«LA HORA DE LOS HOMBRES DE ESTADO»
Artículo de Pedro J. Ramírez en “El Mundo” del 02/01/2005
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
El diario de
ámbito nacional más complaciente con la complacencia del Ejecutivo socialista
ante las exigencias de los nacionalistas era recompensado el viernes con un
anuncio a toda página del Gobierno vasco. Descubre Euskadi. Un país increíble,
rezaba un lema que no podía ser más certero. Porque increíble, efectivamente, es
que, tal y como quedaba constatado en ése y todos los demás periódicos del
último día del año, el Parlamento de una Comunidad Autónoma de un Estado de la
Unión Europea haya aprobado unilateralmente un plan secesionista, dotado de un
calendario bien preciso para llevarlo a cabo, y lo haya hecho gracias a los
votos de una formación ilegalizada por estar integrada en una organización
terrorista responsable de 900 asesinatos.
Increíble, pero cierto. El plan Ibarretxe ya no es una hipótesis compuesta de
diversas variables en el espacio y en el tiempo, sino una bomba de relojería
activada -cómo no- por ETA que inexorablemente estallará dentro de seis meses.
En realidad lo único que queda por dilucidar es si les explotará entre las manos
a sus estúpidos porteadores o si les permitiremos llegar a colocarla en las
entrañas de nuestro sistema democrático.
Nunca deberíamos haber llegado hasta aquí, pero el ingenuo PSOE de Zapatero no
contemplaba un escenario en el que el lehendakari incurriera en la imbecilidad
política de permitir que fueran los esbirros de los terroristas quienes le
marcaran los tiempos; y en el que ETA aprovechara la oportunidad, con el cinismo
moral que supone votar a la vez a favor y en contra de algo. De haberlo sabido,
estoy seguro de que los socialistas habrían desplegado sus influencias,
invirtiendo como mínimo el 7-5 con que el Tribunal Constitucional inadmitió el
recurso del Gobierno de Aznar, destinado a impedir la propia tramitación
parlamentaria del plan. Y también habrían mantenido otra actitud hacia Ibarretxe
-esto afecta asimismo a la Corona en concordancia con las justas observaciones
de Rosa Díez-, hacia Imaz y hacia Atutxa, para que no les saliera gratis la
desobediencia a la orden del Supremo de disolver el grupo proetarra.
Pero ya no es hora de llorar por la leche derramada. Ibarretxe se ha convertido
en el primer autosecuestrado de la historia de ETA, pues él solo se ha metido en
el zulo, lo ha cerrado por dentro y ha entregado la llave a sus alborozados
captores. Las risotadas del viernes todavía resuenan en las herriko tabernas y
en el escondite de Josu Ternera en algún lugar de la UE. Consumada la ignominia,
ahora ya depende en gran medida de ellos que el PNV tenga o no tenga la
legitimación mayoritaria en las próximas elecciones, que sus seguidores decanten
el resultado del prometido referéndum y que la calle -y las armas- pongan mayor
o menor presión en un momento o en otro. Suceda lo que suceda, ETA siempre podrá
alegar a partir de ahora que el 30 de diciembre de 2004 un parlamento elegido
democráticamente por los vascos acordó liquidar el Estatuto de Gernika y
emprender el camino de la autodeterminación.Si Ibarretxe no lo consigue por las
buenas, ellos se sentirán expresamente legitimados para seguir intentándolo por
las malas.Esta y no otra es la verdadera dimensión de la tragedia.
Zapatero aún espera ponerle coto a corto plazo con una victoria del bloque
constitucional en las elecciones vascas. El presidente cree que lo que no
consiguieron Aznar y Mayor Oreja hace cuatro años mediante la estrategia del
frentismo a la que arrastraron a Redondo Terreros, a los intelectuales del mitin
del Kursaal y a plataformas cívicas como ¡Basta ya! o el Foro de Ermua, pueden
conseguirlo ahora Patxi López y él con esa supuesta tercera vía que, al bifurcar
la oferta no nacionalista, conseguiría captar parte de los sufragios moderados
del PNV.
Es una apuesta difícil y bastante artificial porque si algo puso de relieve el
debate del jueves es que en el País Vasco hay dos espacios políticos, el
nacionalista y el constitucionalista, prácticamente herméticos e impermeables.
