EL PRISIONERO DE ETA

 

 Artículo de Victoria Prego en “El Mundo” del 31.12.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

ETA ha tomado el pelo al presidente del Gobierno, le ha humillado y le ha empujado al ridículo - La banda no rompe la tregua porque no se ha dado por vencida en sus exigencias para dejar de matar - Zapatero dejó ayer en manos de la cúpula terrorista la posibilidad de reanudar el 'proceso'

Claro que no. Claro que ETA no tenía la menor intención de romper la tregua anunciada. Claro que no tenía ningún motivo para anunciar con tiempo una decisión que de ninguna manera ha tomado. Claro que Otegi -el ordenanza de la banda terrorista que le hace el servicio de altavoz en la política española- ha tenido mucho cuidado en subrayar que de ninguna manera el famoso proceso está roto. Claro. Precisamente eso es lo malo. O lo peor.

Lo peor de todo esto es que lo que sucedió ayer en Madrid no fue la respuesta bestial de la banda terrorista ante la constatación de su fracaso. No fue un romper la baraja en vista de que ha sido incapaz de exprimir del Gobierno español las cesiones que reclama para comprometerse a dejar de asesinar. No fue el reconocimiento de su derrota política, la expresión de su desesperación. Eso es lo que habría sido el anuncio de ruptura de la tregua. Pero lo de ayer fue todo lo contrario.

Lo que ETA intentó hacer con el atentado en la T-4 de Barajas - y Otegi lo dejó espeluznantemente claro en su comparecencia pública- fue apretarle el pescuezo al Gobierno un poco más, cada vez un poco más, para que tenga claro cuáles pueden ser las consecuencias de que no ceda en lo que la banda le exige. Por eso se encargaron de dar varios avisos y con tiempo suficiente, además, como para intentar garantizarse la no existencia de víctimas mortales. Que el atentado terrorista haya provocado la probable muerte de dos personas no era un efecto buscado por la banda. Lo que buscaba era otra cosa: amedrentar al Gobierno, hacerle ver su capacidad mortífera, recordarle todo el horror y el sufrimiento que ETA puede infligir a los españoles cada vez que lo desee. En definitiva, aterrorizarle, debilitarle, ponerle de rodillas y hacerle ceder.

Todo lo cual significa algo muy inquietante, mucho más inquietante después de haber escuchado la reacción del presidente del Gobierno. Significa que la banda no ha perdido la esperanza de doblegar políticamente a un presidente que, cuanto más tiempo pasa, más evidente se hace para la opinión pública que está siendo víctima de sus propios errores de concepción inicial, víctima de su terquedad, víctima de su profundo desconocimiento sobre la clase de individuos que tenía enfrente cuando empezó a picar el anzuelo y víctima de la inaudita convicción de que este camino tan lleno de trampas lo podía recorrer él solo con la escueta e inútil compañía de los grupos nacionalistas y sin el apoyo irrenunciable del principal partido de la oposición. Éste es el drama: que ETA no quiso ayer romper la tregua porque lo que quiere es continuarla pero así, cerrando la mano sobre la garganta del Gobierno hasta que la angustiosa falta de aire político le obligue a aceptar lo que se le ponga a la firma.

Ayer pudo el presidente haberle doblado el brazo a la cúpula terrorista. Ayer pudo haber demostrado que lo que los asesinos han, evidentemente, interpretado como signos de debilidad por su parte no habían sido sino gestos de ingenuidad que quedaban anulados en ese preciso instante. Ayer habría sido la ocasión para decir «no», para explicar a los españoles que todos sus intentos, bien intencionados pero mal enfocados, acababan aquí.

Era el momento de anunciar a todos los demócratas que las conversaciones y los contactos directos e indirectos que llevan años celebrándose en secreto quedaban anulados -no «suspendidos», sino anulados- y que a partir de este instante lo único que debían esperar los terroristas era la acción de la Policía y de la Justicia hasta lograr su derrota efectiva. Y que ya no valdrían más mensajes, ni más cartas, ni más recados por vías interpuestas ni más tomaduras de pelo. Porque lo que han hecho los dirigentes de ETA con el presidente del Gobierno ha sido exactamente eso: tomarle el pelo. Engañarle. Engañarle hasta el punto de hacerle creer que las cosas, de verdad, estaban encarriladas; hasta el punto de llevarle a hacer el triste y humillante ridículo de declarar solemnemente ante los españoles, ¡y como cierre del año!, que hoy estábamos mejor que ayer pero peor que mañana.

Hubiera sido el día para cambiar de táctica y para tranquilizar a esos ciudadanos a los que 24 horas antes había convocado a la esperanza y -esto es muy importante en política- a la confianza plena en él y en su capacidad de conducción del país. No lo hizo. Y no lo hizo porque ya no puede hacerlo. Porque es prisionero de su apuesta personal, lo cual le hace prisionero de ETA. El prisionero Zapatero nos hizo saber -explicándose mal, de forma reiterativa, evanescente, elusiva- que no tiene más remedio que volver a sentarse a la puerta de La Moncloa a esperar a que la banda vuelva a hablarle de su «voluntad sincera de dejar las armas» y que, cuando esa voluntad esté demostrada y constatada por él por segunda vez - como ya se ve que la constató en julio, cuando acudió al Congreso- volverá a intentarlo.

Con esto, deja en manos de la banda lo que haya de suceder. Es decir, deja en semejantes manos la posibilidad de que le convenzan otra vez de que la próxima va en serio y que no le van a engañar de nuevo, como siempre han hecho, por otra parte, con todos sus antecesores. De los terroristas dependerá a partir de ahora que se arrepientan sinceramente, o no, del atentado de ayer en Madrid; que se den cuenta, o no, de que esas dos víctimas no buscadas pero que a estas horas siguen bajo los escombros, han echado por tierra su pretensión de llevar al límite el chantaje al presidente del Gobierno y a España entera; que triunfe, o no, entre la cúpula de la banda la idea de que la estrategia debe ser otra; una estrategia que desde luego está inédita en su historia pero que, justamente, es la que un día de 2004 Zapatero y sus asesores creyeron ver con nitidez entre los fuegos fatuos de la interminable lista de inocentes asesinados.

Lo que pasa es que el presidente tiene delante a 40 millones de ciudadanos con buena memoria, larga experiencia y la conciencia limpia porque no guardan ningún cadáver en sus armarios. Gentes que exigen de los asesinos arrepentimiento y de sus gobernantes firmeza y solidez.