LA REBELIÓN DE LOS CIUDADANOS

 

Ciutadans de Catalunya denuncia el sinsentido de la carrera identitaria entre territorios del país - Advierte del peligro de que el enfrentamiento entre entidades haya pasado a darse entre los individuos - Afirma que, frente a los nacionalismos, España es una garantía de diversidad y de higiene democrática

 

 Artículo de Victoria Prego en “El Mundo” del 14.05.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Sucedió a mediados de la semana que acaba de pasar y fue un éxito de público. Mucha más gente de la prevista se agolpaba en la puerta del teatro para ir a escuchar a unos señores que, en principio, no les iban a proporcionar ni diversión, ni ganancias, ni siquiera la inyección de entusiasmo que todo militante necesita para sucumbir ante el aura gloriosa del líder. Nada de eso se ofrecía aquella tarde. Los que hacían cola para entrar, incluso cuando el recinto se había llenado, acudían a escuchar las razones de tres ciudadanos.Eran las razones las que les convocaban. No el mitin, no la fiesta, no la pasión, ni la avidez de mando, no el regocijo de su ejercicio. No. Las razones de tres ciudadanos que denuncian a capella, sin más arma ni más potencia que sus propias convicciones, la nefasta deriva nacionalistizante que se ha disparado en España, territorio por territorio, comunidad por comunidad.

Uno de los grandes artistas de nuestro tiempo, Albert Boadella; un catedrático de Derecho Constitucional; Francesc de Carreras, y un periodista, Arcadi Espada; se subieron el martes pasado al escenario del Teatro Reina Victoria para decir sosegadamente, valerosamente, de manera escueta, con las manos en los bolsillos y sin más acompañamiento que su propia voz, un puñado de cosas de importancia enorme.

Desde la boca del escenario denunciaron que «la acción replicante del nacionalismo en esta carrera hacia la más absoluta falta de sentido en que parecen comprometidos los políticos españoles» está provocando un efecto grave de difícil retorno. Espada señaló lo que todos hemos visto, incluso quienes se empeñan en negarlo para no tener que cambiar de discurso político: que «los dos últimos años marcan el periodo más irritado de las relaciones entre españoles (quiero decir entre catalanes, vascos, gallegos, extremeños, andaluces) que hayamos visto hasta donde alcanza nuestra vista».

Cierto es que resulta estúpido y artificial pretender que se pueda vivir en la Arcadia de la convivencia. Pero las tensiones inevitables en un país tan diverso tienen un límite que los tres hombres que hablaron -bambalinas negras y los focos necesarios para que la escena no tuviera los visos escénicos del kafkiano Informe para una Academia- dejaron bien sentado.

Lo dijo Espada: el límite a tanto sinsentido se traspasa en el momento en que «en lugar de las entidades, míticas o burocráticas, el sujeto de enfrentamiento sean los ciudadanos. Es decir, no Cataluña y España, esos conceptos, incluso esas instituciones, sino los catalanes y los madrileños, o los murcianos, o los extremeños». Pero es que ese límite se ha traspasado ya. Y la nefasta consecuencia de estas veleidades electorales y políticas de la mayor parte de los líderes en ejercicio está siendo el desgarro de esa «trama de afectos que es España».

¿Exagerado el diagnóstico? No, certero. Los Ciudadanos de Cataluña denuncian los riesgos de un desencuentro entre ciudadanos, estúpidamente inducido por las estrategias políticas partidistas que de ninguna manera atienden a los individuos más que en la medida en que los tales individuos son electores, es decir, clientes políticos.Por esa razón, este grupo de hombres y mujeres son escuchados en toda España con atención creciente y creciente convicción.

«A mi juicio», dijo Espada, «restablecer la confianza y la complicidad entre españoles debería ser una tarea prioritaria en estos momentos para cualquier partido político». Lamentablemente, no hay visos de semejante cosa. Hay, eso sí, indicios de que las señales de alarma han llegado a las terminales de algunos centros del poder político. Es verdad, por ejemplo, que ahora mismo los dirigentes de CiU -que se ven ya gobernando Cataluña después del tristísimo espectáculo que nos está ofreciendo el moribundo tripartito- están asustados ante la reacción de hostilidad hacia los catalanes que el famoso Estatuto está provocando entre una parte importante de los demás españoles. Y es verdad que, en vista de eso, quieren mantener un «perfil bajo» hasta que la irritación y la hartura bajen de tono. Pero es una decisión táctica que se modificará en cuanto escampe e interese.