Seguro que el PSE sube, pero será a costa del PP -todo lo más de algún exiguo
sector de IU-Ezker Batua-; y al mismo tiempo el PNV y EA tienen por ganar toda
la clientela de la ilegalizada Batasuna.
Si Zapatero, que piensa implicarse en cuerpo y alma en lo que en la práctica van
a ser cinco meses de dramática campaña -de repente, nadie piensa ya en el
referéndum europeo-, lograra captar al 10% de los votantes nacionalistas con el
señuelo de la reforma del Estatuto, todos respiraríamos aliviados pues la
correlación de fuerzas se invertiría, Ibarretxe tendría que volverse a Llodio a
practicar el cicloturismo y el escenario resultante sería infinitamente más
fácil de gestionar que ninguno de los derivados de un espaldarazo de las urnas a
la entente, más o menos explícita, que han formado el PNV y ETA.
La pregunta del millón es cómo provocar lo que en definitiva supondría un
espectacular movimiento de capas tectónicas hondamente asentadas en el subsuelo
electoral vasco. En la soledad de sus cavilaciones de estos días en Doñana, sin
otro auxiliar que el papel y el bolígrafo, a Zapatero vuelve a salirle la receta
del buen talante: si Ibarretxe llama, se le atiende; si Ibarretxe pide cita, se
le concede; si Ibarretxe explica, se le escucha Eso no significa que el
presidente no tenga una clara determinación tomada y que no piense
transmitírsela al lehendakari -«Ese plan no se aplicará, Euskadi no será nunca
un Estado asociado»-, pero cree que sería contraproducente amenazar a la
sociedad vasca, por ejemplo, con el tipo de respuesta que la convocatoria de un
referéndum ilegal provocaría en los poderes públicos. Quizás por el yuyu que le
producen las profecías destinadas a autocumplirse, pero sobre todo por no ceder
al PNV el espacio de moderación del electorado vasco.
El riesgo de esta estrategia es que no está nada claro que en el electorado
vasco subsista un «espacio de moderación». La argamasa de la peculiar
idiosincrasia vascongada, mezclada durante un cuarto de siglo con los cantos
rodantes de la mitología sabiniana en la hormigonera del adoctrinamiento escolar
y mediático, ha terminado fraguando un cemento casi imposible de perforar por
cualquier mensaje racionalista.
Que Guevara, Arregi y otros individuos a los que Arzalluz exorcizó como los
michelines que lastraban el ascenso del PNV hacia las cimas de la independencia
vasca se hayan acercado al PSE es una cosa y otra muy distinta que su mensaje
elitista e intelectual, cargado de prudencia y sentido común, vaya a arrastrar a
un número significativo de votantes. Aunque el que toque su melodía sea un
flautista tan bien plantado y sonriente como Zapatero, mucho me temo que la
Euskadi profunda de la boina calada hasta los dientes apenas si le mirará tan de
soslayo como hace cuatro años miró a Mayor Oreja.
Sólo la constatación de estar al borde del abismo, la certeza de que el reloj de
la jornada electoral marque las doce menos cinco de lo que sería el estallido de
la bomba que ETA adhirió el jueves al pecho de Ibarretxe, con la subsiguiente
prohibición del referéndum, el correspondiente despliegue policial para
impedirlo y la segura aplicación del artículo 155 de la Constitución,
suspendiendo la autonomía vasca si persiste el desafío, podrían impresionar al
personal. Y aun así, ya veríamos.
Pero al margen del peligro de que el cuento de la lechera de Zapatero sobre las
elecciones vascas concluya tan mal como el de Aznar, el mero hecho de enfatizar
su trascendencia viene a la postre a reforzar el mensaje soberanista de que ése
es el único ámbito de decisión relevante. Sería maravilloso ganarle al PNV los
comicios autonómicos, pero debe quedar claro desde ahora mismo que, sea cual sea
su resultado, el Estado reprimirá con todos sus medios legales y materiales
cualquier intento de llevar a cabo el plan secesionista aprobado el jueves. Lo
contrario sería alentar el equívoco de que el buen demócrata deja al albur de
las urnas vascas el principio de la integridad de España e incluso podría
subconscientemente ir atrapando a Zapatero en una falsa interpretación de lo que
debe ser el respeto a las reglas del juego político, de forma que, si perdiera,
se sentiría maniatado o al menos moralmente cohibido para actuar contra el
vencedor.
