RAJOY Y ZAPATERO EN EL LABERINTO ESPAÑOL

 

 Artículo de Pablo Sebastián en “La Estrella Digital” del 30.12.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

El año 2005 ha sido el año del Estatuto catalán. Del destape de Zapatero y del estreno de Rajoy. De las dos Españas y del principio del fin de la transición. Un año malo para la política y la cohesión de España que concluyó con el optimismo más voluntarista del presidente del Gobierno y con el lamento y los malos augurios del líder de la oposición.

Se queja Mariano Rajoy del empeño del presidente Zapatero de aislar al PP y de dejarlo fuera de la negociación del Estatuto catalán, que no ha podido sellar un acuerdo antes de final de año como pretendía el Gobierno. Al líder del PP le asiste la razón en una parte de este debate por cuanto dicho Estatuto afecta al conjunto de los españoles y no sólo a Cataluña. Pero el Partido Popular tiene también su parte de culpa en esta soledad porque su posición ha sido errática y confusa y porque viene de lejos por causa del que ha sido un enfrentamiento buscado entre el partido conservador y los nacionalistas en la última legislatura de José María Aznar, en la que se desenterró el fantasma de las dos Españas que ahora abandera Zapatero intentando una revancha histórica —la “vuelta a la tortilla” y al desastre de la Guerra Civil— y a la vez una alianza del PSOE con los nacionalistas que les permita su larga permanencia en el poder. Esbozando así, uno y otro, el primer acto del fin de régimen o de la transición.

La mesa de negociaciones estatutaria de Barcelona, con la ausencia del PP, y el pacto presupuestario del Parlamento vasco, en el que el PSE-PSOE dio su apoyo y votos al Gobierno vasco de Ibarretxe, completan el escenario de la soledad de los populares que quedó dibujado en la última votación del Congreso de los Diputados sobre las cuentas generales del Estado para el año 2006. Todo ello a pesar de los pactos contra natura que los socialistas han establecido tanto en Cataluña como en el País Vasco con formaciones políticas que mantienen posiciones y alianzas ajenas al interés general de los españoles, a la unidad de España y a la lucha contra ETA, como son la especial relación del presidente Zapatero con Carod-Rovira, líder de la ERC independentista, y con el Gobierno de Ibarretxe, sustentado por el PCTV, la nueva versión de Batasuna o el nuevo brazo político de ETA.

Para Zapatero el fin, su objetivo de actualizar los Estatutos autonómicos en pos de una segunda transición, dando alas a los nacionalistas y garantizándose la estabilidad en el gobierno de España, justifica los medios o los pactos, en los que incluye el objetivo de la negociación con ETA estrechamente ligada a la revisión estatutaria. Porque si hay un acuerdo con los nacionalistas catalanes la banda terrorista entenderá que también puede haber otro Estatuto soberanista en Euskadi y compensaciones políticas —además de las relativas a sus presos— al anuncio de un final de la violencia.

Éste es, a finales del 2005, el diseño de la estrategia de Zapatero, que incluye serios riesgos para él, su Gobierno y el PSOE. Un fracaso en Barcelona podría hacer caer la primera ficha de un dominó inestable y provocar la reaparición sangrienta de ETA, dejando al Gobierno en la peor situación. E incluso un acuerdo en Cataluña en el que se viera la debilidad de Zapatero y el triunfo excesivo de los nacionalistas permitiría a muchos ciudadanos considerar los pactos como una rendición de España y pasar una factura muy alta al PSOE en las próximas elecciones, visto como está de tenso el patio de la política. Así lo destaca el último barómetro del CIS, donde se señala que más del 75 por ciento de los españoles considera la situación política regular, mala o muy mala.

Para construir estas alianzas Zapatero ha aprovechado todas las tensiones heredadas del último Gobierno de Aznar, que no eran pocas y menores. Las que partieron del intento del ex presidente del PP de aislar a los nacionalistas en las elecciones autonómicas del País Vasco del 2001, donde se traspasó con creces —y con la colaboración del PSOE— la raya roja de la democracia, lo que tuvo un efecto reflejo en Cataluña y facilitó tanto en esa comunidad como en Euskadi una oleada de odios y desconfianzas de CiU y PNV frente al emergente neonacionalismo español que entonces lideraba el PP y al que se sumó, como un corderito —y por miedo a quedar aislado— un PSOE con muy graves problemas de cohesión y liderazgo. La mayoría absoluta alcanzada por el PP en el 2000 agravó la situación porque Aznar, subido en el carro de la soberbia del poder, creyó que dicha mayoría —excepcional en la historia de la derecha española— podía ser eterna y le daba una oportunidad definitiva al otro nacionalismo, el español.

