¿QUÉ LES HA PASADO?

 

Artículo de Florentino Portero en "La Razón" del 7-2-05 

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Era la primavera de 1983 cuando Felipe González se reunió para hablar de la Transición con un limitado grupo de académicos de distintas especialidades y nacionalidades entre los que me encontraba. González expuso su visión sobre el  reto que los nacionalismos periféricos planteaban a España. Sobre el caso vasco comentó que era un proble­ma de orden público. que se gestionaría a través «de la Guardia Civil». El terrorismo etarra y el doble juego del PNV podían provocar muchas dificultades. pero difícilmente pondrían en pe­ligro la unidad nacional. Para aquel joven pre­sidente la amenaza real estaba en Barcelona. Allí habían sabido evitar la tentación del uso de la violencia, tan presente en la primera mitad del siglo; el catalanismo estaba muy extendi­do, a diferencia del caso vasco; y, por último, sus dirigentes tenían una estrategia inteligente y gradualista que abocaba a una crisis mayor. Ésa era, en aquellas fechas, su principal preocupación. La reciente referencia al efecto «centrifuga­dora» me trajo a la memoria esos comentarios de hace más de veinte años, la claridad y con­tundencia con la que se expresó y el tono azañista que desprendían sus declaraciones de entonces ¿Qué les ha ocurrido a los socialistas españoles para que sus posi­ciones hayan cambiado tan­to? ¿Qué evolución han se­guido para que la cuestión nacional, el más importante de los asuntos de un Estado, se haya convertido en un cáncer que los divide?

Desde aquellas fechas hasta hoy la cultureta iz­quierdista de lo política­mente correcto ha venido repitiendo que las causas nacionalistas periféricas eran legítimas y progresis­tas, mientras que creer en España, hablar de España, amar España era reaccionario. Caren­tes de un discurso español se han encontrado con serios problemas para combatir el nacio­nalismo y competir con ellos. En Cataluña no se han planteado un discurso antinacionalista desde la reivindicación de un catalanismo es­pañolista. Se han limitado a sumarse a lo ya existente. Sin una cultura política propia, se han subido a un carro ajeno y se han visto arrastrados por una lógica radical, que a cada concesión responde con nuevas demandas. Mientras tanto la escuela se ha convertido en la institución clave para conformar una nueva mentalidad nacionalista.

En el País Vasco el Partido Socialista refle­jaba en su seno la división de la propia socie­dad vasca. De ahí que la defenestración de Ni­colás Redondo, uno de los hechos políticos más relevantes de los últimos años, haya incli­nado la balanza hacia aquellos que, por con­vicción o por sentido táctico, han optado por ir de la mano de los nacionalistas.


 

En general ese plus de legitimidad que los socialistas han concedido a los nacionalistas ha producido el efecto previsible, avivar el fue­go. Cuando el PP adoptó una posición firme, los socialistas cometieron el error de dejarse tentar por lo fácil: buscar la connivencia con los nacionalistas para tratar de derribar un muro que parecía infranqueable. Los grupos me­diáticos afines se emplearon a fondo, justificando demandas inaceptables, ésas que ahora les pro­duren vértigo. La estrategia de derribo se ha vuel­to contra sus ejecutores y propagandistas.

Hace veinte años España contaba con dos fuerzas presentes en todo el territorio compro­metidas con la unidad nacional. Hoy día una de ellas se encuentra dividida y, por lo tanto, inca­pacitada para hacer frente al embate soberanis­ta. Junto a los que siempre han tenido claro cuáles eran los límites a los que se podía llegar, que existía una contradicción esencial entre los intereses de los nacionalistas y la superviven­cia de España, otros han sucumbido, con ma­yor o menor sinceridad, a la atracción naciona­lista. Un tercer grupo es consciente de que la bolsa de votos está allí y que la creación de una cultura política alternativa es muy difícil, aparte de supo­ner un giro hacia posiciones que parecen exclusivas del Partido Popular. En tales cir­cunstancias, sus dirigentes se ven forzados a mantener permanentemente una posición positiva ante la demanda de nuevas transferencias y refor­mas, pero conscientes de que el espacio disponible es mí­nimo, que atrás quedaron los tiempos en que sólo se pedía eso, transferencias, y que la

desmanda hoy es de soberanía, en orden a con­formar una vaga y accidental confederación de estados bajo una monarquía común.

No nos engañemos. La amenaza no está en los nacionalismos periféricos, porque tenemos medios sobrados para hacerles frente. La ame­naza está en la división del Partido Socialista. Parte de los socialistas está colaborando en la formación de la cultura de la desintegración. En la Moncloa se practica la venerable y desafortunada práctica del aprendiz de brujo, tra­tando de sortear los problemas a base de «ta­lantes» y administrando tiempos. Un ejercicio estéril que ignora lo fundamental y parece más preocupado por la estabilidad del Gobierno que por garantizar la pervivencia del Estado.

Muchas cosas han cambiado en los últimos veinte años y es comprensible que González utilice el verbo «centrifugar» para referirse al proceso político en que nos encontramos. Sin embargo, no hemos llegado aquí por casuali­dad. Lo que estamos viviendo es el resultado de varias décadas de acción política, de for­mación de culturas nacionalistas y de derrum­be sistemático de los elementos de cohesión que dieron sentido a España a lo largo de si­glos, unos hechos en los que el Partido Socia­lista y los grupos mediáticos afines tienen gran responsabilidad. Tanto en el corto como en el medio y largo plazo, la solución del problema está en el seno del socialismo español, porque ahí es donde se ha producido la fisura.