EL ESPÍRITU LIBERAL DE LA TRANSICIÓN

 

 Artículo de Federico Quevedo en “El Confidencial Com” del 16.06.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Puede haber democracia sin libertad, pero no puede haber libertad sin democracia. Esa fue, sin duda, la máxima que guió los pasos de los hombres y mujeres que hace treinta años condujeron a esta gran nación llamada España por la senda de la democracia liberal. “La libertad es como el aire que se respira –afirmaba Suárez unos años después-, solo notamos su ausencia cuando falta. De ahí que, al menos, todos quienes participamos en la Transición, desde los más distintos ángulos, merezcamos, en justicia, un cierto reconocimiento: el de haber sido capaces de traer a España un nuevo aire de convivencia política: el aire de la libertad y la democracia”. Aquellos hombres y mujeres hicieron frente a quienes buscaban la división y el enfrentamiento, por un lado una izquierda rupturista que no creía en la bondad de la reconciliación, y por otro las fuerzas del régimen todavía presentes en las estructuras del Estado, que veían como su poder peligraba frente al avance de la libertad. Hoy miramos hacia atrás con cierta condescendencia y hablamos de aquellos años como si las cosas hubieran sido fáciles, pero lo cierto es que fueron tiempos difíciles, de muchas tensiones, y durante los cuales la libertad estuvo en riesgo en muchas ocasiones.

Pero de aquel esfuerzo capitaneado por Adolfo Suárez, a quien hoy son muchos los que tratan de ignorar y de hurtarle el mérito –compartido- de haber traído la libertad y, sobre todo, la reconciliación, a este país, se obtuvo el fruto de un futuro común en libertad y democracia que superaba pretéritos enfrentamientos, rencillas y rencores. Ese esfuerzo se plasmó en una Constitución que, treinta años después, podemos llamar la Constitución de la Concordia y que es, en esencia, una de las muestras más eficientes de constitucionalismo liberal en todo el mundo, ejemplo para muchos otros países, aunque por tratarse de una obra humana sea susceptible de mejoras. Esa Constitución, diría Suárez, “expresa la convicción de que no hay dos Españas irreconciliables y en permanente confrontación. Creo que es el triunfo de la voluntad común de alcanzar una razonable, ordenada y pacífica convivencia para todos los españoles”. Suárez había llevado a cabo, sin duda, una de las obras reformistas más espectaculares que había vivido nuestro país, y lo había hecho desde la práctica del consenso y el respeto a las ideas de los demás, desde el convencimiento de que una democracia liberal no podía funcionar sin una profunda fe en el pluralismo político.

Escribiendo el libro Pasión por la libertad. El pensamiento político de Adolfo Suárez, he encontrado numerosos documentos que reflejan esa profunda pasión liberal que acompañó al ex presidente durante toda su trayectoria política, y que ayer resumía el líder del PP, Mariano Rajoy, resaltando esa vocación de servicio a los ciudadanos que acompañó cada movimiento de las personas que hicieron posible esa apuesta formidable por la libertad: nunca actuaron por interés personal, sino empujados por una decidida entrega a los intereses colectivos de la sociedad española. ¿Podemos decir lo mismo de los gobernantes que hoy en día dirigen nuestros destinos? La verdad, perdónenme que sea tan sincero, es que si el hombre en cuyas manos el destino y el Rey encomendaron la tarea de llevar a cabo la transición de la dictadura a la democracia, en lugar de Adolfo Suárez, se hubiese llamado José Luis Rodríguez Zapatero, de ninguna manera las cosas hubiesen salido como salieron. Y aunque sería una estupidez por mi parte hacer elucubraciones sobre lo que hubiera ocurrido y a que tipo de enfrentamientos hubiésemos llegado los españoles, lo que sí puedo garantizar es que la Transición nunca se hubiera emprendido desde ese espíritu liberal que hizo posible la obra de la reconciliación y la superación de nuestros propios miedos y rencores.

En mi libro sobre Suárez sostengo la tesis de que, en efecto, la Transición salió como salió, a pesar de los muchos obstáculos que hubo de superar –algunos de los cuales, como el terrorismo de ETA, todavía hoy permanecen-, precisamente porque el espíritu de la reforma albergaba ese profundo sentimiento liberal de respeto al pluralismo social, de fe en las personas, de confianza en la capacidad de los individuos en particular y en la sociedad en general para superar sus propias deficiencias y de absoluto convencimiento en que la soberanía nacional es el único garante del Estado de Derecho. Nada de todo esto prevalece en un socialismo que demuestra seguir anclado en un pasado colectivista y extraordinariamente lejano a la idea de libertad individual. La misma izquierda de la que el propio Suárez denunciaba su pretensión de “hacer tabla rasa de todo, desconociendo, incluso, el dato fáctico de nuestra convivencia real” es la que hoy maneja los entresijos del poder, una izquierda rupturista y fraudulenta en lo que a espíritu democrático se refiere, y que gobierna desde una concepción absolutamente patrimonialista del poder y su ejercicio.

No siempre ha sido así, eso es cierto. Es más, creo firmemente que existe una izquierda razonada y razonable; una izquierda que debemos reivindicar por el bien de todos; una izquierda consecuente con sus compromisos sociales y firmemente responsable en lo que a la defensa de la libertad y la democracia se refiere; una izquierda con la que ha sido posible el consenso y el entendimiento allí donde éstos han sido necesarios para superar los conflictos y los enfrentamientos; una izquierda que aceptó el componente liberal de la democracia precisamente porque en ese componente liberal ella misma se hacía fuerte frente a la tentación colectivista y totalitaria heredada del marxismo; una izquierda que hoy se encuentra sometida a la humillación de unos pocos que han convertido el espacio de poder en un cortijo personal y actúan movidos por intereses espúreos que ni siquiera se puede decir que sean de partido, y que son los herederos de esa misma izquierda rupturista que vio en la obra de la Transición peligrar sus objetivos totalitarios.

No es una invención mía. Pocos días antes de aquel 15 de junio de 1977 en que se celebraron las primeras elecciones democráticas, Suárez exponía a los españoles los riesgos que corrían: “A nuestra derecha existen partidos y coaliciones que propugnan reformas que nosotros consideramos absolutamente insuficientes”. Eran los herederos del régimen, que apostaban sólo por remozar la fachada del edificio. “A nuestra izquierda –añadía-, los partidos más importante ofrecen a corto plazo unos objetivos moderados, pero ellos mismos no ocultan que su meta es lograr una sociedad inspirada y dominada por la ideología marxista”. Eran los partidarios de la ruptura, los que abogaban por echar abajo el edificio independientemente de los daños que eso causara. Ese mensaje, como digo en el libro, sigue vivo, con el agravante de que el primer riesgo se ha visto sustituido por otro aún mayor, el del nacionalismo radical, que ha sumado esfuerzos con los partidarios de la ruptura. Suárez, sin embargo, consiguió llevar a cabo una profunda rehabilitación de un edificio que, a pesar de los años –quinientos, mas o menos-, conservaba unos muros firmes y unos cimientos bien anclados en la idea profundamente liberal de nación de ciudadanos libres e iguales.