La guerra de Iraq y sus mentiras y los atentados del 11M y sus mentiras —los errores y las mentiras sobre las que aún no ha pedido disculpas— le hicieron perder al PP el poder en marzo del 2004 y, desde entonces, este partido no ha conseguido levantar la cabeza —aunque sí algo la intención de voto— a pesar de las grandes facilidades que les está dando Zapatero con su deriva nacionalista y confederal, amén de con otros errores de un Gobierno débil y mal preparado para gobernar bajo la atenta vigilancia de varios de los barones socialistas que siguen con preocupación la camuflada reforma del Estado y de la Constitución que Zapatero está llevando a cabo por la puerta trasera del nuevo Estatuto catalán. Vigilancia que nada tiene que envidiar a la que Aznar y los suyos no cesan de articular en torno al liderazgo de Mariano Rajoy, que ha sufrido altibajos y que a veces pierde tonos de moderación o de capacidad de diálogo por causa de la presión política y mediática de la guardia pretoriana del aznarismo.

De ahí que pasemos de un Rajoy altisonante a dialogante con suma facilidad. Y de ahí también la confusión y cambios de estrategias frente al Estatuto catalán, primero con una posición firme de ausentarse de este debate para no legitimar el vuelco constitucional —“es imposible hacerle la permanente a un puerco espín, dijo Rajoy— y luego decidiendo la presentación de enmiendas al Estatuto y solicitar una negociación directa con el PSOE y el Gobierno. Actitudes erráticas o contradictorias que los dirigentes del PP justifican en aras de la oportunidad o la necesidad de estar en la Comisión del Congreso para así poder denunciar los abusos constitucionales del nuevo Estatuto si el Gobierno de Zapatero y los nacionalistas al final alcanzan un pacto.

Lo que no va a ser fácil y podría tener graves consecuencias por el hecho de que por causa del nacionalismo catalán y partiendo del nuevo Estatuto se está poniendo patas arriba una parte esencial de la convivencia y del Estado —la financiación autonómica, el poder judicial, la marginación del idioma castellano, etc.— y en entredicho el hecho real e histórico de que España es una nación y no varias. De ahí que si el PSOE introduce en el articulado o en el preámbulo el término nación los socialistas habrán negado, de una manera flagrante, la condición de España como nación del Estado. En realidad se está cambiando el modelo de Estado de abajo, o desde Cataluña, hacia toda España dando a minorías nacionalistas como la Esquerra un alto poder constitucional sobre el resto de los españoles, lo que es una clara aberración política y democrática.

Tan es así que los propios nacionalistas están dispuestos a rebajar una parte de sus exigencias con el argumento, no menos aterrador, de que la debilidad, o la falta de convicciones democráticas y de pasión por España, de Zapatero les ofrece ahora una oportunidad histórica que posiblemente no volverán a tener nunca más, como lo ha declarado sin rubor el vicepresidente de la Generalitat, Bargalló, como diciendo: hay que aprovechar la ocasión del “bobo solemne”, como le llamó Rajoy a Zapatero. El que por su parte viste la entrega y desarme de España de talante. Él mismo le ofreció el argumento de su debilidad a Artur Mas en la Moncloa cuando le dijo: “ahora o nunca”.

Pero ante esta situación que a todos se les escapa un poco de las manos, la pregunta es: ¿qué hacer? La salida al laberinto no la encuentran ni el Gobierno ni la oposición, y todos siguen dando vueltas en sus recovecos. El presidente, presionado por los suyos, ha renunciado a su frase de “apoyaré lo que apruebe el Parlamento catalán”, mientras los nacionalistas ya se han olvidado de que juraron su nuevo Estatut en el Parlament con el canto de Els Segadors, y el “patriota de hojalata” —como le llamó Zapatero a Rajoy— pide tregua y negociación al Gobierno, no vaya a ser que reaparezca el patriota de hierro, su padrino Aznar, el que dio pie a la rebelión nacionalista y a la derrota del PP en el 2004 con su mesiánica y soberbia etapa final.

Zapatero y Rajoy andan perdidos en el laberinto español y quizás no saben que asisten a un final de régimen, al final de la transición. Pero la puerta de salida a esta situación no está en la España confederal e intervencionista, con más poder para los partidos y sus aparatos o cuadros de dirigentes y camino de las desmembración. La salida, tarde o temprano aparecerá, es otra es bien distinta y más ambiciosa: la de la gran reforma democrática para salir de la transición partitocrática y parlamentaria hoy vigente hacia una democracia plena y presidencialista. Con una justicia independiente, la elección directa de diputados y altos cargos
—incluido el presidente del Gobierno— y un sistema electoral mayoritario y a dos vueltas que impida que minorías nacionalistas como la Esquerra —que ni es republicana, ni democrática, ni de izquierdas— ponga en tela de juicio nuestra Historia y la unidad nacional.