YO ACUSO: EPITAFIO DE UNA ESPAÑA ABOCADA A SER EL PRECIO POLÍTICO QUE PAGARÁ ZAPATERO A ETA

 

 Artículo de Federico Quevedo  en “El Confidencial Com” del 21.04.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

Siento ser tan pesimista, pero el modo en que se suceden las cosas desde que la pandilla de canallas decretara el ‘alto el fuego permanente’ no invita, ni mucho menos, a la esperanza. Se cumplían esta semana dos años del Gobierno de Rodríguez. Un aniversario del que no sólo no hay nada por lo que congratularse, sino que en sí mismo es la constatación de cómo se puede gobernar de espaldas, ya no a la sociedad, sino a los intereses generales del país, y en contra de su futuro. Salus populi suprema lex, escribía John Locke en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Ese debe ser el criterio único y perdurable que conduzca la labor de un gobierno, pero no es, ni de lejos, el que guía la actuación del Gobierno de Rodríguez.

Estos han sido, déjenme que lo diga con esta contundencia, los dos peores años de nuestra reciente historia democrática. Han sido veinticuatro meses de engaños y mentiras, de políticas divisorias, de búsqueda de la confrontación, de rencor y resentimiento, de perversión histórica, de traición al consenso constitucional, de depreciación de nuestra valoración en el exterior, de indolencia en los asuntos que realmente preocupan a los ciudadanos –la economía, la delincuencia, la inmigración, la educación, la sanidad...-. Han sido dos años en los que el Gobierno ha trabajado para sí mismo, para apuntalar un poder al que accedió gracias a los horribles atentados cometidos aquel 11 de marzo de 2004 con un único y estudiado objetivo: el de desalojar al PP del poder.

Es, por lo tanto, un aniversario amargo. Y no porque se produjera un cambio en el Ejecutivo, que ésa es, por otra parte, la gran virtud de la democracia, su esencia: la alternancia. Lo es porque esa transmutación se produjo sobre la secuela del horror y la manipulación de las conciencias. Que el bien del pueblo sea la ley suprema. Si de algo se puede acusar a Rodríguez es de no haber tenido nunca en cuenta el bien del pueblo en el ejercicio de su Gobierno, quizás porque su mandato nace atado de pies y manos a esos terribles atentados de los que seguimos sin saber la verdad, y sobre los que arrecia la duda y la sospecha, todavía más por la inconsistencia de un sumario escrito bajo la estricta supervisión de servicios de información que ahora Rodríguez ha puesto en manos de Rasputín.

Con todo, si a Rodríguez le acuso, y lo hago consciente de la gravedad, de haber traicionado el consenso constitucional y de haber mentido al pueblo soberano al que se supone sirve, el presagio de una segunda parte de la legislatura que amenaza con llevar a cabo la demolición de la estructura del Estado y, sobre todo, el pago político de una falsa paz, imprimen a la misma un estado de angustia y profundo desaliento. Es cierto, no voy a negarlo, que mientras esta sociedad adormecida, anestesiada de sí misma, pueda seguir colgando el cartel de ‘completo’ en los establecimientos hoteleros durante la Semana Santa, pocas cosas serán las que puedan despertarla del letargo. Pero eso no es óbice para la denuncia de lo que en estos próximos dos años puede consumarse como la mayor de las desdichas y la humillación colectiva: la entrega de la propia nación como precio político a una pandilla de asesinos.

“Florecientes y poderosas ciudades se deshacen en la ruina y, con el tiempo, llegan a ser olvidados rincones desolados” (Locke). Este país que un día se permitió tutear a los poderosos, camina hoy directo hacia su propia perdición. Nada puede ser peor y más cobarde que entregar, a quienes han actuado con violencia y cobrándose el precio de la sangre contra la libertad y la democracia de un pueblo, las llaves de su futuro. Y eso es, exactamente, lo que planea hacer Rodríguez en lo que resta de su legislatura y en la siguiente, si es que los ciudadanos le conceden, una vez más, una confianza fundamentada en una artimaña falaz y concienzudamente manipuladora.

