DECLIVE DE ESPAÑA

 

 Artículo de Federico Quevedo en “El Confidencial Com” del 03.09.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Unas horas antes de empezar a escribir estas líneas, un buen amigo a quien pedí consejo post-vacacional sobre el tema de este primer artículo tras el descanso estival, me dijo sin dudarlo: “Tienes que escribir sobre el declive de España”. Eso es muy amplio, le vine a decir. “Sí, porque son muchos los motivos que pueden llevar a afirmar que hay un declive de la idea de España tal y como la concebimos en la Transición, pero de lo que yo te hablo es de una crisis de ideales, del agotamiento de los principios éticos que hicieron posible la transformación tan espectacular que hemos vivido en estos treinta últimos años. Te hablo, en definitiva, de una crisis moral”. Lo expresa muy bien Giovanni Sartori al señalar cómo el hombre occidental ha dejado de ser un ‘ser moral’ para convertirse en un ‘animal económico’. Y en España vivimos ante la constatación de cómo los individuos, ante su progreso económico, son perfectamente capaces de abandonar en la cuneta cualquier ideal y permitir que su Gobierno profundice en el desarme moral y político de una sociedad instalada en el conformismo y la complacencia.

Duro, ¿verdad? Sé que no es lo más optimista después de unos cuantos días de descanso y relajación. Pero lo cierto que sólo el mes de agosto ha servido como espejo de esta sensación de declive: desde la crisis humanitaria de los inmigrantes, hasta la hipocresía del envío de tropas al Líbano en nombre de una falsa paz, pasando por los incendios y las crisis aeroportuarias, para finalizar en la peor de todas las humillaciones morales, es decir, la claudicación ante el terror en todas sus formas. Probablemente lo peor que pudo hacer el Gobierno de Aznar fue forzar un progreso económico que nos ha instalado en una posición tan acomodada que nos ha hecho cerrar los ojos y taparnos los oídos ante el modo en el que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero está apretando las tuercas del desarme moral y el emborronamiento de nuestra identidad. Es cierto que, como me recuerdan muchas veces los foreros de este diario, España no se ha roto al día siguiente de que se aprobara el Estatuto Catalán. Nunca dije que sería así. Pero el final del modelo que todos aceptamos tras la muerte del dictador no llega porque Maragall y Carod Rovira salgan al balcón del Palau de la Generalitat a proclamar la independencia de Cataluña. No, llega porque una vez aprobado el Estatuto son varias las leyes que el Gobierno va a llevar al Parlamento en este nuevo periodo de sesiones que no serán de aplicación en aquella Comunidad. Se ha acabado con los principios de igualdad y solidaridad interterritorial, que eran esenciales para la construcción nacional.

Tocqueville, que fue uno de los grandes ideólogos de la democracia liberal, afirmó un 12 de septiembre de 1848 ante la Asamblea Constituyente francesa lo siguiente: “La democracia y el socialismo se unen solo por una palabra, la igualdad; pero nótese la diferencia: la democracia quiere la igualdad en la libertad, el socialismo quiere la igualdad en las incomodidades y en la servidumbre”. Es decir, en la falta de libertad. De manera sinuosa, de tal forma que casi ni nos damos cuenta de cómo vamos cediendo espacios de libertad individual a favor de una idea colectivista de entender las relaciones humanas, pero lo cierto es que en favor de la igualdad predicada desde una ideología instalada en el radicalismo y el conformismo moral, la libertad comienza a ser un bien escaso. Hemos dejado atrás la ética kantiana para entregarnos rendidos a la ética comunista del ‘todo vale’. Por eso hemos estrechado lazos con el populismo antiamericano de latinoamérica y por eso defendemos el derecho de Irán a tener armas nucleares. ¿O es que piensan que lo que afirmaron Máximo Cajal, el embajador de Rodríguez para la Alianza de Civilizaciones, y Felipe González en Irán no está de acuerdo con la filosofía que impregna al nuevo Ejecutivo?

