EL PRIMER ERROR GARRAFAL DEL CIUDADANO ZAPATERO

 

 Artículo de Pedro J. Ramírez en  “El Mundo” del 19/12/2004


Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

De todas las preguntas incómodas que le hicimos al Maragall cordial y sonriente cuyo «nacionalismo proclamatorio» recogemos hoy en el Foro de El Mundo, la única que le pilló desprevenido fue la de si estaría dispuesto a renunciar al título de Molt Honorable para acompasar la degradación de su tratamiento con la emprendida por el ex Excelentísimo señor Rodríguez Zapatero, de forma que, la próxima vez que se encuentren, el empequeñecido presidente del Gobierno de España no tenga que alzar sus ojos en escorzo hacia las olímpicas alturas en las que continúa encaramado el de la Generalitat de Catalunya.

Tras una embarazosa vacilación en la que trató de conciliar en vano el elogio al striptease protocolario anunciado por el alegre Gabinete de ZP con la intangibilidad de su propio rango, Maragall movió la cabeza dándose por vencido y nos explicó que es que los catalanes no se lo permitirían porque en su «nación» los «símbolos» son mucho más «importantes» que en otros lugares.

Es decir que nadie cuente con él ni probablemente con ninguno de los más significativos presidentes autonómicos para sumarse a esta emulación de la famosa borrachera cívica que durante la noche del 4 de agosto de 1789 impulsó a la mayoría de los aristócratas y prelados que formaban parte de la Asamblea Nacional francesa a ir renunciando, uno tras otro, a sus privilegios ancestrales.

Curiosamente el adjetivo más pronunciado durante aquella sesión histórica, en la que se entraba duque, marqués y arzobispo y de la que se salía purificado como simple ciudadano, fue el mismo que, apenas despojada de la constricción litúrgica de su abandonado lustre, puso en órbita la ex Excelentísima señora Fernández de la Vega. Porque también había sido «la ignorancia de un tiempo tenebroso» -tan «tenebroso» como nuestros actuales eclesiásticos y magistrados- la que, según el diputado burgués Le Guen de Kerangal, había retrasado el feliz advenimiento de la igualdad.

Desconozco si antes de alcanzar el éxtasis de la presentación pública de nuestro Código de buen gobierno del Gobierno Pepe Bono, o alguien al que, como a él, aún le queden dos dedos de frente, llegó a dirigirse a la vicepresidenta con un ruego equivalente al que aquella noche transmitió el genuino liberal Lally-Tolendal al presidente de la Asamblea: «Levanta la sesión porque éstos no están en sus cabales». Y tampoco sé si el remiendo a este roto en los ropajes de nuestra democracia formal consistirá en proclamar a Don Juan Carlos, como a Luis XVI, «restaurador» de las libertades republicanas. ¿Le apearemos, por cierto, en coherente correlato el tratamiento de «Majestad» y pasaremos a llamarle «señor Señor» entre exclamaciones y golpes de pecho?

Nada más lejos de mi ánimo que profetizar paralelismo alguno respecto a lo que les pasó a todos aquellos ingenuos aprendices de brujo que alegremente iban subiendo los peldaños que les conducían hacia las fauces de Saturno. Pero sí pretendo llamar la atención sobre el hecho de que cualquiera diría que con la condición de Excelentísimo nuestro heroico ZP ha perdido también todo el refinamiento en las costumbres y que, rebajado a soldado raso en el ejército del socialismo a la Rubalcaba, empieza a comportarse como un agresivo y tosco sans culotte.

¿Qué se fizo de aquel mítico talante? ¿Do quedaron los melindres para unir a la sociedad en vez de dividirla? En los cuatro años y medio transcurridos desde su inesperada elevación a la cúpula del PSOE, la comparecencia ante la Comisión del 11-M es la primera ocasión en la que la conducta de Zapatero me ha sorprendido muy negativamente e, ironías aparte, pasados los primeros días de perplejidad, mucho me temo que estemos ante un punto de inflexión que augure lo peor.

