EL GRAN SALTO ADELANTE

 

 Artículo de Pedro J. Ramirez en “El Mundo” del 16.12.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

Si hubiera que asignar el competido título de Mayor Chapuza Colectiva del siglo XX yo me inclinaría por la que comenzó a gestarse una mañana de septiembre de 1958 cuando el camarada Mao Zedong visitó en la ciudad de Hefei -capital de la provincia de Anhui, en el centro del flanco más oriental de China- una fundición artesanal, instalada en el patio trasero de una vivienda. Cuando el primer secretario del Partido Comunista local le enseñó unas barras de acero de muy buena calidad -probablemente obtenidas en alguna fábrica convencional- y las presentó como fruto de aquel modesto horno de leña, una bombilla se encendió en la siempre creativa mente del Gran Timonel de la Revolución.

Mao creía haber encontrado la fórmula para transformar la atrasada sociedad agrícola china en una potencia industrial, haciendo a la vez más útil y digerible la colectivización forzosa de los campesinos: junto a cada vivienda rural debería instalarse un horno de fundición como el de Hefei y en 15 años la producción de acero superaría a la de Gran Bretaña. Ese fue el objetivo oficial de lo que el propio líder máximo bautizó enseguida como política del Gran Salto Adelante.

En cuestión de meses las que empezaron a «germinar» y «competir» por doquier en China no fueron ni las «cien flores» ni las «mil escuelas de pensamiento» de la campaña con la que poco antes Mao había tendido una trampa a los elementos disidentes, o simplemente heterodoxos, dentro del partido, sino un sinfín de rudimentarias siderurgias en miniatura en las que legiones de chinos, arrancados de sus tierras de labor, se afanaban en producir acero de sol a sol.

Aunque ningún grumete, marinero o ni siquiera oficial de navío osó decírselo al Gran Timonel, desde el primer momento quedó claro que aquello no podía funcionar. En primer lugar porque la tecnología -si así se podía denominar a aquellos cacharros mezcla de estufa y cafetera- era, más que medieval, antediluviana. En segundo lugar porque, a falta de otro combustible, los campesinos comenzaron talando los bosques y terminaron quemando hasta las puertas, las sillas y las mesas de sus chozas. Y en tercer lugar porque, a falta de arrabio o mineral de hierro, la presión por cubrir las cuotas exigidas a cada unidad les llevó a fundir no sólo las cucharas, tenedores y cuchillos, no sólo los picos, las azadas y las palas, sino hasta los desagües, las cercas metálicas e incluso los pequeños tractores con los que debían hacer la labranza. Como escribió Harrison Salisbury en su biografía dual de Mao y Deng, mientras las cosechas se pudrían sin recoger, «el paisaje de aquellas aldeas adquirió pronto la apariencia de un lugar arrasado por una plaga de hormigas comedoras de hierro».

¿Cuál fue la reacción de las autoridades ante un descalabro de tal dimensión, que implicó que el Producto Interior Bruto chino cayera durante tres ejercicios consecutivos? Mao personalmente ordenó que se falsificaran las estadísticas y que se rebajara de 15 a cinco el número de años en los que se tardaría en alcanzar la producción de acero del Reino Unido. A continuación, sacó pecho y ordenó la purga por desviacionismo burgués del ministro de Defensa y los mandos militares menos entusiastas. En el fondo a él lo que le importaba no era el resultado de la movilización, sino la movilización en sí misma. La movilización concebida como pretexto y tapadera para desviar la atención tanto de los cuadros del partido como del público en general de los nefastos efectos de sus despóticas prácticas de ingeniería social.

Cuando el pasado lunes escuché a Zapatero alentar a los españoles a hacer de cada uno de sus hogares un «valladar» contra el cambio climático y presentar sus medidas de estímulo al ahorro energético como la prueba de su voluntad de convertir a España «en el líder de la lucha mundial frente al calentamiento de la Tierra» -qué menos podía decir después de haber prometido «un nuevo contrato del hombre con el planeta»-, no pude por menos que acordarme del Gran Salto Adelante maoísta.

Las sencillas cuentas de alguien tan sinceramente implicado en la causa ecologista como nuestro brillante colaborador el catedrático Ruiz de Elvira demuestran que las posibilidades que tiene Zapatero de restringir las emisiones de CO2 hasta los niveles establecidos en el Tratado de Kioto mediante esas medidas publicitadas a bombo y platillo son más o menos las mismas que Mao Zedong tenía de industrializar China a través de las siderurgias de los patios traseros de las casas. Aun en el caso de que sus 1.000 millones de euros de inversión -apenas un 20% más de la dotación ya comprometida rutinariamente para tal fin en los Presupuestos- cubrieran con eficiencia máxima el objetivo de implantar la energía solar en medio millón de hogares, la cantidad de nuestras emisiones dañinas para la capa de ozono sólo disminuiría en un irrelevante 0,1%.

