UNA LECCIÓN OLVIDADA

 

 Artículo de Florentino PORTERO en  “La Razón” del 10/05/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

  

Los aniversarios se van sucediendo como un rito cansino y lejano. Primero el desembarco en las frías costas de Normandía, luego la caída de Berlín, al final el estallido de dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki y la claudicación nipona. La II Guerra Mundial está presente en la conciencia colectiva por la dimensión del desastre y por su proximidad temporal. Su recuerdo nos lleva a tratar de evitar que pueda volver a ocurrirnos algo semejante. Sin embargo, el paso del tiempo y el escaso conocimiento histórico del ciudadano medio hace que se difuminen en la memoria las causas reales de aquella contienda y acabemos cometiendo los mismos errores que estuvieron en su inicio. La Guerra tuvo su origen lejano en la crisis del sistema parlamentario, ante el auge de los nuevos «ismos»: fascismo, comunismo, nazismo... movimientos

que tenían en común el rechazo de los principios del liberalismo, de la política parlamentaria y estaban a favor de opciones «totalitarias », donde el estado asumía la plena legitimidad para fijar el destino de los pueblos. El

individuo se confundía en un todo colectivo, al que debía subordinarse. Hoy parece que no tenemos duda de que sólo la democracia liberal garantiza la libertad y, con ella, el respeto a la dignidad humana. Los movimientos fascistas hicieron del nacionalismo, de la exaltación de la Nación, el núcleo de su discurso,

con el fin de cohesionar a la sociedad en su entorno. Aquello llevó tanto al desprecio del individuo como

al imperialismo. Las generaciones que vivieron en esos años aprendieron en su propia carne el precio de tal exaltación y la necesidad de contenerla con firmeza.

Una de las conclusiones que los europeos extrajeron de la Gran Guerra fue la necesidad de crear un organismo internacional que actuara tanto como punto de encuentro, donde tratar diplomáticamente los asuntos de interés general, como de mecanismo sancionador para evitar que un estado actuara en propio beneficio contra los demás, violando las normas del incipiente derecho internacional. La idea era acertada, pero cuando llegó el momento de sancionar, de actuar contra estados que suponían una clara y definitiva amenaza contra la paz y la seguridad colectiva, optaron por ser sensatos, no imponer castigos que pudieran

llevar al uso de la fuerza y buscar un acomodo a costa de un tercero. El resultado fue el previsible, aquél que había llevado a la creación de la Sociedad de Naciones: convencidos de que invadir al vecino tenía un mínimo coste continuaron adelante. Aquella falta de decisión, aquella sensatez, animó a los regímenes totalitarios a desatar la II Guerra Mundial.

Frente a una dictadura expansionista, que se sitúa fuera de la ley, no caben componendas y políticas de apaciguamiento, sólo la firmeza. Más vale una acción violenta y limitada a tiempo, que un conflicto generalizado pocos años después.

Estas conclusiones fueron evidentes para los europeos durante años, mientras siguieron vivos los que sufrieron en propia carne aquella terrorífica experiencia. Esas ideas marcaron la estrategia occidental desde 1947, cuando también resultó evidente que la Guerra no había terminado, sino que se había transformado.

Los «ismos» seguían en pie, ahora en forma de amenaza comunista. La Unión Soviética «liberó» media Europa y estableció en ella una sociedad sin clases, sin libertad, sin dignidad y condenada a la pobreza y la  desesperanza.

La firmeza occidental consiguió sortear el chantaje nuclear y animar el derrumbamiento de la economía soviética, que arrastraría con ella muros y telones. ¿Qué queda de esa conciencia? ¿Cómo viven los españoles esos trascendentales episodios históricos? Es evidente que en toda Europa sigue mucho más vivo el deseo de no volver a sufrir una experiencia semejante que las conclusiones que sacaron los que la padecieron. Los movimientos antidemocráticos se extienden en el Gran Oriente Medio como en América Latina y nada relevante hacemos para contenerlos.

El nacionalismo provocó una grave crisis en los Balcanes, de la que no hemos salido y puede recrudecerse, y causará otras en las próximas décadas. Naciones Unidas se ha convertido en un muro de contención frente

a los que quieren sancionar. Nosotros, los europeos, ejemplo de cultura y sensatez, tratamos de formar un acuerdo con naciones tan democráticas como Rusia y China para garantizar que no se haga nada. Estamos convencidos de que dialogando llegaremos a un entendimiento, igual que nuestros predecesores en los años anteriores al estallido de la II Guerra Mundial. No sería justo comparar a los viejos defensores de la política de apaciguamiento con los actuales dirigentes españoles. Ni a Chamberlain ni a Halifax se les ocurrió plantear a Hitler una «alianza». Tampoco pasó por su cabeza afirmar públicamente que preferían morir a matar, bien es cierto que la sociedad británica no les hubiera consentido tamaña irresponsabilidad. Aquellos hombres sensatos actuaron honestamente, pero se equivocaron. En los años siguientes las críticas arreciaron contra ellos con virulencia y la historia ha sido inmisericorde. No deja de ser paradójico que muchos que mantienen las descalificaciones defiendan hoy lo mismo, cuando no una claudicación mucho mayor, con el agravante de la experiencia vivida y las conclusiones extraídas y elevadas a la condición de canon.

Está en el instinto humano tratar de sortear las dificultades y enterarse sólo de lo que interesa. Es  responsabilidad de la clase política mostrar la realidad y proponer las políticas más acertadas para asegurar el bienestar de la nación. Los que por el contrario optan por adular la estulticia, practican el populismo y

envuelven a los ciudadanos en una falsa realidad serán los máximos responsables de los desastres que puedan suceder.