De ahí que tache de cínica e hipócrita la decisión del Gobierno de enviar tropas al Líbano. Lo mínimo que podría hacer Rodríguez es, como le ha pedido Mariano Rajoy, comparecer en el Parlamento y dar explicaciones de una misión que, en absoluto, está exenta de riesgos. Es una misión de guerra, de guerra contra el terrorismo. Terrorismo financiado y protegido por Siria e Irán, los dos países ante los que el Gobierno de Rodríguez se muestra complaciente, porque participan del objetivo antinorteamericano que delimita buena parte de la política de los regímenes populistas latinoamericanos y los islamistas radicales. ¿Por qué? Estados Unidos, con todos sus errores y sus equivocaciones, es la imagen de lo que más odian: la democracia liberal, la libertad individual. ¿Por qué oscura razón nuestro Gobierno se alinea con los paladines del terror, los apóstoles del odio, los predicadores de la violencia y la muerte? Sartre, que no es, ni mucho menos, uno de mis favoritos, escribía junto a Merleau-Ponty en Temps Modernes, tras la II Guerra Mundial, una dolorosa reflexión: “Creíamos, sin pruebas, que la paz era el estado natural y la sustancia del universo, que la guerra no era más que una agitación temporal de su superficie. Hoy reconocemos nuestro error: el fin de la guerra no es sencillamente más que el fin de esta guerra”.

Lo que se está jugando en el tablero de las relaciones internacionales, y en el tablero de las nacionales, no es más que la supervivencia de un modo de entender las relaciones humanas, un modo heredado de los padres de la democracia liberal, con el que quieren acabar las fuerzas del terror y del totalitarismo. La negociación con ETA y la claudicación del Gobierno al chantaje terrorista pone de manifiesto la debilidad extrema de un sistema de valores en crisis, como decía al principio. El mismo hecho de que los atentados del 11-M lograran su objetivo de cambiar un Gobierno nos enfrenta ante la cruda realidad de nuestros días: matar es rentable a la hora de obtener determinados objetivos. Lo demuestra la manera en que el Gobierno de Rodríguez se pliega a las exigencias de los terroristas, la manera en que la propia sociedad, quizás inconscientemente, se plegó a la exigencia terrorista de provocar un vuelco electoral, la manera en que buscamos el modo de no incomodar a regímenes que han hecho del nihilismo una bandera definitiva, y del odio una arma eficacísima que, como afirma André Glucksmann, “multiplica por diez el miedo que difunde”. Y nosotros, en lugar de situarnos definitivamente del lado de la libertad y la democracia, jugamos a ser condescendientes con ellos.

Ese es el declive moral de nuestro país. Nada funciona. Da igual que se trate de pavorosos incendios que asolan regiones enteras, que de la invasión de nuestras costas por cayucos repletos de inmigrantes que huyen de la miseria y de los cuales muchos fallecen en el intento. El Gobierno no tiene respuestas. No sabe qué hacer, y se limita a firmar convenio tras convenio sin que realmente se adopten medidas eficaces para paliar los problemas. Y lo que cabe preguntarse es si, realmente, existe voluntad de querer afrontarlos o, por el contrario, lo que realmente mueve al Gobierno de Rodríguez es un interés ideologista por seguir apretando las tuercas de ese desarme moral al que contribuye eficazmente la sensación de caos. “Para el ideólogo, quien disiente es un enemigo que debe ser tratado como enemigo. Y para él, el máximo enemigo ‘objetivo’ es precisamente el pluralismo”, escribe Sartori. Durante treinta años hemos vivido intentando llevar a cabo un modelo de libertad y democracia muy determinado, a cuyas reglas del juego incluso se sometió el socialismo durante poco más de una década de Gobierno. Pero ahora ese mismo socialismo ha vuelto a abrir la puerta de un ideologismo conformista y pragmático que abandona los ideales que hicieron posible la Transición. Esto es lo que nos vamos a jugar en el futuro, en un curso político en el que las urnas vuelven a estar presentes después de dos años y medio de silencio.