Es obvio que del plan no se desprenderán los mismos nefastos efectos colaterales que tuvieron en China aquellas fundiciones artesanas, aunque vaya usted a saber si tanto furor por la implantación voluntarista y atropellada de energías limpias no terminará generando más emisiones sucias en la producción y transporte de sus componentes que aquellas que se pretende eliminar. En todo caso, la filosofía de esta operación encaja plenamente en la praxis maoísta que podríamos resumir en el principio de que cuanto más silenciosos son los grandes males de una sociedad, más ruidosos deben ser los pequeños remedios con los que se pretende hacerles frente. Cheques-bebé contra el cambio climático. Levante usted su «valladar» frente al avance del calentamiento del planeta con algo menos de lo que le pagaremos para ayudar a costear los dodotis de todo recién nacido. Viva la desproporción. He ahí el secreto del éxito del botiquín de la Señorita Pepis.

No es sólo una cuestión de dinero. Ni siquiera destinando recursos 10 o incluso 100 veces superiores lograría España corregir por ese camino sus notables desviaciones respecto a los compromisos adquiridos en Kioto. Como el jueves demostraba nuestro periódico, sería mucho más rentable invertir cantidades bastante más modestas en concienciar a la ciudadanía sobre las bondades del ahorro energético, corrigiendo pequeños tics de la vida cotidiana. Pero claro, eso tendría un doble inconveniente. En primer lugar, su escaso impacto electoral en una campaña ante la que cualquiera diría que no existe otra manera de captar votos sino pujando a ver quién ofrece más y mejores subsidios. Y en segundo lugar, que no podría ser sino un mero aperitivo de ese debate en profundidad sobre nuestro modelo energético que de momento todos quieren eludir.

Es obvio que Zapatero prefiere alimentar la fantasía colectiva de que vamos a salvar la Tierra instalando placas solares en los tejados y cambiando los marcos de las ventanas más destartaladas, a base de 2.000 euros por familia -o sea, a 500 euros el voto-, antes que decirles a los ciudadanos una verdad tan desagradable como que el problema del daño causado por el hombre a su ecosistema ha alcanzado ya tal magnitud que si no cambiamos de modelo energético o de modelo de vida los desastres naturales que se avecinan les cambiarán ambas cosas a nuestros descendientes.

Ese es, de hecho, el gran déficit de los evanescentes acuerdos alcanzados durante la madrugada de ayer en Bali por la comunidad internacional. Se asume de boquilla la envergadura del desafío y se arbitra un sistema de ayudas para la protección de los espacios naturales en los países atrasados que más rápidamente crecen, pero los compromisos concretos de reducción de emisiones que habrán de sustituir a los de Kioto no pasan de ser una mera nota a pie de página a negociar durante los próximos dos años y, sobre todo, no se abordan con rigor las alternativas para seguir impulsando la civilización humana.

Si los países desarrollados de la Unión Europea quieren proteger la biosfera sin renunciar al crecimiento que mantiene en pie sus economías y permite absorber la inmigración, es imprescindible que orquesten una política energética común en la que, junto a la potenciación de las energías renovables, hasta donde den de sí la lógica y los recursos, y junto al fomento de los llamados biocombustibles, será inevitable que las centrales nucleares jueguen un papel cada vez más importante. Es verdad que mientras no se logre resolver el problema del destino final de los residuos, los espectaculares avances en materia de seguridad no podrán considerarse completos, pero al margen de que los riesgos a largo plazo, considerados en su conjunto, siempre serán menores que los de continuar quemando alegremente combustibles fósiles, sólo desde la superstición puede eludirse el hecho consumado de que cuando se tiene un vecino como Francia con docenas de centrales nucleares en su territorio, el control de ese inconveniente ya no depende de la política que siga un país determinado.

