ZAPATERO CRUZA EL NIEMEN

 

 Artículo de PEDRO J. RAMIREZ en “El Mundo” del 06.11.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web

 

La tarde del 10 de diciembre de 1812 dos hombres arrebujados en ropas de invierno que acababan de dejar su carruaje con patines de trineo en el Hotel d'Anglaterre, transitaban por una concurrida calle de Varsovia. Uno de ellos, bajito y rechoncho, embutido en un abrigo de terciopelo verde con botonadura cruzada y tocado por un gorro de piel, se dirigía al otro como «Monsieur, le Grand Ecuyer» y se sorprendía de que ninguno de los viandantes le reconociera.«Entre lo sublime y lo ridículo sólo hay un pequeño paso», farfullaba.

Exactamente cinco meses y medio antes el hombre del abrigo de terciopelo verde había cruzado el río Niemen en la frontera entre Polonia y Lituania, vestido de otra guisa muy distinta, a lomos de un caballo llamado Moscú y al frente de un abigarrado y exultante ejército de casi 400.000 hombres, procedentes de aún más países que partidos nacionalistas se sientan hoy en el Parlamento español.A su lado no sólo cabalgaba el Caballerizo Mayor de la Corte Imperial -el general y diplomático Armand Caulaincourt- sino algunos mariscales de Francia como Murat, Berthier, Ney o Davout, que en materia de pericia estratégica, sangre fría y determinación en el combate nada tendrían que envidiar a Pérez Rubalcaba, Fernández de la Vega o el mismísimo y sin par Pepiño Blanco.

Por asombroso que parezca, Napoleón Bonaparte había traspasado ese simbólico Rubicón, situado a 1.500 kilómetros de París, e invadido Rusia sin saber muy bien por qué. «Ya estoy en Vilna y aún no sé por qué vamos a combatir», reconocería él mismo tras llegar a la capital lituana.

Todo había empezado con una promesa mal calculada, dentro de su estrategia de intimidación al pobre príncipe Kurakin, embajador ruso en París: «Yo estaré en guerra con Rusia el día que ella firme la paz con Inglaterra». Machadas así también se dicen en una campaña electoral, pero hay que tener una gran soberbia interior o un sentido muy exaltado del propio destino para empeñarse luego en llevarlas a cabo.

Es muy interesante a este respecto el retrato psicológico que Adam Zamoyski, último cronista de aquel drama, hace de un gran líder atrapado en su propia inercia: «Era inteligente y pragmático; sin embargo se permitía entregarse a las más inverosímiles fantasías.Era el máximo oportunista; sin embargo podía convertirse en prisionero de sus dogmas. Era un gran cínico; sin embargo perseguía sueños románticos. Carecía de una idea global o de un proyecto maestro».

Así como las anteriores campañas de Napoleón -a excepción tal vez de la de Egipto- habían obedecido a la lógica de las guerras desencadenadas por la Revolución de 1789, en las que Francia, cercada y acosada por sus vecinos, se había transformado de agredida en agresora, la invasión de Rusia carecía de un propósito claro, pues era obvio que la Grand Armée no iba a llegar allí para quedarse.

A cada uno de sus colaboradores Napoleón les explicaba planes y propósitos diversos, según su estado de ánimo. Unas veces les hablaba de obtener una «fulminante» victoria sobre el ejército ruso para obligar al zar Alejandro a capitular. Otras, de vengar «con paciencia» las «afrentas» recibidas. Las de más allá, de utilizar Rusia como base de operaciones para emprender la conquista de la India. Finalmente resultaba que había que llegar hasta Moscú -a otros 950 kilómetros de marcha desde el Niemen- porque como le dijo al general Narbonne «nuestra propia situación de peligro nos empuja hacia allí», porque como le dijo al general Rapp «cuando el vino ha sido escanciado, debe ser bebido».

Pese a lo patente de aquella insensata huida hacia delante; pese a que más que un ejército invasor, sus tropas ya diezmadas por el agotamiento, el hambre y el frío parecían un ejército fugitivo; pese a que en privado eran muchos los que expresaban su perplejidad y sus dudas, nadie vaciló ni entre sus mariscales ni entre sus grognards cada vez que el Emperador dio la orden de reanudar la marcha. De la misma forma que en el PP se pensaba que no iba a ser una guerra remota lo que gripara la apisonadora de la mayoría absoluta de Aznar o en el PSOE se comulga ahora con el convencimiento de que los milagros del Zapatero prodigioso se repetirán indefinidamente en el tiempo, ellos creían que ninguna nevada cuajaría lo suficiente como para no ser derretida por el sol de Austerlitz.

