PRIMERA ESCARAMUZA

 

La Mesa del Congreso admite el Estatuto de Cataluña

 

 Artículo de Javier Pradera   en “El País” del 23.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

  

LA MESA DEL CONGRESO vivió esta semana la primera escaramuza parlamentaria en torno al nuevo Estatuto de Cataluña. El Grupo Popular se opuso infructuosamente a que el Pleno de la Cámara debatiera la toma en consideración de la propuesta con el argumento de que no es sino una revisión constitucional disfrazada. El portavoz del PP, Gabriel Cisneros, sentenció que la tramitación del texto extendería el certificado de defunción de la Constitución, al igual que sucedió en la Alemania de Weimar con las leyes nazis de 1933 y 1934. Esa sobrecogedora música wagneriana orquesta en realidad un prosaico libreto de ingeniería parlamentaria: así como una reforma estatutaria requiere únicamente la mayoría absoluta del Congreso, la reforma constitucional exige, en cambio, una mayoría cualificada de los tres quintos de cada Cámara que hace imprescindible el concurso del PP.

El alarmista toque a rebato de los populares confunde maliciosamente trayectorias distintas que conducen a destinos diferentes en función del árbol de decisiones de los sucesivos trámites. Es prácticamente seguro que una seguidista aprobación por las Cortes de la propuesta estatutaria -sin modificar una sola coma de sus contenidos o con afeites puramente cosméticos- desbordaría el marco constitucional con la fuerza destructora de un huracán tropical. Sucede, sin embargo, que ese ominoso futuro no está escrito en las estrellas ni tan siquiera resulta probable. El PSOE se ha comprometido a enmendar los artículos del nuevo Estatuto que conculquen abiertamente la norma fundamental o vayan contra el interés general (un concepto agazapado en el artículo 155 de la Constitución): en buena lógica democrática, el Gobierno tiene derecho a un margen de confianza -aunque temporal y vigilado- de sus votantes. Pero incluso si las Cortes confirmasen las sombrías profecías del PP, la función apenas habría comenzado: la facultad de anular las leyes aprobadas por el Parlamento -incluidos los Estatutos- no es atribuida por nuestro ordenamiento jurídico al Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial o el Consejo de Estado, tal y como pretendía la grotesca petición obstruccionista del PP rechazada el pasado martes por la Mesa, sino al Tribunal Constitucional.

Las críticas a las alianzas del PSOE con diversos grupos nacionalistas resultan desproporcionadas. En los sistemas democráticos, los pactos entre las fuerzas políticas a fin de sumar mayorías capaces de asegurar la estabilidad gubernamental y de aprobar los Presupuestos no son una virtud, sino una necesidad. Como sostiene una cínica máxima inglesa introducida en España por Manuel Fraga, la política crea extraños compañeros de cama. Aznar también gozó -durante su primera legislatura sin mayoría absoluta- de esa turbadora experiencia cuando fue investido presidente del Gobierno gracias a la ayuda de CiU (tras confesar que hablaba catalán en la intimidad) y del PNV (después de recordar que su abuelo paterno era de Echalar y su progenitor había nacido en Bilbao); en la siguiente legislatura, el PP dio sus votos a Pujol para que pudiera ser presidente de la Generalitat. Los alegres retozos de Aznar con Anguita -coordinador de IU- en su común propósito de desgastar al Gobierno de Felipe González ofrecieron también una inolvidable estampa picaresca de cama redonda.

Mayor atención merecen, en cambio, las quejas del PP por el hecho de que no se exija una mayoría cualificada de los tres quintos de las Cámaras para aprobar reformas estatutarias. Aunque esos lamentos carezcan de fuerza jurídica vinculante por falta de respaldo constitucional, la vicepresidenta del Gobierno aceptó el pasado 14 de enero que el consenso del PP sería absolutamente conveniente en esa materia. Pero dos no pactan si uno se niega: los dirigentes populares sólo parecen dispuestos a echar una mano al Gobierno -a diferencia del comportamiento seguido por Zapatero en cuestiones de terrorismo y de justicia cuando era líder de la oposición- para estrangularle.