El último converso a la causa nuclear ha sido Felipe González, quien el mes pasado propuso ante los ex mandatarios mundiales que integran el llamado Club de Madrid el fin de la moratoria en la construcción de nuevas centrales que él mismo impuso nada más llegar al poder hace 25 años. Al margen de que se trate de una rectificación emblemática, equivalente a la que supondría que Zapatero recomendara un día enviar tropas españolas a Irak para ayudar a los Estados Unidos a luchar contra el terrorismo islamista y estabilizar la situación de los campos petroleros, nadie debería echar en saco roto su reflexión en el sentido de que antes o después será «inevitable una crisis de oferta energética» y que sólo las centrales nucleares permitirían ponerse al pairo del consecuente «aumento exponencial de la tensión internacional».

Pero Zapatero no está en el poder ni para prever el futuro, ni siquiera para gestionar con un mínimo de coherencia el presente. Tras su deambular zigzagueante a través de las diversas vicisitudes de las OPA de Endesa, propio de quien carece del más mínimo esbozo de política energética y mientras sigue subvencionando centrales térmicas de carbón, ahora se aferra, como buen profeta de la ética indolora, a la venta, con trompetería televisiva y redoble de tambores radiofónico, del Gran Salto Adelante (GSA) de la rehabilitación de las 500.000 viviendas ecológicas. Igual que nos vendió el GSA de la Alianza de Civilizaciones, el GSA de la lucha contra la violencia doméstica, el GSA del Proceso de Paz en el País Vasco, el GSA de la prodigiosa marcha de la economía española o el GSA del republicanismo cívico basado en la ampliación de los más diversos «derechos de ciudadanía». Lástima que el balance de todo ello sea una política exterior que sólo suscita indiferencia o rechifla, un incremento del número de mujeres asesinadas por sus parejas, una vuelta de ETA a su actividad criminal, un incremento desbocado del coste de la vida ante el que al Gobierno sólo se le ocurre el chiste del conejo y un estado de cosas en el que, en lugares gobernados por socialistas, un chico podrá casarse con otra persona de su mismo sexo después de no haber podido estudiar ni en el colegio ni en la universidad en la misma lengua castellana en la que siempre escuchó expresarse a sus padres.

Siendo como es un fértil e ingenioso autor siempre en busca de personaje que representar, es una verdadera pena que Zapatero no se haya hasta ahora transfigurado nunca en paladín de causas más nobles como la movilización de la sociedad española contra el terrorismo o la erección de «valladares» domésticos frente a la penetración de los virus reaccionarios del nacionalismo. No sería cuestión de millones de euros, sino de un adarme de voluntad política.

Bastaría que el jefe del Gobierno pusiera al servicio de ese proyecto su buen talante, simpatía y reconocida capacidad como comunicador para que en bastantes más de 500.000 hogares socialistas y asimilados calara la determinación de dejar a los asesinos sin horizonte de esperanza alguno, de aislar socialmente a quienes les alientan, de romper cualquier pacto con quienes no aparquen sus reivindicaciones soberanistas hasta el final efectivo de la violencia, de proteger a los escolares de la polución disgregadora de los libros de texto cocinados por las editoriales al gusto nacionalista o de alentar al comerciante de la esquina a que se subleve ante el control de sus rótulos y carteles por los inquisidores de la anormalísima normalización lingüística.

Ese sí que sería un genuino Gran Salto Adelante al servicio de la libertad e igualdad que defiende nuestra Constitución. Pero si Zapatero no se siente con fuerzas para tanto, al menos que se suba de una vez al carro ganador del movimiento olímpico español y muestre su apoyo al proceso de selección de la letra del himno nacional que el presidente del COE, Alejandro Blanco, la SGAE -en su única contribución estimable al interés público que se recuerda- y un jurado de impecable prestigio están a punto de culminar. Ya que no defiende con suficiente calor la identidad de España, al menos, señor presidente, que su voz no falte en el coro de quienes quieren cantarla con palabras que nos unan a todos sin ofender a nadie.

¿O es que tendremos que conformarnos con que el balance ético y legal de esta imprevista e improvisada legislatura a la ZP sea la «sentencia interpretativa» -cada vez que escuchen esa expresión llévense la mano a la cartera, cierren los ojos y tápense la nariz- por la que el Tribunal Constitucional está a punto de decirnos que los valencianos y los aragoneses, y por supuesto los catalanes y los vascos, pueden hacer constar en sus respectivos estatutos que tienen derechos de toda índole diferentes a los de los demás españoles, siempre y cuando ese reconocimiento no les dé derecho absolutamente a nada y todas las plantas carnívoras estén dispuestas a cerrar sus fauces al conjuro de tan alta jurisprudencia?

A este paso, de tanto saltar adelante, los más inconcebibles retrocesos estarán el día menos pensado a nuestro alcance.