El tono de dureza que había caracterizado la intervención de Aznar 15 días antes -el ex presidente había estado lúcido y convincente en sus alegaciones de fondo, pero poniendo otra vez en primer plano todas las aristas de su carácter- le servía en bandeja la proyección del perfil inverso. Era la gran ocasión de presentarse como un afable hombre de Estado, volcado en la atención de las víctimas -sólo dio algún paso en ese sentido tras el rapapolvo universal de la señora Manjón-, dispuesto a conceder al adversario el beneficio de la duda para contribuir a que cicatricen las heridas políticas abiertas entre el 11 y el 14-M y empeñado, sobre todo, en impulsar el esclarecimiento de la verdad de lo ocurrido antes, amparando y protegiendo los tan reiteradamente vulnerados derechos de la minoría en la Comisión de Investigación.

En lugar de todo ello Zapatero caracterizó al PP como el infame tejedor de un «engaño masivo», destinado a encauzar el dolor y el miedo de los españoles hacia unas papeletas electorales manchadas de sangre y mentira; proclamó la responsabilidad «única y exclusiva» de los islamistas, en todas las fases de la conspiración criminal, a modo de verdad oficial de lo que, poco menos que presentó ya como un caso cerrado; y consecuentemente dictó, contra toda lógica y contra la opinión de más del 80% de los españoles, la liquidación de la comisión parlamentaria, única plataforma institucional que cuando menos garantiza transparencia en la reconstrucción de los hechos.

Pues bien, el ciudadano presidente ha cometido un error garrafal.No sólo porque ha dejado sin contestar, o ha pretendido zanjar con una apelación irracional al «azar», 99 de las 100 preguntas que yo le formulaba el pasado domingo a partir de lo ya descubierto o intuido. No sólo porque ha quedado prisionero de sus palabras para el resto de su carrera política y tendrá desde ahora encima de su cabeza la espada de Damocles de que las investigaciones judiciales o periodísticas descubran algunos de los engranajes completamente ajenos al integrismo islámico sin los que es imposible comprender la lógica del 11-M. (Verbigracia: si según reveló Trashorras durante el careo judicial su cuñado tenía un «negocio de venta de explosivos», eso denota variedad de clientes. ¿Quiénes eran?, ¿qué vasos comunicantes había entre ellos?).

No, lo peor del caso no es que Zapatero vaya a ser el responsable directo de que se desmantele la Comisión sin tan siquiera haber tenido la oportunidad de preguntarles a Campillo y Lavandera -dos ciudadanos ejemplares con los que la sociedad permanece en deuda- a qué se referían cuando comentaron que la banda de Antonio Toro buscaba en 2001 a alguien capaz de «montar bombas con móviles» y qué supieron entonces sobre sus planes de marcharse a Marruecos «para dirigirlo todo desde allí». Lo peor del caso, lo más inquietante y terrible, es que detrás de esta estrategia deliberada de liquidar la investigación criminalizando al PP subyace un diseño de mucho mayor calado cuyo fin último es orientar toda la legislatura hacia un proyecto de transformación de la estructura del Estado, pactada con los nacionalistas e impuesta a los representantes de media España como un hecho consumado.

Tanto las respuestas que hoy nos ofrece Maragall -nadie podrá negar al Molt Honorable la amabilidad de su esfuerzo explicativo- como el contenido del documento Guevara que se dispone a aprobar el PSE demuestran que los socialistas catalanes y vascos han empezado a cruzar el Rubicón y aunque la mayor parte de sus bases permanece aún en la orilla de la definición constitucional de España, sus cúpulas directivas ya acampan en territorio nacionalista, no para conquistarlo sino para asimilar su discurso. Después de que el propio ZP preparara el terreno y alentara esa rendición al declarar que no le crea «ni preocupación, ni rechazo» que el nuevo Estatut defina a Cataluña como «nación», Maragall ya pide que se reforme también el artículo 2 de la Constitución, alegando, no es listo ni nada, el carácter «polisémico» de tal definición.