Lo único constatable es que en estos momentos ninguno de los partidos políticos en ejercicio tiene como preocupación esencial la de intentar suturar -sutura fue la palabra empleada por estos Ciutadans de Catalunya- las brechas abiertas por tanto afán diferenciador, tanto ensimismamiento, tanta obsesión identitaria basada en la sacralización de las escasas y minúsculas diferencias entre unos ciudadanos que son, convenga o no convenga a los nacionalistas viejos y a los sobrevenidos, esencialmente, radicalmente, felizmente iguales.

«España es un pacto constitucional que ha dado a sus habitantes los que probablemente sean los mejores años de su Historia», se recordó allí. «Si existe el nacionalismo español, es éste, y ninguna otra fantasmagoría polvorienta». Y se dijo una cosa más, una que da un vuelco al eterno tópico de que el nacionalismo es el defensor y garante de la diversidad española. Porque sucede justamente lo contrario: sucede que España es reclamada como diversa por unos nacionalismos que se esfuerzan por imponer la uniformidad en su territorio. España es diversa porque es diversa Cataluña. Y lo es el País Vasco, lo es Galicia, Andalucía, Madrid, también. Hay, además, otra falsedad de origen que conviene señalar cuando los nacionalismos sostienen que España es una nación de naciones. Porque la realidad es que, en la aplicación de sus tesis identitarias y diferenciales, es justamente la Nación española la que queda expulsada como concepto y como realidad constitutiva de, por ejemplo, la nación catalana. ¿Dónde esta la Nación española en el ideario nacionalista vasco, en el catalán? ¿Cuál es su presencia querida y buscada en los símbolos, en las instituciones, en su discurso político? ¿Qué lugar ocupa que no sea el de objeto de desconfianza, denuesto o desdén? ¿De qué nación de naciones se está hablando más allá de la vacuidad de la expresión?

«España es sobre todo una acción diversa», escuchamos decir el martes a estos ciudadanos que tienen el valor de lanzarse a nadar contra la poderosísima corriente dominante y casi moralmente impuesta. «Una de las calamidades intelectuales de nuestro tiempo es cómo los nacionalismos se han apoderado del concepto de la diversidad. Porque, paradójicamente, la gran víctima de la hegemonía del nacionalismo, es la diversidad. La garantía de la diversidad catalana, vasca, andaluza, gallega, valenciana, es España». Esto fue lo que se dijo y la frase resultó revolucionaria en este mundo de verdades inamovibles.

«España aún existe. España como mercado y España como trama de afectos. Que por cierto es lo mismo, como bien han descubierto los empresarios catalanes». No era una forma retórica sino una clara posición política. Cuando Espada precisó que «defendemos los lazos entre españoles porque un catalán al que limitan su posibilidad de ser español es como un español al que limitaran su posibilidad de ser europeo: una pérdida injustificable, un pésimo negocio ciudadano», los presentes aplaudieron largamente.No aplaudieron con entusiasmo, ni con fervor. Eran aplausos de acuerdo reflexivo, de tranquilidad ante lo obvio, de libre asentimiento sin grandes cargas de reproche. Aplausos de preocupación, pero no de ira.

Después de todo esto, el último de los intervinientes pudo sostener sin forzar la idea que «España es una vigilancia democrática, una garantía de ventilación e higiene» y que, «ante el prodigioso y wagneriano espectáculo de la degeneración de la cultura política catalana y vasca, la influencia creciente de España, de los ciudadanos españoles, es la más sólida y favorable posibilidad de regeneración».A final sucedió algo insólito: el ciudadano que hablaba dijo, no gritó sino dijo, «viva España». Y la frase sonó a conclusión razonada. Pero, sobre todas las cosas, sonó a modernidad.