LA PALABRA 'ESPAÑA'

 

 Artículo de Luis Racionero en “El Mundo” del 12.06.06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. 

 

Con un breve comentario al final:

 

 SI, PERO ALGUNOS SIGUEN LUCHANDO CONTRA MOLINOS DE VIENTO (L. B.-B., 12-6-06, 9:30)

 

 

Las naciones-estado sucedieron a las ciudades-estado, condados, ducados y reinos pequeños a los que aglutinaron en un conjunto de orden superior en tamaño y complejidad de organización. Ese conjunto nuevo, que se consolida hacía el año 1500, recibió los nombres de Francia, España, Inglaterra. Las palabras Alemania e Italia se aplican a sendas naciones-estado a partir de 1860, y en Estados Unidos se usa a partir de 1776. De modo que las naciones-estado no son esencias, sino conglomerados, como células que están compuestas de moléculas. La esencia de una célula es ser un conjunto de grupos anteriores y más pequeños, la característica de los cuales es ser un conjunto de otros grupos anteriores y más pequeños, y así bajando hasta llegar al individuo. Yo diría que los escalones de esta sucesiva organización y complejización (por no llamarla complicación) de los grupos humanos es: individuo, familia, municipio, comarca, región, nación, estado-nación, estados-unidos y mundo.

Hay palabras que representan una esencia, otras una cualidad pasajera, otras un suceso. Conviene no pensar que una palabra denota una esencia cuando en realidad alude a una estructura variable en el tiempo, aunque ese tiempo sean 500 años. La cuestión de la esencia de España causa estragos en el sentido común e incluso en la lealtad interna de los partidos: la definición de España, el famoso «qué es España», «me duele España» o «una de las dos españas ha de halarte el corazón», temas en el hit parade de la Generación del 98. Los del 98 plantearon las preguntas pertinentes -qué es España, cómo modernizarla, cómo europeizarla- pero erraron las respuestas.

¿Qué es España? Para Ganivet, una península; para Unamuno, Castilla; para Azorín, La Mancha; para Ortega, Castilla. Este planteamiento evade la cuestión fundamental: España es un conjunto diverso aunado políticamente hace sólo cinco siglos por el matrimonio de dos dinastías, no del pueblo. Empeñarse en verla como una es el modo ineluctable de no entender nada; y empecinarse en tratarla como una es el modo infalible de no conseguir nada. Es como si Europa se identificara con Alemania y el carácter europeo se dedujera del paisaje y del campesino prusiano: ni se entendería nada, ni se movilizaría a los demás países en una empresa «común» diseñada sólo sobre el modelo alemán. Esto es lo que, incomprensiblemente, intentó la generación del 98.

Azorín, por ejemplo, reitera la transición entre manchego, castizo y español: «¿No es ésta la patria del gran ensoñador don Alonso Quijano? ¿No está en este pueblo comprendida la Historia eterna de la tierra española?». Pues no, no lo está. Yo mismo, sin ir más lejos, soy nacido en el Pirineo, de padre manchego, y puedo atestiguar que existe una enorme diferencia entre el estilo de vida pirenaico y el manchego.

Mientras Azorín cogía trenes de cercanías desde Madrid y constataba la abulia en que vivían sumidos los pueblos mesetarios, en Cataluña, Gaudí construía sus mansiones ultramodernas para burgueses enriquecidos que vivían a años luz del inmovilismo rural de los pueblos dormidos en el pasado. Que estos pueblos y sus personajes den mejor asunto literario no lo niego, pero de eso a identificarlos con España es simplificar y tergiversar peligrosamente. Cuando Unamuno define el carácter castizo: «seca rigidez, dura, recortada, lenta y tenaz, espíritu constante y seco, pobre en nimbos de ideas», ¿dónde incluye la sutileza reticente del gallego, la eficacia pactista del catalán, la ironía del andaluz, el hedonismo del valenciano? Más de media España queda fuera de la definición dada por los del 98.

Vemos con qué seguridad e inconsciencia reduce Azorín la diversidad de España a su idea preconcebida y simplista: «Se habla de la alegría española, y nada hay más desolador y melancólico que esta española tierra». Si en vez de española pusiera un término municipal, la frase podría describir una realidad local. Claro que los Monegros resultan desoladores, pero nadie los englobará en el mismo saco con el Ampurdán. ¿Es que no hay alegría en Andalucía, en Valencia? ¿Por qué este empeño de reducir España a Castilla?

Se diría que la generación de 98 padeció el síndrome del tren de cercanías, que consiste en coger el tren en Madrid por la mañana, bajarse en Ocaña, Segovia o Alcázar de San Juan y confundir España con esas zonas.

Cuando España quedó moralmente arrasada por el fracaso del 1898, estaba claro que el proyecto secular de 1492 había terminado, que la elite dirigente nos había llevado al fracaso y que debía encontrarse una nueva orientación. ¿Qué proponen entonces los del 98? Olvidando el dictum de Ortega «Castilla hizo a España y la deshizo», proponen seguir buscando esencias de regeneración en la propia Castilla que según Ortega había deshecho España. Incomprensible. Pero como las elites habían fracasado, ahora es el pueblo -siempre castellano- el que debe infundirnos sus esencias. Conclusión incongruente en una época en que Cataluña y el País Vasco eran el motor del progreso español, impulsando nuestra revolución industrial. No es industria, bienestar, progreso económico lo que desean Unamuno y Azorín, sino esencias ascéticas y austeras, pero tradicionales. Incomprensible que este programa, legítimo desde un punto de vista literario y lírico -prefiero Almagro a Barajas-, pero oscurantista y reaccionario desde un punto de vista social y político, haya sido aceptado por la mayoría de intelectuales españoles casi hasta hoy mismo. Menéndez Pidal: «la sobriedad es la cualidad básica del carácter español»; Sánchez-Albornoz: «el homo hispanicus era realidad en tiempos prerromanos». Sólo Américo Castro acepta la diversidad como característica básica de España, formada, según él, por tres culturas. Se deja algunas más, pero bueno es su criterio frente al monolito de lo unitario.

