado como una cosa especial en virtud de su ser. En tercer lugar, la variable antropológica -el chivo expiatorio- propia de quien cree que carga sobre sí las culpas de los demás precisamente por ser un cuerpo distinto y no asimilable al colectivo. En cuarto lugar, la variable económica -la competición por los recursos- propia de quien se vale de la identidad para obtener ventajas de toda índole. Y, en quinto lugar, la variable política -la suspensión de juicio propiciada por el oportunismo- propia de quien busca sacar tajada -el actual gobierno catalán y el actual gobierno español- de la coyuntura. El problema catalán -ese afán obsesivo y enfermizo por la búsqueda de la diferencia y el privilegio, ese considerar Cataluña como una suerte de hecho biológico autótrofo- tiene sus consecuencias. En Cataluña: sobreexcitación nacionalista, recalentamiento identitario, unanimismo ideológico, pensamiento predatorio, ideocidio. Y el aventurerismo, la fantasía, la insensatez y el irredentismo políticos de una derecha y una izquierda nacionalistas instaladas en su ínsula barataria. Nacionalistas incapaces de distinguir la Cataluña real de la virtual y de cuestionar -por ceguera, inmovilismo, providencialismo e interés- el relato que han construido y que ahora se apuntala en una crisis de infraestructuras que lo hace verosímil, pero enmascara la realidad. Para el conjunto de España, el problema catalán -alimentado por la irresponsabilidad y el oportunismo de un Rodríguez Zapatero que necesita el nacionalismo periférico para mantenerse «como sea» en el poder- supone la concepción de España como una opera aperta al albur -como si de un tablero de ajedrez se tratara, con sus movimientos, réplicas y contrarréplicas- de las lecturas e intereses que de la misma hagan las partes en cada hora y momento. El «Estado inerme», decía Manuel Azaña. Si bien se mira, el problema catalán es el nacionalismo catalán. Y el problema español es un Rodríguez Zapatero -la sonrisa como máscara, el talante y el diálogo como excusa, la serenidad como pretexto, el progresismo como coartada- que, en beneficio propio, ha dado oxígeno a unos nacionalismos periféricos detenidos en el túnel del tiempo de los derechos históricos medievales y el principio de las nacionalidades decimonónico.

Mientras alguien no ponga límite a tamaño desatino,mientras la pesadilla continúe, sólo queda recordar el sabio consejo de José Ortega y Gasset: el problema catalán «sólo se puede conllevar». Conllevar: sufrir, soportar las impertinencias, ejercitar la paciencia. Si lo sabré yo, que soy un mal catalán.