La pandilla de canallas y los secuaces que la apoyan se han convertido, de un tiempo a esta parte, en referente obligado, en necesarios interlocutores, en “hombres de paz” en palabras de quienes no se avergüenzan por compartir con ellos fines y objetivos, quizás porque, por una parte, los viles asesinos tienen en sus manos el poder político presente y futuro de Rodríguez, y quizás porque, de otra, en el fondo comparten la misma ambición totalitaria. “No es, pues, un cambio de condición, quizá producido por la corrupción o la decadencia, lo que interfiere en las funciones del Gobierno, sino la tendencia a dañar u oprimir al pueblo, y a erigir un partido separado de los demás y rebelde a una sujeción uniforme”, escribía Locke. Palabras oportunas para escenificar lo que hoy no es más que la simiente de la autarquía, pero que mañana puede completarse como el árbol del absolutismo.

Rodríguez se ha otorgado a sí mismo una prerrogativa que excede el poder de hacer un bien público. Entre otras cosas porque lo que él llama “proceso de paz”, y que no es más que el calendario de la claudicación que ya está pactada desde antes de aquel 11 de marzo de 2004 y sellado a sangre y fuego en esa misma fecha, solo podría estar legitimado sobre la base de un amplio consenso institucional. Pero aunque Rodríguez quiera vestirlo de consenso, lo cierto es que la pretensión de incluir a la principal fuerza de oposición en el mal llamado “proceso de paz” no es más que una astucia, un ardid, una emboscada...: la añagaza con la que Rodríguez quiere hacer creer que goza de un amplio respaldo que, realmente, no requiere ni quiere, porque lo pactado, pactado está, para ruina de este país y de su futuro como nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes.

Hablo, fíjense bien, de entregar nuestra libertad a cambio de una falsa paz, que sólo sería posible conseguir plenamente bajo la premisa de una derrota sin paliativos de la banda de asesinos. El simple hecho de que el propio presidente acepte que una entrega de armas no vale como gesto, porque al día siguiente la pandilla de canallas podría volver a comprarlas en el mercado negro, lleva implícito el reconocimiento de la verdad y el fondo de la tragicomedia a la que estamos asistiendo: no existe voluntad de dejar las armas, y Rodríguez lo sabe. Luego, la razón de este pago de un precio político a los asesinos no radica en su deseo de dejar de matar, sino en la razón y el objetivo de una matanza anterior, que llevó a Rodríguez al poder.

Sé que esto es casi como predicar en el desierto. Les invito, sin embargo, a presenciar ajenos de cualquier motivación política el modo en que los dirigentes del PSOE hablan de los líderes de Batasuna e, incluso, se dejan fotografiar con ellos en singular armonía y compenetración. ¿Nos les asusta? Les recuerdo que esos mismos que hoy se presentan como ‘hombres de paz’ y apóstoles del diálogo no han pedido perdón por ni una sola de las muertes que los de la serpiente han ido acumulando en su rastro de sangre y batalla contra la libertad. Pero ahora son las víctimas los ‘malos’ porque desconfían de la palabra de los asesinos y los canallas.

¿Qué es lo que ha hecho este país para humillarse hasta ese punto? ¿Qué le lleva a confiar su futuro en las manos de quien no duda en estrechárselas a quienes las tienen manchadas de sangre? ¿De verdad hace dos años le votaron para llevar a cabo el derribo de lo que habíamos construido en los treinta anteriores, y pactarlo con quienes intentaron evitarlo por la vía de las bombas y el disparo en la nuca? No lo creo, ni lo creeré, “porque los que tienen el poder, cuando maquinan contra el pueblo ejerciendo una autoridad que el pueblo jamás puso en sus manos (pues nunca podría suponerse que el pueblo haya consentido en ser gobernado para su propio daño), están haciendo algo a lo que no tienen derecho”. Locke resuelve este conflicto supremo por la vía de la apelación a los cielos. Yo creo que bastará, en su momento, con la vía de la apelación a la Justicia. Espero que esto sirva como acuse de recibo, aunque solo sea porque nos merecemos una España mejor que la que nos ofrece Rodríguez.