Solo Vicens Vives en 1960 pidió una historiografía más acorde con las investigaciones modernas, basadas en datos sociológicos y series temporales econométricas. También este método puede exagerarse -«¡Qué tendrá que ver el precio del trigo con Garcilaso!», decía Montesinos- por exceso de especialización, pero ofrece más garantías. «Es muy dudoso -se quejaba Vicens Vives- que España sea un enigma histórico, como opina Sánchez-Albornoz, o un vivir desviviéndose, como afirma su antagonista. Demasiada angustia unamuniana para una comunidad mediterránea con problemas muy concretos, reducidos y epocales: los de procurar un modesto pero digno pasar a sus 30 millones de habitantes».

La Guerra Civil fue el fracaso moral de la Generación del 98, que no había logrado presentar un nuevo proyecto sugestivo de vida en común; como no había convicción, hubo que recurrir a la fuerza, y así se hizo. La idealización de España por los del 98, los campos de Castilla, las esencias de la raza, las rutas del Cid, no eran un proyecto de futuro, sino una metafísica del pasado que no aglutinó a nadie y menos que a nadie a los glorificados campesinos que lo que querían era una reforma agraria.

Lo que se decidió sin contar con el pueblo, no se le puede reprochar a éste, cuando la empresa ha fracasado. La idea de España como imperio colonial fue vertebrada por una minoría. Se hundió por esa minoría y se quedó invertebrada esa minoría, no España. Los pueblos de la península Ibérica han demostrado en las últimas décadas que, cuando pueden ellos decidir y se trata de cuestiones que atañen a la mejora de su vida, lo hacen. Cuando vino el turismo nos hemos sabido vertebrar rápidamente para explotarlo a fondo: en diez años, desde 1960, nos convertimos en la primera industria turística del mundo. Igualmente, desde 1960 hemos industrializado el país hasta colocarlo en el número diez del mundo, el quinto de Europa. El pueblo español, tildado de abúlico por Ganivet, de cerrado por Unamuno, de invertebrado por Ortega, ha disparado sus energías con un vigor prodigioso cuando la empresa que se le proponía era algo tangible y enriquecedor de su vida cotidiana. ¿Acaso el pueblo se iba a entusiasmar con la batalla de Otumba, por un oro que jamás tocó y sólo veía pasar, o por un holandés salvado de las perniciosas ideas de Lutero? El pueblo se mueve y se vertebra por empresas que le mejoran, cuestiones que él decide, trabajos que controla y cuyo beneficio recibe.

La realidad de la península Ibérica es la diversidad más delirante y Dalí es su profeta. Aquí se da la diversidad en el espacio y en el tiempo como en ningún otro país del mundo de estas dimensiones: diverso en geografía, historia, ambientes y culturas.

Nuestra esencia es diversidad y, por lo tanto, al querer englobarla, recubrirla toda con la red de un solo concepto, el de español en sentido homogéneo, estamos creando el problema. Pretender definir lo español como uniforme es crear un problema insoluble, y por eso no se resuelve, por más vueltas que se le da. Es intentar la cuadratura del círculo. ¿Cómo definir con una sola palabra una cosa esencialmente diversa, cambiante, proteica, que varía bajo nuestros ojos y cambia como un camaleón? Imposible. O convertimos la palabra español en un concepto también proteico y camaleónico, o amputamos de la realidad a Maimónides, Bonastruc, la mezquita, la cábala, las lenguas, las regiones y todo lo que no cuadre con el caballero de la mano en el pecho. La palabra España significa unidad en la diversidad. La esencia de España es la diversidad.

Luis Racionero es escritor y ensayista.

 

Breve comentario final:

 

 SI, PERO ALGUNOS SIGUEN LUCHANDO CONTRA MOLINOS DE VIENTO (L. B.-B., 12-6-06, 9:30)

 

 

Sí, es cierto, la esencia de España es la diversidad, pero eso lo tiene todo el mundo asumido en este país, menos dos tipos de grupos: una minoría de ultras hoy no significativos, y un conjunto significativo y peligroso de gente que niega a España, que niega su unidad.

Por eso creo que es hacerle un favor a estos últimos, al verdadero enemigo actual, pelearse con los primeros, los presuntos gigantes que no son sino molinos de viento. Porque desde el 98 ha transcurrido más de un siglo, y desde la configuración de España como una realidad plural y un Estado compuesto, treinta años, y sin embargo algunos siguen interpretando la realidad actual con esquemas del siglo XIX y quejándose de falta de reconocimiento por parte de presuntos gigantes ciegos ante los valores del país.

La patología de la España de hoy no son los presuntos gigantes, sino los enanos, las oligarquías locales miopes encerradas en los mitos, tabúes y antimitos del pasado, que no son capaces de ver más allá de las perspectivas e intereses particularistas de sus nichos minúsculos. Ese es el enemigo del desarrollo de España, y confundirse de enemigo es darles munición, y quedarse descalabrado colgando de un asta de molino, mientras los enanos siguen avanzando con precisión y persistencia en la ocupación del territorio y en la destrucción de los principios de la unidad y la modernidad.