LOS CUERNOS DEL PRESIDENTE

 

 Artículo de Pedro J. Ramirez en “El Mundo” del 30.09.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Cuando le preguntaban por qué arriesgaba la vida de los soldados austriacos en las campañas de Italia, Metternich respondía impasiblemente: «Es en el río Po donde defendemos el Rin». En 200 años los avances tecnológicos del transporte y la información han empequeñecido tanto el mundo que puede alegarse, con la misma lógica, que es en la remota provincia afgana de Herat -como en el Líbano o en Irak, al margen del grave error que supuso la invasión anunciada en las Azores- donde las tropas de los grandes países democráticos están defendiendo su seguridad, al contribuir a sofocar o al menos poner un dique de contención al fundamentalismo islamista.

A Zapatero le gustó mucho la película en la que un ficticio presidente encarnado por Michael Douglas justifica la quema de la bandera norteamericana como un acto de libertad de expresión y tal vez por eso su gobierno minimiza la gravedad de la quema de retratos del Rey bajo idéntica coartada. Pero, sensu contrario, conviene recordar que aquel gran canciller del Imperio Austrohúngaro comenzó a preocuparse el día que le contaron cómo algunas unidades de la neonata República Italiana, promovida por Napoleón, habían preferido prender fuego a su recién inventada bandera roja, verde y blanca, convertirla en cenizas e ingerirla mezclada con la sopa a modo de comunión fraterna, antes que entregársela al enemigo. Tras haberse aferrado obstinadamente a la cómoda noción de que Italia era «sólo una denominación geográfica», Metternich topaba en su patio trasero con el patriotismo del pueblo en armas.

De acuerdo con este canon cualquiera que se considere enemigo de España -una nación constituida como Estado más de tres siglos antes de que se iniciara el proceso de unificación italiana- debe sentirse estos días muy satisfecho al comprobar que ni siquiera la llegada desde aquel lejano teatro de operaciones del Asia Central de los últimos cadáveres amortajados con la enseña rojigualda ha logrado despertar de su letargo al socialismo gobernante con la suficiente carga de energía como para obligar a sus patéticos alcaldes a colocar la enseña nacional en todos los ayuntamientos, tal y como establece la ley.

A Odón Elorza y sus compañeros del PSE, a los ediles del PSC que miran para otro lado ante las fechorías de sus socios de Esquerra, a los del PSG que sirven de tontos útiles a los delirios del BNG o a los del PSIB que han aupado hasta el poder a los estrafalarios radicales del Bloc balear tal vez les resulte difícil comprender que otros dos jóvenes se hayan dejado matar por España mucho más allá de donde Cristo dio las tres voces, pero resulta que es el secretario general de su partido el que en calidad de presidente del Gobierno les envió a tan trágico destino. ¿No les da vergüenza a este uno y a todos los otros agraviar la memoria de nuestros últimos caídos con esos cínicos melindres que enmascaran la conveniencia de fingirse antiespañoles en la coartada de la falta de «convencimiento» para expresar un sentimiento nacional, mediante la exhibición de los signos constitucionales?

El miércoles por la mañana haciendo zapping de tertulias tuve la suerte de pasar por Radio Nacional justo en el momento en el que una compañera, a la que siempre he mirado con simpatía por su condición de fiable barómetro de la actual izquierda periodística y política -basta escucharla para saber cuáles son los argumentos del maniqueísmo en el poder sobre cualquier asunto-, daba su opinión «desdramatizando» la cuestión de las banderas y la quema de retratos de Don Juan Carlos, para terminar centrándose en la exclusión de la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi de los micrófonos de la emisora pública catalana por expresarse en español. Ni muy lista ni muy tonta, ni muy ingenua ni muy cínica, ni muy apabullante ni muy transigente, nuestra colega alegaba básicamente dos cosas desde ese tono medio del sedicente progresismo de carril que tanta empatía sociológica suele generar entre las bases del zapaterismo: en primer lugar que lo que se denunciaba no era cierto porque a nadie se le prohíbe expresarse en su idioma en Catalunya Radio; en segundo lugar que, en el caso de que lo fuera, tampoco tendría demasiada importancia porque el catalán es el idioma de la emisora pública catalana y hay muchas otras radios en las que se puede hablar en español. Llegados a ese punto no pude evitar que una abierta sonrisa me iluminara la cara y que mi benevolencia hacia la chica se acrecentara por la gratitud de ver prolongado el debate intelectual que desde el viernes anterior venía manteniendo por persona interpuesta con Botard y Dudard.

