BOINA DE ESPAÑA

 

 Artículo de Pedro J. Ramirez en “El Mundo” del 26-3-06

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Por algo advertí yo en diciembre del 99, cuando rompieron la última tregua, que me daban mucho más miedo sus boinas que sus pistolas. «Podrán hacernos sufrir -perdón por la autocita-, pero no deben conseguir que nos los tomemos en serio».

Vaya que si nos hicieron sufrir, matando a otras 46 personas en tres años y medio, pero cuando se avecinaban las elecciones de 2004 una ETA maniatada por la eficacia policial, el aislamiento político, el cerco diplomático y el acoso social no podía hacer ya otra cosa sino batirse en retirada hacia el basurero de la Historia. Su cotización, crédito y expectativas estaban tocando fondo, cuando pasó lo que pasó. Según su propio análisis, fueron las «acciones armadas del 11 de marzo» las que sumieron «a la mayoría de los partidos políticos y medios de comunicación españoles» en una «crisis abierta» y nos colocaron ante la «necesidad de reconocer los derechos colectivos de dos naciones: Euskal Herria y Catalunya».

Cuando en noviembre de 2005 envió esta interpretación a las embajadas europeas, ETA estaba ya otra vez de moda. La varita mágica del audaz aprendiz de brujo había trasformado la putrefacta calabaza en recauchutada carroza. Ya no trasportaba a una banda de asesinos apestados sino a unos más que potenciales interlocutores del Estado. A diferencia de lo que ocurrió en el 98, cuando Aznar tuvo que improvisar ante el pacto secreto entre ETA y el PNV, cuanto hemos vivido desde el miércoles forma la crónica de una tregua manidamente anunciada. Y debo reconocer que yo estaba preparado para todo, menos para lo de las boinas.

Había leído meticulosamente el comunicado por la mañana y había escudriñado en la redacción la foto que al día siguiente ocuparía la portada de los principales periódicos del mundo. Llevaba ya la herida en el alma, pero no fue hasta por la noche, en el momento en que se hizo el silencio en el plató de 59 segundos para escuchar y contemplar durante dos o tres interminables minutos a la etarra encapuchada, cuando me di cuenta del disparate que suponía que millones de españoles estuviéramos aguantando, a mitad de camino entre la curiosidad y el masoquismo, que la portavoz de una recua de miserables criminales osara darnos lecciones de democracia, sin que ni siquiera el esperpento de la boina encima de la máscara la devolviera a su verdadera condición de patético fantoche.¡Ah, la fascinante banalidad del mal!

Era, de nuevo, la albarda sobre albarda de los encapuchados-emboinados.La estúpida redundancia de quien necesita cubrirse dos veces: la primera contra el chirimiri, la segunda contra la tolerancia.La grotesca pesadilla de unos villanos de cómic de la factoría Marvel, elevando una prenda de vestir que para todos simboliza la antigualla a la categoría semiológica de compendio y representación del llamado conflicto vasco.

Desde que Tejero tuvo a bien asaltar el Congreso, con sus bigotes y tricornio en perfecto estado de revista, no habíamos ofrecido nada tan typical spanish a la comunidad internacional. Sólo podrían superarlo los jornaleros de Marinaleda si la próxima vez que decidan protestar contra la duquesa de Alba se embozan en una capa de buen paño y se cubren con una montera de torero. ¿Quién dijo que la España de los Botejara murió con el siglo? ¿Quién habló de que ya no quedan Puerto Hurracos? Seguro que en algún lugar de Euskadi Sur, el aitá y la amatxo de la emboinada-encapuchada avisaron a parientes y vecinos: mirad, mirad qué bien está leyendo nuestra Ainhoa

No sé si habré logrado extraer de ustedes alguna mueca parecida a la sonrisa, pero que al menos Rubalcaba -alegren esa cara, señores del PP; a ver, usted, señor Acebes, que no se le nota suficientemente contento - y los botafumeiros televisivos del Gobierno me reconozcan la buena voluntad del reír por no llorar.

