CATALUÑA Y LAS ARGUCIAS DE ZAPATERO
Artículo
de Valentí Puig en “ABC”
del 30 de abril de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Una
deflación política es el rasgo predominante actual de la vida pública catalana
que así se hace de menos relevancia para sus propios intereses y para
contribuir a las sinergias generales de España. Los procesos dinámicos
catalanes cuentan menos por qué así lo han querido. Si las pulsiones e inercias
nacionalistas no lo impiden, hay un camino entre una ciber-voluntad
puesta a la altura épica de Verdaguer o el descenso a
una página sombría de Tito Livio. En la trama política catalana, tan peculiar y
tan erosionada, los precios de bienes y servicios han bajado al decaer la
demanda, hasta el punto de que deje de circular el dinero, es decir, la
política. Es el efecto principal de la deflación política, con el dinero de la
confianza cívica retenido y fuera de circulación o registrado en forma de
abstencionismo. Hace ya muchos años que el arancel no tiene valor determinante.
Luego vino el pactismo. Eso quedó sustituido por contribuir a la gobernabilidad
de España. Ahora, no se sabe. Por eso la sociedad catalana carece de la
suficiente confianza en sí misma, en sus poderes y voluntades, al tiempo que no
parece capaz de dar la necesaria confianza al conjunto de la sociedad española.
El
nuevo «Estatut» ya fue en su día un producto
deflacionario. Con los pactos del Majestic entre
CiU-PP en abril de 1996, una de las contraprestaciones del pujolismo
consistía en no reclamar ni un nuevo "Estatut"
ni una reforma estatutaria. Era como reconocer sabiamente que la reinvidicación estatutaria no tenía una apreciación
multitudinaria, por una manifiesta caída de la demanda, si es que la hubo desde
el primer estatuto, en 1979. En las etapas políticas posteriores -Maragall,
Montilla, Tripartitos- se pretendió todo lo contrario, en un pulso cada vez más
endeble contra esa deflación política, hasta el punto de que se acabó por dejar
las calles engalanadas para el desfile de un nuevo «Estatut»
en el que solo creían reducidos sectores de Cataluña y que ni tan siquiera la
clase política catalana deseaba aunque proclamase lo contrario. Antes de
sumarse al nuevo proceso estatuario, la CiU de Artur Mas tuvo que caer en una tremenda emboscada zapaterista, en la que Rodríguez Zapatero garantizó que Mas
gobernaría después de las elecciones si era el más votado para la Generalitat y
que no habría otro Tripartito.
En el
penúltimo rellano antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el «Estatut», José Montilla intenta impulsar una postura «de
unidad a la catalana» exigiendo la reconstitución del TC, en alarde de exótico
pluralismo y de una «Cataluña de todos» que margina al PP -como ya se hizo en
el Pacto del Tinell- y al partido de Ciutadans. Una vieja resquebrajadura aparece en el
desconchado techo común del PSC-PSOE porque Zapatero sigue en un lecho de
faquir ajeno a la recomposición del TC y a la espera de que escampe. No es que
a Montilla le impulse un interés mito-poético por el «Estatut»:
solo le incentivan unas encuestas electorales en las que CiU avanza de modo
significativo. En el PSC-PSOE ya solo mandan los capitanes del cinturón
industrial de Barcelona y de todos los capitanes quien manda más es Montilla.
Perder el poder sería ver desintegrarse el propio ADN, de modo
prosaico-trágico. Amplias redes de suma inacción genérica han debilitado las
energías políticas, sociales y económicas de la Cataluña civil que en un pasado
ya muy lejano tuvo aspiraciones regeneracionistas.
Bajo
la concha del apuntador, Zapatero está en una partitura por ahora distinta
después de haber sido el máximo instigador del nuevo «Estatut»,
el padrino del Tripartito y expendedor de la franquicia contra el PP todo vale
porque PP es igual a Franco. Eso, claro, lo dice el PP. Pero no cuesta creer
que Zapatero haya sido el principal deflacionista de la política catalana.
Quien podía sospecharlo cuando en diciembre de 2003 dijo con mirada de
entusiasmo: «!Apoyaré el «Estatut»
que salga del Parlament de Catalunya!»
Ser
un elemento nuclear del socialismo en España y amagar con no asumir una
sentencia del TC sobre el «Estatut» no es lo mismo
que ser secesionista según los postulados de ERC. Es mucho peor. Lo más posible
es que José Montilla vaya de farol -como tantas veces lo hizo el PSC al
amenazar con pedir grupo parlamentario en La Carrera de San Jerónimo-, pero el
gesto es muy feo, retóricamente procaz y desleal tanto con el PSOE como con el
«corpus» institucional hispánico. ¿Habrá o no sentencia del TC -ciertamente
tardío en sus pronunciamientos- antes de las elecciones autonómicas? ¿Qué
suerte de gestualismo institucional prepara José Montilla para oponerse al
Estado? No hay manera de explicarle creíblemente a la sociedad española que la
clave de todo sería deslizarse por el tobogán de la bilateralidad.
Apelar
a la conciencia de una Cataluña mítica que se enfrente al TC o niegue el valor
de las sentencia sobre el «Estatut» carece de futuro,
por mucho que Montilla sugiera que el TC no puede oponerse a ningún enunciado
del «Estatut». Dicho de otro modo: ni pivota ahí el
futuro de la Cataluña real. No se sabe a que otras
conciencias -salvo la ficción, la leyenda o farsa- puede apelar José Montilla
después de haber tenido el poder y haberlo dejado a la altura de aquellas
chapuzas en las que el sentido del ridículo involucra incluso al enemigo
político más irreductible. Es el caso, como ocurre con Montilla, de haber
querido ser el hombre fuerte del Estado en Cataluña para acabar buscando en el
occipucio del Tribunal Constitucional aquella vértebra axis en que la que el
punzón de hierro del garrote vil acaba con la vida del condenado.
Es
así como la política deflaciona; deflaciona
mecanismos vitales de una sociedad plural aunque parezcan desactivados. Hay un
margen prácticamente nulo para hablar de las dos almas del socialismo catalán,
PSOE y PSC. Lo que queda en pie es un viejo instinto, una concentración
inusitada de poderes opacamente imbuida de restos identitarios
en contradicción constante, de subterráneos transversales que intercomunican
bastiones políticos y mediáticos del poder. Para llegar a donde quería, el PSC
-con los chicos más listos e ilustrados en sus filas, con profesores de
bibliografía italiana e intelectuales de obra escasa- ha ido dejando los
últimos jirones de lo que algún día ya muy lejano se propuso ser y que, en la
antepenúltima de sus dislocaciones, ya solo consiste en ir lanzando piedras
contra la sede del Tribunal Constitucional como si definitivamente nada más
contase. A Zapatero eso le complace íntimamente y le perjudica públicamente. Es
que nadie está a salvo en una sociedad políticamente deflacionada.