Botard y Dudard son dos personajes secundarios, pero absolutamente claves -algo así como los soldados Rosencrantz y Guilderstein en Hamlet- como catalizadores del significado profundo de mi obra de teatro favorita que, como los lectores más fieles saben, es sin duda Rinoceronte de Ionesco. Acaban de reponerla en el Royal Court Theater de Londres y el pasado fin de semana tuve la suerte de asistir al preestreno, pues se trata de una producción impecablemente fiel al texto y subtexto del padre del teatro del absurdo.

Botard es el veterano militante de izquierdas que no se cree ni que se hayan avistado rinocerontes en la ciudad, ni que uno de ellos haya aplastado al gato de una vecina, ni mucho menos que algunos conciudadanos hayan comenzado a transformarse en paquidermos: todo es una patraña, una conspiración inventada por la prensa conservadora y los poderes ocultos que «algún día» él desenmascarará. Su compañero de oficina Dudard no niega la evidencia, pero relativiza su trascendencia con el buen talante de la gauche divine: ni los rinocerontes son «tan numerosos» como para alarmarse, ni en la práctica resultan «tan peligrosos» -«Sólo hay que evitar cruzarse en su camino»-, ni a fin de cuentas es «tan grave» que algunos amigos y conocidos «hayan decidido cambiar de piel cuando no se sentían bien en la suya propia».

Además de profundizar en el tema central de la soledad e incomunicación humanas que impregna toda su desconcertante obra, Ionesco quiso denunciar así la metamorfosis paulatina, y en cierto modo inconsciente, que llevó a millones de alemanes a aceptar primero pasivamente el nazismo y a convertirse después en los certeramente definidos por Daniel Goldhagen como «verdugos voluntarios de Hitler». Tal y como consta en la antología de estas cartas dominicales publicada en 2004 por La Esfera, hace nada menos que 27 años que yo advertí -Diario 16, 3-11-1980- que, por desgracia, la amarga fábula del contagio del totalitarismo o al menos de una visión totalizadora y excluyente de la sociedad, capaz de justificar incluso el recurso al terrorismo, empezaba a ser de aplicación en un País Vasco en el que Suárez y González estaban cometiendo el craso error de entregar el control de la enseñanza y de los medios de comunicación públicos al PNV. «Inocular la rinoceritis es como colocar un pedrusco en la cima de una ladera cubierta de nieve fresca, porque en el subconsciente de toda comunidad existe una enorme capacidad intuitiva para saber quién es el que manda», escribí yo entonces. «Una vez hechas las primeras concesiones, las posibilidades de contagio son tantas que nadie puede jactarse de quedar inmune». Y es que, como dice otro de los personajes de Ionesco, pronto llega un momento en que «cada uno tiene entre los rinocerontes un pariente o un amigo y eso complica las cosas».

Más de un cuarto de siglo después, la implacable siembra de las ikastolas, la Euskal Telebista y demás resortes de adoctrinamiento cultural ha dado sus frutos, consolidando no sólo la hegemonía del PNV y sus adláteres, sino arrastrando también a los socialistas vascos, cuya mutación desde posiciones archiespañolas hasta los mismos lindes morfológicos del soberanismo es una de las grandes calamidades estimuladas por Zapatero. ¿O es que hay alguien sereno que no perciba lo verduzca que se le ha vuelto la piel a Eguiguren, las escamas que le brotan por doquier a Patxi López o el cuerno que emerge tras el chichón de su obtusa obcecación en la frente del alcalde de San Sebastián? Tal y como quedó ayer mismo de relieve a propósito del desafío de Ibarretxe, aún discrepan de los nacionalistas sobre la forma y el ritmo en que debe producirse la plena rinocerontización de la sociedad vasca. Ellos proponen que todo tenga lugar desde la legalidad en una paulatina mutación constitucional paralela a la de su propio ser, pero cada día se acercan más a los sentimientos y objetivos de sus otrora adversarios, como pudo comprobarse en las reuniones secretas de Loyola con Batasuna como testigo.

