Una cuestión de vísceras

 

 Artículo de Federico Quevedo  en “El Confidencial.com” del 09/04/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Les seré sincero a riesgo de las correspondientes críticas, pero no me cuento entre los que manifiestan un odio irrefrenable hacia el anterior presidente del Gobierno, José María Aznar, ni entre los que le dedican un inexplicable resentimiento a la luz de los hechos y del balance de sus ocho años de Gobierno. Como Vargas Llosa, creo que al poner en un lado la España que se encontró en 1996 y en otro la que dejó en 2004, el resultado solo puede ser favorable. Para unos eso implica que ha sido el mejor presidente de la democracia. Sin llegar a eso, yo diría que ha sido un buen presidente al que, sin embargo, le perdió su propia vanidad en los dos últimos años de su Gobierno, dos años en los que, a mi modesto entender, tiró por la borda la fructífera labor de los seis anteriores. El siglo XX dio grandes hombres –y mujeres- a las páginas de la historia. Churchill, Eisenhower, Adenauer, Schuman... Y más recientemente Thatcher, Reagan, Gorbachov, Kohl, Suárez… De las biografías de todos ellos destacaría un denominador común: que dejaron el ejercicio del poder y, antes o después, supieron pasar a un segundo plano de la vida política sin mayores aspavientos. Quizá en eso radique parte de su grandeza al margen de los desacuerdos que puedan generar por razones ideológicas. Todavía estos días leemos en la prensa que años después de haber dejado la Cancillería, Helmut Kohl va a ser objeto de un homenaje, por parte de su partido, que reivindique su legado.

Tengo la sensación de que tras aquel Congreso del PP del año 2001 en el que, definitivamente, dio por terminada su carrera política en cuanto acabara la legislatura, el ex presidente Aznar se puso como objetivo cruzar directamente la puerta grande de la Historia. Si pudiéramos preguntarle al primer presidente de la democracia –por desgracia su salud lo impide-, Suárez nos diría lo mucho que tuvo que pasar hasta que en este país se reconoció su labor por encima de otros condicionantes. Cest la vie. La política es así de injusta, pero va incluido en el sueldo. Aznar se dejó llevar por ese afán historicista vanidoso para tomar determinadas decisiones al margen de los ciudadanos. Decisiones que algunos, públicamente, compartimos porque creímos –y sigo creyendo- que, personalismos aparte, eran positivas para nuestro país. Pero cuando ese componente de personalismo forma parte de la decisión, se corre el riesgo de que la factura sea demasiado alta. Recuerdo, de aquellos tiempos, que al ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio, le decían aquello de que “cuando te ibas a ver tú en el mismo lado de la barrera que Rodrigo Rato”, a cuenta de la oposición de ambos al decreto de reforma laboral que dio de bruces al Gobierno con una huelga general. Empeño de Aznar en el momento más inadecuado.

Digo esto porque nada de lo que ocurrió entre el 11 y el 14 de marzo de 2004 hubiera tenido las mismas consecuencias de no haber mediado determinadas decisiones de aquel Gobierno en los meses anteriores, decisiones que pueden ser acertadas pero sobre las que hay que saber evaluar sus efectos. Y Aznar no lo hizo, pensando que aquella guerra le daba el pase definitivo a los libros de Historia. Un año después, no ha superado el trauma y en lugar de dedicarse a escribir y fomentar el debate ideológico en la Fundación que preside, pretende convertir la FAES en una sucursal del partido político del que depende, y quién sabe si en algo más que una sucursal. Ya me entienden por donde voy: el video, el famoso video, refleja un resentimiento y un rencor hacia todo lo que ocurrió en aquellos cuatro días de marzo que, por desgracia, hace que quién hasta ahora se había caracterizado por su talante liberal, educado, honesto y caballeroso, se asemeje tanto a los mismos que critica que se confundan sus maneras con las de esa izquierda que aquellos días aprovechó las circunstancias para saltarse algunas reglas del juego. Si algo tiene que demostrar la derecha es que ella si que está en posesión de ese talante, ese buen talante, que Zetapé pretende para sí como disfraz del radicalismo que le caracteriza.

Claro que eso no implica, ni mucho menos, recluirse en la crítica bondadosa. Pero Mariano Rajoy, a quien no le caracterizan las mismas maneras de su mentor, no podrá ejercer esa oposición dura al Gobierno más radical e incapaz que ha tenido nuestro país en su reciente historia mientras siga teniendo ahí, dependiendo de su partido pero fuera de su control político –y económico- una fundación que se dedica a ponerle chinas en el zapato. Ciertamente es injusto, muy injusto, el trato que ha recibido Aznar a cuenta de los atentados del 11-M. Ni siquiera Ibarretxe, a pesar de que comparte fines y objetivos con ETA –la independencia-, ha sido objeto de la barbaridad de ser tachado de asesino. Pero eso no justifica que el ex presidente pretenda una reparación inmediata, aún a costa de perjudicar los intereses políticos del partido que él mismo refundó. Entre otras cosas porque, haciendo justo lo contrario, es decir, contribuyendo a consolidar el liderazgo de Rajoy y no obstaculizando su labor de oposición, será como logre esa reparación que tanto anhela, una vez que el PP consiga recuperar el poder, sea cuando sea.

Hace un año, el PSOE pretendía que doce meses después de su victoria la brecha con el PP fuera de 14 puntos y que el principal partido de la oposición estuviera abocado a una crisis sin precedentes, del estilo de la que llevó a la tumba a la UCD. No ha sido así, pero el riesgo permanece si esa derecha civilizada, moderna y reformista que pretenden Rajoy y su equipo –escaso equipo- se sigue viendo amenazada por los personalismos de algunos y las agendas particulares de otros. Se habla de movimientos de tierra en la sede de Génova 13. Rajoy es un hombre de dificultad a la hora de forjar equipos, entre otras cosas porque él nunca ha sido de nadie, siempre ha sido de Rajoy, y si no que se lo digan a Rato, a quién le ocultó durante mucho tiempo el nombre del sucesor de Aznar, es decir, el suyo propio. Aznar tomó una decisión –sin que nadie se lo pidiera, por cierto-, y ahora no puede cambiar el curso de la historia, y en lugar de contribuir a que esos movimientos se conviertan en terremotos, debería de hacer un gesto que, de una vez por todas, le permita a Rajoy acallar todas las voces que se levantan en su contra. Haría bien Aznar en recordar aquellas palabras de De la Bruyère: “Una alma grande está por encima de la injuria, de la injusticia y del dolor”. ¿Lo está él?