Desde que el mundo es mundo siempre ha habido tropeles dispuestos a acudir en auxilio del vencedor y nunca nadie tiende a mover la plataforma en la que se asienta el poder de cuyo disfrute participa. Todo lo contrario: mientras haya reparto de gananciales no parece existir otra postura sino el primer tiempo de saludo.

Lo primero que hizo Napoleón al establecerse en lo que quedó de Moscú una vez devastada por el fuego fue enviar al Zar la misiva con mejor talante jamás remitida por un conquistador a la máxima autoridad de una tierra conquistada: «Le he hecho la guerra a Su Majestad sin ninguna animosidad». El pensaba que bastaría ese gesto y el transcurso de unas pocas semanas en las que la situación permaneciera estabilizada para que Alejandro doblegara la rodilla, le ofreciera un nuevo tratado de amistad de valor más simbólico que real y él pudiera regresar a París como vencedor, aunque su botín no fuera otro sino el amontonado en sus carruajes. Después de haber llegado hasta allí soñaba, pues, con una especie de empate que consolidara su poder continental, con volver a las Tullerías y abrazar a María Luisa y al pequeño rey de Roma -cuyo retrato había exhibido a sus generales en la víspera de la cruenta batalla de Borodino- con un «sin novedad en el Moscova».

Fue al tener conocimiento el jueves por la mañana de que, a modo de balance del debate de la víspera, Zapatero le acababa de comentar a un amigo que «al cabo de seis meses de que se apruebe el Estatuto de Cataluña y se vea que no pasa absolutamente nada, quedará claro que era yo quien tenía razón», cuando me decidí a escribir este artículo como azote del autoengaño en el que tan a menudo incurren quienes en vez de ejercer el poder levitan.

Fiel a aquel «Pierre Menard, autor del Quijote» ideado por Borges a quien ya le comparé nada más ser investido presidente, Zapatero cree que gobernar es un continuo tejer y destejer el lienzo bordado del Estado de forma que por mucho que se agiten las palabras y conceptos, por mucho que se muevan preceptos y pespuntes, por mucho que se enhebren adjetivos y se deshilvanen los adverbios, el resultado final siempre supondrá escribir el mismo libro.Es decir que en este caso, una vez pagados los tributos retóricos sobre la «identidad nacional de Cataluña», los derechos especiales de los catalanes y demás bla, bla, bla -puro lip service que dicen los ingleses, mera gimnasia labial- y una vez eliminados los abusos que en materia de financiación, competencias y bilateralidad han sido introducidos en el texto mediante lo que sólo son «técnicas jurídicas novedosas» -así se le llama ahora a la inconstitucionalidad-, pues el Estatuto quedará, efectivamente, «limpio como una patena» y su aplicación sólo supondrá, tal y como se lo dijo Zapatero a mi amigo, «un poco más de autogobierno».

Que Santa Lucía le conserve la vista. Después de escuchar, leer, releer y subrayar sus dos intervenciones en el debate del miércoles lo que me parece más grave no es que el presidente del Gobierno asumiera el papel de ponente de un Estatuto que por múltiples y bien fundadas razones rechazamos la inmensa mayoría de los españoles, sino que ni él mismo sabe por qué ha cruzado el Niemen de su admisión a trámite, para qué se dirige al Moscú de su aprobación y entrada en vigor y, sobre todo, qué es lo que sucederá después.

Tal vez a sus mariscales les hable en la confidencia del fuego del campamento de fantasías federalistas, de visiones republicanas o de la relación entre esta iniciativa y la llamada paz en el País Vasco. Se trataría en todo caso de cábalas tan contradictorias -nada detestan tanto los nacionalistas como el federalismo: el día que Murcia sea nación, Carod reclamará para Cataluña la condición de asteroide- como las que hacía Napoleón cuando quería salir del lío en el que él sólo se había metido, a la vez fulminantemente y con paciencia. Lo único cierto es que desde la tribuna de oradores no dio ni una sola razón de peso para modificar el marco consensuado en vigor y, en cambio, al glosar con atolondrado entusiasmo su probada eficacia otorgó carta de naturaleza a la certera visión que nos regalaba el otro día Eugenio Trías en estas páginas: «Si algo define la necedad es la capacidad de arruinar un modelo que funciona bien, que es del agrado de la gran mayoría, bajo el pretexto de que puede proponerse algo mejor».

Aunque todavía no se ha borrado el estupor de sus rostros al escucharle que «la solidaridad no significa penalizar a Cataluña por su mayor esfuerzo fiscal» -¿será que habrá llegado el momento de que, como dice Ibarra, «los pobres dejen de aprovecharse de los ricos»?-, por mucho que todo ello suponga alejarse de las aguas territoriales de la izquierda y adentrarse en la terra incógnita del integrismo nacionalista, los agradecidos galeotes de la bancada socialista van a seguir remando hacia donde indique Zapatero, al ritmo de voto que les marquen sus cómitres.