Fíjense hasta dónde llegará la broma que yo tenía pensado pedir hoy al jefe de la oposición que presentara una moción de censura contra el presidente del Gobierno y voy a terminar prestando mi apoyo a la metafórica cuestión de confianza con la que él nos ha tomado la delantera.

Y hago bien diciendo «broma» porque esa misma es la palabra que, para estupor del hombre recto y el jurista riguroso que conviven en la persona de Jorge de Esteban, empleó el conseller de Gobernació de la Generalitat, Joan Carretero, al caracterizar la histórica labor seudoconstituyente del Parlament de Catalunya, ahora refrendada -aunque también reformada- por la Comisión Constitucional del Congreso: «El Estatut se aprobó aquí porque los dos partidos mayoritarios sabían que ya lo afeitarían después en Madrid. Todo el mundo votó, no con alegría, pero sabiendo que esto iba en broma».

Amigo, ahora ya se entiende el gorigori. ¡«Iba en broma»! El Estatuto que salió de Barcelona era la suma de 20 guasas, 14 chuflas y otras tantas chungas, mofas y macanas. De ahí el enorme mérito de Zapatero, Solbes, Sevilla y Guerra, que no han logrado dejarlo limpio como una patena, pero sí reducir los motivos de hilaridad al chiste de la definición como «nación» en el Preámbulo, el timo de hacer decir a la Constitución lo que no dice, la pamema del himno «nacional», el cachondeo de la fiesta «nacional», la chacota de la bandera «nacional», el camelo de unos derechos distintos a los de los demás ciudadanos, la inocentada del deber «impropio» de conocer el catalán, la picardía de la fragmentación de la Justicia, la cuchufleta del blindaje de competencias, la chirigota de la bilateralidad, el pitorreo de la solidaridad con tope o la coña marinera de los siete años de inversiones garantizadas. ¡Ay qué risa!, don Alfredo.

Por lo menos el consejero Carretero -o el carretero Consejero- ha dicho la verdad. La clase política catalana lleva dos años compitiendo en maximalismo y radicalidad ante la pastueña indiferencia de la mayoría de los ciudadanos y la inverosímil complacencia del inquilino de La Moncloa. Por pedir la luna que no quede.Y si alguien está dispuesto a darte la mitad de la mitad a ver, ¿dónde hay que firmar? De hecho al día de hoy los nacionalistas están que no se lo creen y por eso los hay como Carod que estiran la impostura hasta el final, no vaya a ser que sobre el cesto ya repleto todavía caiga alguna nuez adicional.

El resultado de promediar la «broma» con el interés general y la Constitución ha sido, pues, un engendro jurídico, un disparate político y una catástrofe legal. El Estatuto aprobado el martes para su remisión al Pleno es el peor texto legislativo alumbrado por las Cortes en los últimos 30 años y lleva camino de convertirse en la norma más nefasta que entre en vigor en España desde el inicio de la democracia.

De ahí que el PP tenga la obligación histórica de apurar todos los recursos legales para impedirlo o por lo menos para poner en evidencia ante los españoles la trascendencia y gravedad de lo que está en juego. El pulso de los días está demostrando cuán fundado era mi escepticismo sobre esa recogida de firmas solicitando un imposible referéndum en todo el territorio nacional. Sólo ha servido, y de forma tibia y espasmódica, para movilizar a los ya movilizados. Tres millones de nombres, uno detrás de otro, son muy respetables, pero no es fácil de entender este aferrarse a la Constitución por vericuetos dudosamente constitucionales.

Existe, sin embargo, una figura perfectamente arraigada en nuestro ordenamiento y tradición parlamentaria cuya utilización estaría hoy mucho más justificada que cuando en su día recurrieron a ella Felipe González y Hernández Mancha. Me refiero, como anticipaba antes, a la moción de censura que implica intentar sustituir al presidente del Gobierno por un candidato alternativo. Ya que Rajoy no podrá devolver al corral el toro resabiado y cojitranco del Estatuto, por lo menos que lo intente con el ganadero.

