A ESPAÑA SE LE ATRAGANTA CATALUÑA. ¿CULPABLE? RODRÍGUEZ

 

Artículo de Federico Quevedo  en “El Confidencial” del 03 de julio de 2010

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Cuando a la muerte del dictador los padres de la patria y autores de la Constitución se plantearon el nuevo modelo de Estado, llegaron a la conclusión de que frente al exceso de centralismo vivido en la dictadura, había que contraponer un modelo similar al federalismo existente en otros países como Estados Unidos, donde lo que prima es el acercamiento de la Administración a los ciudadanos por la vía de la descentralización política. El modelo casaba a la perfección con la idea de Estado liberal que fundamentó aquel proceso: un Estado abierto, plural, diverso y próximo al ciudadano, pero que en ningún caso se alejaba del principio esencial de unidad de la nación española. Se buscaba, en definitiva, la mayor participación de los ciudadanos en la vida política por la vía del acercamiento de ésta a la sociedad, al tiempo que se pretendía garantizar un mejor y más accesible servicio por parte de la burocracia administrativa. Esa idea descentralizadora se completó con un paso más que los constituyentes dieron en el caso de las llamadas comunidades históricas, fundamentalmente Cataluña y el País Vasco, a las que por una razón sentimental se dotó de algo más de autogobierno que al resto –aunque luego se fueron igualando todas las autonomías-, aun sabiendo que al abrir esa puerta se corría el riesgo de que el nacionalismo nunca estuviera satisfecho, como así ha ocurrido.

 

La ‘cesión’ a la presión nacionalista se completó con una ley electoral que ha permitido que partidos realmente minoritarios en términos de representación nacional tengan, sin embargo, una presencia en el Parlamento que supera con mucho la que en justicia les toca, otorgándoles un papel moderador de la política nacional que no les pertenece en la medida que su anhelo nunca es el interés general, sino el particular que les caracteriza. Con todo, los constituyentes, conscientes del riesgo, siguieron adelante confiados en que la firmeza de principios de los partidos nacionales llamados a gobernar España –el PSOE por la izquierda y la UCD, primero, y el PP, después, por el centro-derecha- nunca les llevaría a traicionar la Constitución y el espíritu unitario que la impregna. Hasta que llegó Rodríguez. Seguramente los padres de nuestra Carta Magna nunca pudieron imaginar que alguna vez este país pudiera estar gobernado por un hombre sin principios y absolutamente dispuesto a todo por el poder, pero así ha sido. Lo cierto es que durante toda la Transición y los distintos gobiernos que la han protagonizado, la unidad de la Nación ha sido de las pocas cosas que ha logrado importantes consensos, de tal manera que nunca se ha llevado a cabo reformas que afectaran al modelo territorial sin el concurso de las dos principales fuerzas políticas, fueran estas reformas estatutarias o legislativas.

Tal era su entrega a la ofensiva nacionalista, que los primeros borradores del Estatuto implicaban, en la práctica, la separación definitiva de Cataluña de España

 

Pero al final de la última legislatura del PP las cosas empezaron a cambiar. El proceso de traición al espíritu constitucional se puso en marcha con el Pacto del Tinell, avalado por Rodríguez, todavía en la oposición, y se completó a partir de 2004, aunque todavía las dos principales fuerzas políticas llegaron a un último acuerdo en esta materia: parar el Plan Ibarretxe, pero no por convicción de Rodríguez, sino porque no le convenía a sus planes que el País Vasco se adelantara a Cataluña. Superado ese escollo, Rodríguez –el Rodríguez que dijo aquello de que respaldaría el Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña- abrió la puerta al proceso secesionista catalán, impulsado por un Partido Socialista que, traicionando su propia idea de España, en aquella comunidad se hizo más nacionalista que el propio nacionalismo –algo que, por cierto, ya hizo en otras fechas de infausto recuerdo hace un siglo-. De hecho, tal era su entrega a la ofensiva nacionalista, que los primeros borradores del Estatuto implicaban, en la práctica, la separación definitiva de Cataluña de España. Consciente de que ni su propio partido aceptaría semejante reto, se propuso rebajar el tono de la reivindicación y, dejando de lado a los socios de su partido en el Tripartido, pactó con Artur Mas, en aquella famosa noche en que ambos se fumaron un cartón de Marlboro, un nuevo Estatuto más dulcificado pero que, en la práctica, era tan inconstitucional y tan provocador como lo que proponía ERC con palabras más gruesas.

 

El Estatuto se aprobó en las Cortes –pese a que muchos socialistas votaron tapándose la nariz- y en un referéndum que puso de manifiesto el escaso interés de la sociedad catalana por el asunto. Entonces no solo el PP, sino también otras instituciones, recurrieron ante el TC una norma que claramente suponía una reforma encubierta de la Constitución sin los trámites obligados para llevarla a cabo. Lo primero que hay que decir es que tanto el PP, como el resto de los recurrentes, cumplen una doble obligación moral, la de responder a la demanda de una parte muy importante de la sociedad española, y la de hacer valer la ley y el Estado de Derecho, razón por la que no puede ser censurable su actitud salvo que se haga desde una posición sectaria y, como bien dijo el jueves la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, fascista. Y es que, independientemente de lo ofendidos que se sientan algunos, cuando a un partido político o un grupo de personas se les pretende negar el derecho a discrepar, eso se llama fascismo, lo miren por donde lo miren. Y el caso es que, finalmente, después de una eternidad, el TC le ha venido a dar la razón al PP: había motivo para presentar el recurso, y eso es probablemente lo que más les ha incordiado. La sentencia, para que voy a negárselo a ustedes, deja mucho que desear, porque abre muchas puertas a que Cataluña mantenga una relación con España diferente a la del resto de Comunidades Autónomas, pero al menos anula los capítulos más secesionistas del Estatuto.

 

Si todo esto se quedara así, y se emplazara a un debate posterior, cuando en este país las aguas bajen más tranquilas, ya no esté Rodríguez en el poder y se pueda entonces hablar de una reforma de la Constitución que sirva para blindar al propio Estado de estas ofensivas nacionalistas, podríamos decir que bien está lo que, probablemente, bien acabe. Pero no es así. Lejos de dejar reposar la sentencia –a la espera de conocer la parte interpretativa de la misma-, el presidente Rodríguez se ha mostrado dispuesto a ir más allá y, como le pide Montilla, desarrollar la parte anulada del Estatuto por la puerta de atrás, es decir, mediante leyes que vulneren claramente la doctrina del Tribunal Constitucional. De nuevo nos encontramos en manos de un irresponsable que, dispuesto a todo por mantenerse en el poder, quiere hacer saltar por los aires el Pacto Constitucional y el modelo de Estado. Miren, cuando algunos advertimos de que este tipo de aventuras son peligrosas porque rompen la unidad de la Nación, no lo decimos por decir, ni pretendemos con ellos que esa ruptura se vaya a visualizar en un mapa distinto del territorio nacional. No, miren, esa ruptura se produce cuando resulta que un ciudadano español no puede hablar en su idioma natal en Cataluña, ni rotular en su tienda en castellano, ni ver una película de cine doblada al español. Y el único responsable de que el Estado haya dado un paso atrás y haya cedido en sus funciones de defensa de la legalidad y los derechos fundamentales de los ciudadanos en aquella región, se llama José Luis Rodríguez Zapatero.