NO TODOS SOMOS RUBIANES

 

 Artículo de Federico Quevedo en “El Confidencial Com” del 16.09.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Por suerte, créanme. No lo somos porque, para bien de la convivencia en general, no todos somos unos groseros, unos impertinentes, unos maleducados, unos irrespetuosos, unos malhablados, unos soeces, unos lenguaraces, unos insolentes, unos descarados y unos chaqueteros. Y, sobre todo, no somos unos sectarios a pesar de que para las fuerzas de la izquierda formemos parte de una caverna tenebrosa. Ustedes, que son lectores inteligentes y avispados, convendrán conmigo en que si el actor Pepe Rubianes hubiera dicho de Catalunya en Telemadrid lo que de España dijo en la TV3, habría sido objeto de un verdadero linchamiento moral –si no del otro- por parte de la misma izquierda que ahora se lleva las manos a la cabeza simplemente porque, por una cuestión de respeto a las instituciones y a la nación que nos da cobijo, se le ha negado a un teatro público para representar su obra Lorca somos todos, que sí que podrá representar en una sala que le ha cedido el sindicatro CCOO. Y me parece bien.

Ni que decir tiene que en el caso contrario Rubianes habría sido objeto de una persecución implacable, declarado persona non grata en Catalunya, y que si alguna sede del PP se hubiera puesto a su disposición para representar su obra, habría sido quemada por las juventudes neonazis de ERC, y sus militantes molidos a palos por los mismos que el otro día llevaban camisetas en las que se podía leer Rubianes somos todos con el amparo de ese personaje que se ha mostrado capaz de dejar a Goebbels en pañales llamado José Montilla. Yo sé que al alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, le ha costado tomar esa decisión, pero la aplaudo, porque no es pertinente que un político que cree en la idea de España y que asume el espíritu de concordia que hizo posible la transición acepte de buen grado que un sujeto afirme en una televisión controlada con dinero público, es decir, con los impuestos de todos los españoles: “Que se metan a España en el puto culo a ver si les explotan los huevos”.

En fin, no sigo transcribiendo las declaraciones de este personaje porque, sinceramente, me producen náuseas, y ustedes ya las conocen. En cualquier otro país serio, semejante alegato contra la nación, contra la Patria, sería objeto de denuncia y de sanción, pero en este nos seguimos avergonzando, por desgracia, de ser lo que somos, a pesar de que nuestra historia es rica en hazañas que hemos conseguido llevar a cabo, precisamente, porque trabajamos codo con codo bajo una misma idea de España y de proyecto futuro en común. Pero esta es nuestra tragedia, la España inteligible sobre la que escribió Julián Marias, inmersa en un pesimismo antropológico que llevó a Ortega a afirmar que “por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre su pasado, en lugar de hacérselas sobre el porvenir, que sería más fecundo”. El español no tiene la entereza moral del orgullo, más bien al contrario parece avergonzarse de sí mismo, y eso acaba en aquello que también denunciaba Ortega: “Hay pueblos que se quedan por siempre en ese estadio elemental de la evolución que es la aldea”.

Recientemente un amigo me contaba que durante un viaje al extranjero este verano, había coincidido en un grupo con otros españoles, lo cual no supo hasta que la guía preguntó las nacionalidades de los viajeros. No hubo problemas con los españoles hasta que llegó el turno a unos catalanes que, en perfecto castellano, negaron su españolidad para desconcierto de la guía y los organizadores del viaje, y vergüenza de mi amigo y el resto de los compatriotas allí presentes. Fuera de nuestras fronteras no se entiende esta obsesión antiespañola de vascos y catalanes, salvo en aquellos países que han sufrido el efecto de la balcanización y sus nefastas consecuencias. Pero, sobre todo, lo que es incomprensible es ese odio irrefrenable hacia todo lo español, como si de verdad durante siglos hubieran sido vendidos como esclavos a los señores feudales castellanos, cuando la realidad es que vascos y catalanes han contribuido de manera muy activa y generosa a la configuración de España como nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes.

Pero más sorprendente, si cabe, es el hecho de que la izquierda española, tradicionalmente centralista, se haya subido al carro de esta ola separatista y de odio hacia todo lo español, aunque si nos atenemos al devenir de nuestra historia, lo cierto es que unido a la izquierda ha ido siempre un espíritu antinacional y destructivo, quizás porque la izquierda es consciente de que las empresas nacionales son propias de una cultura liberal del esfuerzo y la libertad individuales, ajenas, obviamente, a su concepción totalitaria del poder. Solo desde esta perspectiva es comprensible el ataque despiadado y obsceno de Rubianes a España. Rubianes, gallego de nacimiento y educación, es tan español como cualquiera de nosotros, y el lo sabe, pero personaliza en la idea de España el odio que destila la izquierda hacia todo aquello que desborda sus esquemas utilitaristas, y no duda en participar de la propaganda totalitaria cuyas consecuencias “son la destrucción de toda moral social, porque minan uno de sus fundamentos: el sentido de la verdad y su respeto hacia ella” (F. A. Hayeck).

Por eso no todos podemos ser Rubianes. No podemos ser Rubianes los que creemos en la libertad individual, en la democracia, y en el respeto a las ideas de los demás. Y me responderán ustedes que hay que respetar a Rubianes... Si, pero no a sus insultos y sus obscenidades. No al modo grosero y lenguaraz con el que ataca una idea común y esencial para nuestra convivencia. Los mismos que defienden a Rubianes, los de la camiseta, son los que cuando el PP organiza un acto para sus militantes acuden a atemorizar, insultar e, incluso, agredir, simplemente porque no pueden aceptar que haya gente que no piensa como ellos, y hacen buena aquella afirmación de Mussolini según la cual “conforme la civilización asume formas más complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo”. Quienes creemos en la pluralidad no podemos ser Rubianes. Quienes creemos en la liberalización, no podemos ser Rubianes. Quienes creemos en el esfuerzo individual y colectivo como receta para el desarrollo, no podemos ser Rubianes.

Rubianes pertenece a la cultura del subsidio y la planificación, a la mentalidad de la subvención y la ayuda del Estado. Rubianes es de los que creen que la cultura, ‘su’ cultura, debe sufragarse con los impuestos de ciudadanos a los que se somete a la obligatoriedad ideológica y fiscal. Ellos no aceptan la discrepancia ni siquiera a la hora de decidir si nos gusta o no una determinada manifestación de ‘su’ cultura: aunque no paguemos el ticket de la entrada, habremos contribuido con nuestros impuestos a la supervivencia de lo que, probablemente, siempre será un alegato contra una parte de la sociedad cuyo fundamento ideológico es radicalmente distinto al suyo. No digo yo, que no lo se, que su obra Lorca somos todos, sea fruto de la subvención, aunque no me extrañaría. Pero si no es esa obra, será otra que, igualmente, incida en la separación, en la ruptura, en la consagración de las ‘dos Españas’ que tanto daño ha hecho a nuestra convivencia favoreciendo nuestro desarrollo como aldea en lugar de cómo país. Sinceramente, si Lorca levantara la cabeza, dudo mucho que estuviera de acuerdo con todo esto, y mucho menos con Rubianes.

¿Saben una cosa? De todo este fanatismo o, mejor, contra todo este fanatismo escribía, y lo hacía con una habilidad magistral, Orianna Falacci. Su muerte deja un vacío inconmensurable en la causa de la lucha por la libertad. Ojalá la haya acogido el cielo en su seno. Descanse en paz.