Pero si él cree que enmendar el Estatuto va a ser un paseo militar durante el que hasta a Pérez Rubalcaba le crecerán plumas como las del pomposo sombrero de Murat, pronto irá saliendo de su error. Entre otras cosas porque la correcta decisión del PP de implicarse a fondo en la Comisión Constitucional, pero no prestarse a acudir esporádicamente en su rescate, le deja en manos de la capacidad de autocontrol y renuncia de Carod. No dudo de que al final Esquerra irá entregando las posiciones, según la técnica del repliegue táctico y la tierra quemada que hicieron famoso al cobarde e indolente general Kutuzov, pero desmochar el capítulo de las competencias va a ser tan difícil como abrirse camino hasta Vitebsk, tumbar las pretensiones de bilateralidad tan arduo como rebasar las murallas de Smolensko y resolver la cuestión de la financiación, impuesto por impuesto, tan dramático y sangriento como conquistar los tres reductos artillados de las laderas de Borodino.

Mi pronóstico es que serán victorias pírricas en las que, por mucho que intente camuflarlo el órgano de propaganda equivalente a aquel napoleónico Bulletin de la Grande Armée concebido para hacer de la mentira un arma de combate, Zapatero va a dejarse gran parte de sus fuerzas y prestigio.

Y cuando crea que tan penosa peregrinación ha llegado a su fin y que la aprobación del Estatuto primero en el Congreso y después en el referéndum catalán desembocará en una situación estable, entonces comenzará lo peor. No, ese Moscú tampoco podrá servirle de cuartel de invierno porque nadie le ofrecerá un armisticio y en esos «seis meses» de tranquilidad y buenos alimentos que él anhela, vaya que si «pasarán» cosas. En la propia Cataluña tan pronto como entre en vigor el nuevo marco legal Esquerra se quitará la careta azoriniana que Carod se puso al venir a Madrid y comenzará a reivindicar otra vez su desbordamiento.Entre tanto los nacionalistas vascos lanzarán una ofensiva más radical, con o sin el concurso del PSE, pero en todo caso con la anuencia de una ETA que aspirará a estar a la vez en la mesa de los plenipotenciarios y agazapada tras el bosque, como las partidas de cosacos degolladores que sembraban el pánico en la retaguardia. Y Galicia, claro, no podrá quedarse atrás Con lo que resurgirá el nacionalismo andaluz, todos querrán una cláusula Camps y Matas y Esperanza Aguirre no tendrán más remedio que marcar una raya final: hasta aquí llegó la marea de la solidaridad.

Para entonces ya habrá quedado claro que Zapatero no es invencible ni en el hemiciclo, ni en las encuestas, ni en las urnas. Y que «en castellá», señor Maragall, «romerín» se dice «romero, sólo romero». Porque, ya que el debate del miércoles parecía en algunos momentos una reunión del Club de los Poetas Muertos, que vayan preparándose los artífices de esta caótica disgregación cuando entre el propio electorado socialista comience a extenderse el hartazgo rebelde de León Felipe ante tanto aldeanismo miope: «Nunca cantemos / la vida / de un solo pueblo/ ni la flor / de un solo huerto / Que sean todos/ los pueblos / y todos / los huertos nuestros».

Me ahorraré la descripción, a la luz del paralelismo histórico, de lo que puede representar para el PSOE la marcha atrás de esta insensata incursión hacia un lugar al que no tenía ninguna razón para dirigirse. Tan sólo apuntaré que, junto con la espasmódica reflexión sobre la corta distancia que media «entre lo sublime y lo ridículo», la frase que más repetía al llegar a Varsovia el hombre del abrigo de terciopelo verde era que «el que no se arriesga, no gana».

De los 400.000 hombres que cruzaron el Niemen con él en el camino de ida, menos del 5% habían logrado hacerlo en el de vuelta.Apelando a la magnitud del desastre, Caulaincourt logró convencerle de que en el viaje hacia París no se detuvieran en el castillo de María Waleska. El 18 de diciembre Napoleón llegó a la capital imperial. Le había precedido la edición número 29 del Bulletin de la Grand Armée, redactada por él mismo, en la que el edulcorado relato de la calamitosa retirada, concluía con unas palabras que pasarían a la posteridad: «La salud de Su Majestad nunca ha sido mejor». Yo me fijé en Zapatero el miércoles y me pareció que tenía muy buena cara.