Aunque el Gobierno aún no ha dado ese brazo a torcer -entre otras cosas porque sería estéril sin el inimaginable respaldo del PP-, Fernández de la Vega ya adelantó hace un mes que «tampoco pasaría nada» si en ese artículo 2 se sustituyera el término «nacionalidades» por el de «naciones». Todo sugiere que ZP ya ha dado su bendición a la estrategia del tripartito que consiste en aprobar un Estatut en el que la «nación catalana» dentro de la «nación de naciones» llamada España asuma buena parte de las actuales competencias exclusivas del Estado, desde la casación de las sentencias judiciales hasta la política de inmigración, pasando por la meteorología.Ese texto llegaría al Congreso de los Diputados con el apoyo de más de las cuatro quintas partes del Parlament -el de todos los grupos menos el PP- y sólo precisaría de la mayoría absoluta de la cámara para entrar en vigor como ley orgánica. Cierto que eso rompería la cultura de consenso que ha caracterizado al desarrollo autonómico desde el inicio de la transición, pero ZP ha descubierto ya hace tiempo que el mundo es de los audaces.

Con el nuevo Estatut en vigor, pues ningún recurso de inconstitucionalidad paralizaría su aplicación, llegaría entonces el momento de buscar el punto de encuentro no ya entre el actual marco jurídico y el plan Ibarretxe, sino entre el proyecto de «comunidad nacional» abrazado por el PSE y el concepto de «Estado asociado» que propugna el lehendakari. Cualquier grado de rebaja respecto a su actual maximalismo que aceptara entonces el PNV sería presentado como prueba de su moderación y como margen de maniobra suficiente para la «pacificación definitiva» del problema vasco, aunque se trataría en realidad -como en el caso de ERC- del apalancamiento en el último campamento, el de la «nación sin Estado» y la soberanía compartida, desde el que dentro de una o dos décadas podrían lanzar el asalto final a la única cumbre que anhelan conquistar: la separación total y definitiva de España.

Soslayando frívolamente esa ley de la gravedad de las relaciones con los nacionalistas, tantas veces acreditada durante la Transición -todo lo malo que puede suceder termina siempre sucediendo-, habría llegado el momento de que Zapatero y sus compañeros de aventura colocaran al PP entre la espada de la reforma constitucional y la pared del aislamiento social. ¿Cómo no legitimar la España plurinacional ya preconstituida por esas reformas estatutarias? Hasta la Corona se aplicaría activamente a tal tarea de persuasión, sobre todo si la biología no resuelve el problema del orden sucesorio con el pronto nacimiento de un varón y su viabilidad para la próxima generación queda supeditada a la transformación de la Carta Magna.

Lo único que podría frustrar tales pretensiones es que el PP llegara a ese escenario con la suficiente fuerza y prestigio como para articular una mayoría electoral y social alternativa, tal y como ocurrió entre el 96 y el 2004. De ahí el renacido empeño en machacar a los populares orquestado en la Comisión del 11-M por el mismo ZP que tantas veces prometió buscar el consenso con la oposición. Se trataría de estirar hasta la náusea su criminalización por el error que supuso el apoyo a la guerra de Irak y la elevación del riesgo derivado del estímulo al indiscutible móvil político del atentado de los trenes. Toda una paradoja por parte de un PSOE sólo renovado a medias que, como demuestra el tira y afloja en torno a Rafael Vera, todavía carga en una alforja la vergüenza del crimen de Estado y en la otra la indignidad de la corrupción.

No es de extrañar que la vieja guardia aplauda con las orejas.Zapatero ha dejado de ser esta semana el presidente de la mano tendida y lleva camino de convertirse en el enterrador de la búsqueda de la verdad del 11-M y en el ingeniero de la demolición de la unidad nacional establecida en la Constitución. Aún está a tiempo de sustituir esa deriva por el gran pacto de Estado con el PP, pero nada sugiere que ése sea su propósito. Además de expresar mi desolación, no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer excepto pedir, exigir, rogar y suplicar que le restituyan el tratamiento de «Excelentísimo» a ver si el hábito sirve para resucitar al monje.