Cuando Berenger, el héroe bohemio que terminará atrincherado con su escopeta dispuesto a defender su identidad y a «no capitular» aunque sea el último superviviente de la especie humana, alega que «el hombre es superior al rinoceronte», la primera reacción de Dudard es considerar que se trata de una proposición discutida y discutible: «No digo lo contrario. Tampoco estoy de acuerdo. No sé, la experiencia es la que prueba». Y cuando esa «experiencia» va consolidando el poder de quienes comenzaron siendo una minoría audaz y sin escrúpulos, el dubitativo escrupuloso que no se atrevió a actuar con contundencia a tiempo, encuentra enseguida una explicación para tomar el camino que ya emprendió Botard y ceder a la conveniencia del travestismo que precede a la esclavitud de la transfiguración: «Mi deber me impone seguir a mis camaradas». Y también halla una coartada para su traición: «Si hay que criticar algo, mejor hacerlo desde dentro que desde fuera».

El Gobierno de Zapatero ha tratado de negar los hechos que proliferan a su alrededor como Botard -Pepiño Blanco todavía sostiene que la Ley de Banderas se está cumpliendo con total normalidad- y como Dudard ha intentado quitarles importancia. Ahora, a medida que el incendio de las exigencias y agresiones nacionalistas inunda de humo esas desbordadas trincheras, algunos prohombres socialistas emergen a la luz frotándose los ojos con el picor de la incredulidad y balbuciendo excusas con la tos entrecortada por la vergüenza.

A Zapatero no se le puede reprochar una originaria falta de reacción que se remonta a esos albores de la Transición en los que, como ocurre en el primer acto de la obra cuando un tendero advierte que «no podemos admitir que nuestros gatos sean aplastados ante nuestros ojos por rinocerontes de un cuerno o de dos cuernos, asiáticos o africanos», todo el mundo escurrió el bulto. Pero sí se le puede responsabilizar de haber dado un paso adelante sin precedentes, utilizando la presidencia del Gobierno para blanquear la rinoceritis y estimular el desistimiento de la sociedad española ante el envite de la coacción. ¿A quién puede sorprender que en nuestra última encuesta se haya disparado hasta un 35% el número de españoles que aceptaría la independencia del País Vasco a cambio del final del terrorismo? Con eso cuenta Ibarretxe, mientras Zapatero se comporta como la ilusa Daisy que, a punto de ser la última en abandonar a Berenger, empieza a tomar por «hermosos cánticos» los berridos de los paquidermos y le pide a su novio que respete sus «costumbres» y «no hable mal» de los mutantes. El presidente dice que el lehendakari -debe de estar temblando- «le va a escuchar». Pero de sobra conocemos cuál es su praxis: ya que no nos atrevemos a plantarles cara con la contundencia necesaria, asociémonos a ellos y compartamos el poder, atenuando o al menos dilatando la brutalidad de su proyecto.

Además de esta condescendencia genérica, en el acta de acusación que podría formularse ya contra Zapatero por sus tremendos errores como gobernante aparece una responsabilidad tan grave como concreta que tiene que ver con la disyuntiva -un cuerno-dos cuernos, asiático-africano- que hemos visto encriptada en la elemental apelación a la autodefensa del tendero. El frívolo debate en el que se entretienen las fuerzas vivas de la ciudad sobre si los primeros rinocerontes avistados pertenecen al género de los ceratotherium sumum -unicornios blancos de hasta 1.500 kilos- o al de los diceros bicornis -ejemplares negros más pequeños con una protuberancia encima de otra-, recuerda la discusión sobre si España tenía un descomunal pero único problema llamado terrorismo etarra o más bien dos problemas de envergadura similar llamados separatismo vasco y separatismo catalán. Ha sido Zapatero quien ha zanjado esta alternativa, inclinando la balanza en la peor dirección posible.