De ahí esta meditada enmienda al articulado, desde la plena coincidencia en el
fondo del asunto, a la estrategia de respuesta que empieza a pergeñar el
Gobierno. Acertó plenamente Zapatero cuando le dijo anteanoche no sé si a María
Teresa, a Rubalcaba, a Barroso o a alguno de los amigos que le felicitaron el
año que esta es «la hora de los hombres de Estado», pero el tablero principal de
tal partida no es el de la política vasca sino el de la política española, pues
de entrada su gran prioridad debería ser ejercitar el liderazgo para que todos
los ciudadanos sean conscientes de que el «despropósito histórico
inconmensurable» -el presidente utilizó también, al parecer, esta expresión- no
tendrá lugar.
En ese sentido hay que subrayar los buenos reflejos que, con toda su fama de
parsimonioso, viene demostrando esta vez Rajoy.Aunque Zapatero le habría llamado
en todo caso, la verdad es que el jueves por la tarde fue él quien desenfundó
primero. No me extrañaría nada desayunarme hoy encontrando declaraciones suyas
en la portada de cualquier colega; y tampoco me ha sorprendido la urgente
convocatoria del Comité Ejecutivo del PP para fijar posición ante la gravedad de
lo ocurrido. El líder de la oposición está dispuesto a dar su respaldo
incondicional a una política de firmeza del Gobierno y en este sentido cree que
antes de recibir a Ibarretxe Zapatero debería sustanciar ante el Tribunal
Constitucional el recurso contra un acto con plenos efectos jurídicos como lo es
este acuerdo del Parlamento vasco. Aunque en el entorno de Zapatero se subraye
que la Ley otorga dos meses de plazo para actuar en ese sentido y se aluda a la
conveniencia de «tomar primero la temperatura al lehendakari», me parece que en
este punto concreto tiene razón Rajoy.
Se trata en definitiva de elegir el tipo de conducta de hombre de Estado con que
se piensa encarar una crisis que ha adquirido ya dimensiones de brote
revolucionario. Zapatero es hábil, astuto, calculador, un buen táctico en suma y
se lo cree. Ni siquiera le hace ascos a la palabra maquiavélico aplicada a su
propia persona. Pero esos mismos dones adornaban en grado sumo a Necker,
Lafayette, Barnave, Lameth, incluso a los propios girondinos o a Danton. Grandes
personalidades que en una u otra fase intentaron embridar la revolución pactando
con ella, para descubrir trágicamente que cuando el caballo del sentimiento
popular se desboca entorno al fanatismo de una idea sencilla sólo los puñales de
Thermidor y en definitiva la espada bonapartista de Brumario pueden devolver las
aguas a su cauce. Ojalá en el País Vasco no lleguemos nunca a esa fase, pero
hace bien José Bono en tener perfectamente engrasadas, por si acaso, las cadenas
de tracción de los mecanismos constitucionales.
Ninguno de los brillantes maniobreros antedichos ha pasado a la Historia como un
gran estadista. Si le preguntamos a un norteamericano a quién atribuiría esa
condición, la respuesta casi unánime sería Abraham Lincoln. El mismo consenso
habría entre los británicos sobre Winston Churchill y entre los franceses sobre
el general De Gaulle. Los tres se caracterizaron por recurrir a la fuerza para
salvar la democracia, frente a los hechos consumados de quienes querían imponer
la secesión o una dictadura de carácter étnico. Como si los males de la
Norteamérica del siglo XIX y la Europa del XX vinieran a superponerse de forma
surrealista en este rincón de España, en el País Vasco de inicios del XXI
tenemos a la vez secesionismo y etnicismo. Todo -la ley, la fuerza, Europa- está
a nuestro favor para yugular este brote doblemente cancerígeno. Todo, excepto el
paralelismo que pudiera derivarse de la siguiente observación: ni Lincoln, ni
Churchill, ni De Gaulle tuvieron nunca fama de simpáticos y menos aún de buenas
personas. Claro que, a veces, las apariencias engañan.