Es cierto que los mismos números que le faltarían para lo uno, le faltarían también para lo otro. Pero nadie podría reprocharle el no haberlo intentado y sobre todo el no haber subrayado la dimensión de la calamidad dosificada que pausadamente se avecina.Presentar una moción de censura que girara de forma monográfica sobre el Estatuto y todas sus cuestiones adyacentes tendría además la ventaja práctica de que por una vez, y a diferencia de lo que volverá a ocurrir en el Pleno del próximo jueves, Rajoy tendría la oportunidad de responder en pie de igualdad a cada uno de sus 10 o 12 antagonistas concurrentes.

Es sobre este escenario y no sobre ningún otro donde se ha interpretado el miércoles el aria de la emboinada-encapuchada. Que me pidan serenidad, que me pidan ecuanimidad, que me pidan generosidad, pero que no me pidan que ignore ese contexto en el que la significativa concatenación temporal es lo de menos y la coincidencia en las exigencias concernientes a la soberanía, lo de más. Y que no vuelvan a decir lo del «delirio» porque ahora menos que nunca debemos tener por qué plantearnos si los interlocutores que así nos interpelan son ciegos, malvados o mentecatos.

No es, pues, desde el autoengaño, ni desde el llamarse andana, menos aún desde la complacencia en el opiáceo del atolondrado ternurismo falsamente pacifista, desde donde paso a pedir y a otorgar, a pesar de todos estos pesares, un voto de confianza provisional, tasado y vigilante para que el presidente del Gobierno intente conseguir que el «alto el fuego permanente» de ETA se transforme en su renuncia definitiva a la violencia. No porque nos lo pida o deje de pedir ninguna alta autoridad, eminencia o magistratura, sino porque me lo pide mi apego a las reglas del juego democrático.

Es en situaciones tan especialmente confusas como ésta cuando me siento más legitimista aún que liberal. O precisamente cuando mis convicciones liberales me arrastran, como lo haría el más fuerte de los vientos, a bogar en apoyo de lo que el Estado de Derecho hace legítimo. Que el futuro Enrique IV fuera un hugonote y que su reinado en el Bearn -entre su esposa Margot y su amante Corisanda- compendiara ya buena parte de los vicios de la época era secundario para el católico y autoexigente Montaigne, comparado con la circunstancia de que, extinguida la línea de los Valois, el navarro fuera el descendiente de San Luis más próximo a los derechos dinásticos.

¿Cómo podría alguien invocar a todas horas el patriotismo constitucional como fiel de su balanza y hacer oídos sordos al llamamiento excepcional de aquel a quien las urnas han otorgado la responsabilidad de defendernos y representarnos a todos, por muy embarrado que estuviera el campo el día que se disputó el partido o por muy deficientes que hasta la fecha nos puedan parecer sus prestaciones?

Incluso el gobernante que menos haya hecho por enaltecer a la Nación tiene derecho a convocarnos en su nombre a la unidad, en torno a una circunstancia crítica, siempre que haya llegado al poder por medios democráticos. Suyo es el privilegio de elegir el momento y de plantear los términos sobre los que solicita el beneficio de la duda. Se lo concedimos a González ante las negociaciones de Argel, se lo concedimos a Aznar ante las en seguida abortadas negociaciones de Suiza y se lo vamos a conceder a Zapatero.

Las circunstancias son muy distintas y por eso hemos advertido con toda franqueza que vemos el proceso que ahora se inicia con más preocupación que esperanza. Pero ¿y si los equivocados fuéramos nosotros? El presidente del Gobierno se ha comprometido solemnemente a no pagar un precio político, es decir, a no realizar ninguna cesión de soberanía ni alterar el marco legal vigente a cambio de la entrega de las armas. Mi pronóstico es que entonces no logrará su propósito. Pero ¿y si el errado fuera yo y estuviera él en lo cierto cuando alega que, en su propia debilidad, ETA ya sólo busca coartadas para bajar el telón y apariencias con las que salvar la cara?