En definitiva Ibarretxe ha abusado una vez más de su inconsistencia y le ha planteado un órdago del que ya veremos cómo sale, pero la exacerbación del conflicto catalán en la última media década es algo que Zapatero se ha inventado prácticamente solito. Fue él quien permitió a Maragall formar el primer tripartito con los dinamiteros de ERC; fue él quien se negó a obligarle a romper esa alianza tras el infame encuentro de Carod con ETA; fue él quien, sin que nadie se lo pidiera, ofreció -en un acto memorable de estupidez política- aprobar «el Estatuto que viniera de Barcelona»; fue él quien resucitó con Artur Mas, en la smoking room de La Moncloa, el cadáver del disparatado engendro parido en el Parlament; fue él quien forzó la mano y la conciencia de buena parte de los miembros del Grupo Socialista, obligándoles a apoyar un texto plagado aún de flagrantes elementos inconstitucionales; fue él quien permitió a Montilla reeditar su coalición con los barrenadores del Estado, defraudando de paso las expectativas creadas a Mas e impulsando así la carrera nacionalista hacia el monte de la radicalización; y ha sido él quien ha permanecido pasivo, durante estas dos legislaturas en las que su partido ha ejercido el poder, ante la privación a los padres del derecho a elegir la lengua en que deben ser enseñados sus hijos, la persecución a los comercios que no rotulen en catalán y la limpieza lingüística en los medios públicos. Y ahora es él quien impulsa el bloqueo de la resolución de los recursos en el Tribunal Constitucional, contribuyendo a crear una situación de hechos consumados que convertirá en explosiva cualquier sentencia, tanto si consolida unos privilegios que romperán el Estado autonómico como si genera la sensación de que se arrebata a Cataluña parte del botín que ya considera suyo.

Zapatero puede alegar, pues, que el cuerno euskaldun -aunque él haya contribuido a darle lustre y afilarlo con su proceso de paz secreto y sus concesiones al «derecho a decidir de los vascos»- forma parte de la herencia envenenada que desde hace 30 años recibe todo presidente del Gobierno. Pero el cuerno catalán, con toda su peligrosidad inesperada, se lo ha implantado, o hecho brotar, él mismo. En todo caso lo que nos asusta de ambas terribles protuberancias es verlas en la testuz del director del parque zoológico. Los rinocerontes siempre han estado ahí, pero no tienen razón y son muchos menos que nosotros. Pero si la máxima autoridad encargada de mantener a raya a todo paquidermo que traspase los barrotes de las leyes empieza por anhelar el «diálogo» hasta con las especies más asesinas, continúa comprendiendo -«Comprender es justificar», admite Dudard- sus más repudiables anhelos y termina adoptando parte de sus andares y ademanes, entonces tenemos un problema.

Pero también tenemos la solución y bien al alcance de la mano. Para contribuir a ella me permito sugerirle a Rajoy que no deje de utilizar en su primer debate televisado con Zapatero estas cinco afirmaciones categóricas. Las cuatro primeras forman parte de las réplicas con las que Berenger nos representa a todos los partidarios de defender la libertad, cueste lo que cueste, frente a la estulticia negacionista de Botard y el oportunismo colaboracionista de Dudard: «Yo no puedo aceptar esta situación... Hay que curar el mal de raíz... Su tolerancia excesiva, su generosa indulgencia en realidad es debilidad y ceguera... Usted no conoce su verdadero deber porque su verdadero deber es oponerse a ellos firmemente, lúcidamente...» La quinta es de mi propia cosecha, pero cae por su propio peso: «Y si usted no se atreve a hacerlo, esté seguro de que lo haré yo».