CAMINO DE LA III REPÚBLICA CONFEDERAL DE ESPAÑA AL TIEMPO QUE ZAPATERO PERVIERTE LA MEMORIA HISTÓRICA

 

 Artículo de Federico Quevedo  en “El Confidencial Com” del 07.04.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

El pasado miércoles pude escuchar al presidente Rodríguez afirmar en el Senado que “la España de hoy mira con orgullo y satisfacción a la II República” y, qué quieren que les diga, se me cayó el alma a los pies. Siempre me he confesado republicano por una cuestión tan simple como la de que me parece una perversión de la democracia el hecho de que ésta acepte la monarquía, sea en la forma que sea, porque no se ajusta a la normal elección del Jefe del Estado por voluntad popular, de tal modo que tampoco su actuación se puede someter al juicio de las urnas. Pero si hay un periodo de la historia reciente de España que, por el modo en que se sucedió, puede hacer aborrecer la república como forma de organización del Estado ése es, precisamente, el que colapsó el periodo que va entre 1934 y 1936, dando lugar a una Guerra Civil y la posterior dictadura. Aprender de los errores del pasado es una de las enseñanzas que los seres humanos deberíamos interiorizar con mayor exigencia, pero siempre hay quien hace de su capa un sayo.

En lugar de pasar esa página –o esas páginas- de nuestra Historia y, por el contrario, dar continuidad al consenso de la Transición, Rodríguez decidió –lo tenía decidido antes de acceder al poder de modo accidental- practicar el revisionismo histórico y dar continuidad a lo que él entiende que se truncó con la Guerra y la dictadura. En el fondo de su alma Rodríguez ansía la instauración de una nueva República, la Tercera República Confederal de España, nacida, en primer lugar, de la desmembración territorial y, en segundo lugar, de la traición a la Constitución del 78 y al modelo de Estado que la mayoría de los españoles acogió en su seno para avanzar hacia una convivencia en paz y libertad. Por eso es rotundamente falso, la mayor de las mentiras y una perversión falaz de la memoria histórica, afirmar, como hace Rodríguez, que la República “iluminó” la Constitución del 78 y que las conquistas de aquel momento están hoy “en plena vigencia y alto grado de desarrollo” en España.

De sus afirmaciones cabe deducir que Rodríguez sufre una especie de amnesia histórica producto de su propia ensoñación. Es lo que le ocurre, por ejemplo, cuando sube a su abuelo a los altares de la excelencia republicana. El mismo abuelo que durante el levantamiento de Asturias en el 34, y a las órdenes nada menos que del General Sanjurjo, se alzó con la categoría de ser uno de los mayores represores de la revuelta minera que, en realidad, era un Golpe de Estado en toda regla contra el ordenamiento constitucional, el principio del fin de la República, la espita de su colapso, la mecha que hizo estallar la Guerra Civil dos años después.

Si algo se puede decir de la Constitución del 78 es, precisamente, que su fortaleza radica en no haber repetido los errores del pasado y en fundamentar su pervivencia en el consenso que ha hecho posible la convivencia sin odios ni resentimientos. La II República trae a nuestra memoria real tiempos convulsos y violentos, de permanente regresión de las libertades individuales, de continua trasgresión del orden constitucional, de sectarismo ideológico y rupturas territoriales que dieron al traste con la idea liberal de la República que alumbraron sus primeros impulsores, convirtiéndola en una experiencia antidemocrática y totalitaria gobernada por una izquierda revolucionaria y marxista.

Lo preocupante hoy es, precisamente, que Rodríguez se haya puesto al frente de una cuadrilla radical con voluntad revisionista que utiliza la República como coartada para llevar adelante un proceso de regresión en la idea liberal que también alumbró la Transición, y provocar una especie de cataclismo socio-político cuyo objetivo final no es otro que el de acabar con el consenso constitucional de 1978 y, a su vez, el modelo de Estado surgido de la generosidad de todos en aquel momento. Rodríguez se cree a pies juntillas una especie de salvador de la Patria que ve en el proceso constitucional la continuación del franquismo, y se niega a aceptar que, precisamente, lo que implica la Reforma del 78 es la victoria de la Libertad frente a la dictadura. Parafraseando a Ortega, cabría decir aquello de que “cuando un loco o un imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que al mismo tiempo cree que están convencidos todos los demás mortales”.

Su discurso del pasado miércoles en el Senado, sin embargo, abre los ojos sobre cuáles son sus verdaderas intenciones, aporta luz a esta especie de vivir en un permanente desasosiego provocado por sus audacias. Probablemente fue una de las pocas veces en las que Rodríguez habló desde sus sentimientos y no desde ese modo marketiniano de dirigirse a la sociedad como si fuera uno de esos Testigos de Jehová que va de puerta en puerta vendiendo biblias. Y, por ser así, escucharle hablar de la II República desde la idealización aumenta la desazón que provoca la simple sospecha de sus planes. La aprobación del Estatuto de Cataluña avanza, precisamente, en esa idea de una España confederal y republicana, precisamente por que en ese concepto de modelo de Estado, creo que lo he dicho alguna vez, no tendría sentido la actual estructura de Monarquía Parlamentaria: ¿de qué Estado sería monarca el Rey, si cada uno de ellos se configura como República?

No resultó baladí que Alfonso Guerra comparara esta misma semana la situación creada por el Estatuto de Cataluña, y lo que ya se avecina como una cascada de estatutos reclamando naciones y nacionalidades históricas, con la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por mucho que ayer mismo rebajara el alcance de sus palabras, lo cierto es que la combinación de leninismo que subyace en el fondo ideológico de una parte de nuestra izquierda, con un nacionalismo exacerbado y radical, puede acabar provocando un proceso de balcanización de consecuencia catastróficas y, hoy por hoy, inimaginables en su alcance perverso sobre la configuración del Estado. Lo que Rodríguez ha iniciado con el Estatuto de Cataluña es el vaciamiento institucional de nuestro modelo constitucional sobre la base de una revisión histórica pérfida y fraudulenta que volverá a resucitar viejos odios y rencillas. Mal asunto.