Vuelvo a Montaigne para subrayar que «no quiero quitarle al engaño su mérito porque sería no entender el mundo; sé que a menudo ha servido provechosamente y que sostiene y alimenta la mayoría de las ocupaciones de los hombres». Adelante, pues, señor presidente -ha demostrado que arrojo no le falta-, siempre y cuando los engañados no seamos nosotros.

¿Y la moción de censura? Pues que quede suspendida de un hilo tan delgado como el cabello que sujetaba la espada que Dionisio de Siracusa mandó colgar sobre el adulador Damocles cuando le cedió su puesto y quiso hacerle probar los riesgos permanentes del ejercicio del poder. Si Zapatero traspasa los límites de su promesa o en su irreflexiva internacionalización del conflicto da oxígeno a una ETA revigorizada que vuelva a las andadas, la oposición estará cargada de razones para exigir elecciones o hacérselas pagar todas juntas ante el Parlamento y la opinión pública.

No se trata tan sólo de que los terroristas no pueden salirse con la suya. Hay que regresar al contexto y a la funda mental de quienes reclaman un derecho a decidir al margen del resto de los españoles, es decir a la boina, para entender lo que está en juego.

Pintorescos o violentos, apoyados en el RH o en la lengua, los nacionalismos son la boina de España y no sólo porque la Galeusca de su frente de rechazo cubra gran parte de la azotea peninsular. Ni siquiera hace falta recorrer el trayecto que va del «negro que hable euskera» al concurso para elegir a Miss y Míster Nació Catalana para ponerlo en claro. A más boina, menos libertad individual. A más boina, menos protección constitucional. A más boina, menos España en suma.

Podrá parecer paradójico pero nunca había avanzado tanto la boina entre nosotros como durante los dos años en que nos ha gobernado este icono de la modernidad que hace suya la receta de Richard Florida sobre la prosperidad urbana y suspira por ver germinar las bodas gays, los gabinetes de tatuajes y los conjuntos de heavy metal. Como se demostró también durante la crisis de las caricaturas, no hay terreno más abonado para el fanatismo de los proyectos totalizadores que aquel en el que imperan el pensamiento débil y la ética indolora.

No es un rasgo de humor negro, pero si antes alteraba el riego sanguíneo de gran parte del cráneo nacional, ahora la boina nos martiriza menos, pero ya nos llega por debajo de las cejas y nos tapa implacable la mitad de los oídos. La culpa no es sólo de Zapatero. Si se hubieran aprovechado oportunidades bien recientes para que el escaño de cada diputado dependiera más de los electores que de la cúpula del partido, para que la carrera profesional de los jueces no estuviera condicionada por los políticos o para que los medios audiovisuales reflejaran el pluralismo real de la sociedad y no sólo el de las familias del actual régimen, otro gallo nos cantaría ahora. En el fondo es el colapso de la agenda regeneracionista que debía haber fortalecido el Estado liberal lo que ha abierto caminos y espacios por los que ahora progresan estos aldeanismos carpetovetónicos.

Habrá que volver a hablar de todo esto cuando se acerquen las próximas elecciones, pero entre tanto es esencial no seguir perdiendo ni visión ni capacidad auditiva. Como demuestra nuestra encuesta, la inmensa mayoría de los españoles respalda el proceso que afronta ahora Zapatero, pero casi todos ellos tienen muy claros cuáles deben ser sus límites. Unos ponen el énfasis de lo intolerable en la autodeterminación, otros en la anexión de esa Navarra con cuya identidad toca ahora comprometerse más que nunca y otros en la excarcelación de presos con delitos de sangre. Para mí no hay duda de cuál es el compendio de todo ello. ¿Paz por boina? No en mi nombre.