PROHIBIDO SOLTAR LAS RIENDAS
Artículo de Pedro J. Ramírez en “El Mundo” del 30/01/2005
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Si hubiera que dar por buena la interpretación que el PSOE hace de lo ocurrido en la manifestación de hace una semana, estaríamos ante la reacción de un ala derecha intransigente dentro del PP, liderada por Angel Acebes y Esperanza Aguirre, con el propósito de boicotear los acuerdos apenas esbozados por Zapatero y Rajoy y estimular una estrategia de implacable confrontación con el Gobierno en todos los frentes.
Inefable teoría. Por eso se habría convocado
por carta a los militantes para protestar contra la política antiterrorista
-vulnerando el espíritu y la letra del pacto en vigor-, proporcionándoles
información deliberadamente falsa sobre por qué existe el riesgo de que sean
excarcelados algunos etarras irredentos y sobre la imaginaria pasividad
gubernamental al respecto. Por eso las agresiones físicas y verbales a Bono no
habrían sido una llamarada de excitación espontánea, sino fruto de un contexto
minuciosamente prefabricado.Por eso la propia salida de pata de banco del
concejal Garrido, firmante de la misiva, llamando «fascista» al delegado del
Gobierno en Madrid y augurando nada menos que la cárcel para el ministro del
Interior, no sería fruto de su atolondramiento y falta de sindéresis, sino fiel
aplicación del guión escrito por sus jefes.
En el polo opuesto, si hubiera que dar por buena la interpretación que el PP
hace de la conducta socialista tras los incidentes del sábado 22, estaríamos
ante un montaje gubernamental destinado a criminalizar tanto a los líderes de la
derecha española como a sus militantes de base, con el propósito de tener una
coartada para dejarlos fuera del juego político, consumar con mayor comodidad la
liquidación parcial de España pactada con los nacionalistas y perpetuar al
socialismo en el poder para los restos.
Bizarra fantasía. Por eso Bono habría provocado primero a los manifestantes al
mezclarse entre ellos en lugar de ir en la cabecera; y habría exagerado después
melodramáticamente las circunstancias de una agresión prácticamente inexistente.
Por eso el ministro Alonso habría ordenado una especie de redada de afiliados
del PP -tráiganme a los sospechosos- y su delegado en la capital, Constantino
Méndez, habría procedido a las detenciones con el mayor rigor posible,
atribuyendo incluso a sus víctimas con plena intencionalidad la falaz condición
de «imputados». Por eso Peces Barba habría atizado el fuego de manera
consciente, negándose a asistir a la manifestación, tratando mucho más
severamente a la mayoritaria AVT que al colectivo del 11-M representado por
Pilar Manjón, e incluso permitiéndose abogar por el diálogo gubernamental con
ETA ante quienes más ofendidos pueden sentirse por su mera formulación
hipotética.
Pues bien, yo creo que ninguna de las dos versiones se corresponde ni
remotamente con la realidad de los hechos. Porque aunque la agresión -con una
intensidad u otra- se produjo (y hay que erradicar estos excesos de palabra y
obra, los cometa quien los cometa, vayan contra Rato y Piqué o contra Bono y
Rosa Díez) y la carta se escribió y distribuyó (los grandes partidos no deben
recurrir a la falsificación de la realidad para llevar el agua a su molino),
nadie que conozca cómo funciona el PP y cómo son sus dirigentes puede atribuir
ni lo uno ni lo otro a una pretensión orquestada de fomentar la bronca.
Y porque, por el otro lado, si el populista Bono hubiera acudido a la marcha
buscando algo distinto que la expresión de su sentimiento de solidaridad con las
víctimas, habrían sido los aplausos, que ingenuamente cree tener bien merecidos,
y no los agravios (nadie va con su hijo a que le insulten y zarandeen) que le
permitieran explotar el victimismo. Tampoco veo al juez Alonso convirtiéndose en
el chekista mayor de la «dictadura» zapaterista o menos aún en el precursor de
otro «Holocausto» (hay palabras que no se deben usar nunca a humo de pajas),
aunque es obvio que su obsesión por obtener resultados en la investigación de un
episodio de gran notoriedad pública fomentó el abuso de poder de su subordinado.
Mi sensación de conjunto es que hay una enorme desproporción entre las palabras
y los hechos. A fin de cuentas nadie tiene descalabrado el cráneo y nadie está
encerrado en mazmorra alguna.Ha habido una escalada de despropósitos en la que
lo peor tanto del PP como del PSOE no han sido los propios actos, sino la
exagerada caracterización de los del adversario. Siendo severos, esto debió
haberse zanjado con la destitución del tal Méndez y la apertura de expediente a
un puñado de militantes populares, incluido el tal Garrido. Siendo realistas,
incluso hubiera bastado un buen tirón de orejas tanto al uno como a los otros.
La judicialización del asunto va a dejar en todo caso las cosas en su sitio y
esperemos que aquí haya pronto paz, porque si no tampoco tendremos después
gloria. El episodio demuestra que en ambos bandos hay sectores tan minoritarios
como influyentes, sobre todo por su proyección pública, cuyo resentimiento
acumulado ha desembocado en una inmensa tirria recíproca y que con muy pocas
nueces son capaces de provocar no ya mucho ruido sino hasta apocalípticos
estruendos. Afortunadamente, esas actitudes no son en absoluto representativas
de la sensibilidad general de una sociedad española que anhela el consenso y
abomina el guerracivilismo.
Incluso el que un creciente número de ciudadanos parezca disfrutar con esos
orwellianos diez minutos del odio que están dispuestos a proporcionarles sus
líderes preferidos no debe llamar a engaño a nadie. Una cosa es que en el
supermercado de los hábitos de consumo de la sociedad de masas uno pueda darse
durante un rato el autohomenaje de la reafirmación en el maniqueísmo -como quien
se desfoga en el anonimato del estadio- y otra que casi nadie esté dispuesto a
hacer casi nada al servicio de casi ninguna causa, cuando en España son casi
nulos los conflictos que justificaríanel dramático toque a rebato para la
movilización general de las personas.
Desde luego no va a ser porque tengamos una política exterior patética por lo
que los españoles nos peleemos en la calle. Tampoco porque al Gobierno empiece a
vérsele el plumero, y más que el plumero, en su intervención en la vida
empresarial para tratar de acaparar el poder económico. Ni siquiera porque ZP
vaya a incurrir en el disparate jurídico de llamar «matrimonio» a la unión
homosexual. Nada de esto configura una situación límite como las que vivimos en
un pasado no muy remoto. Aquí y ahora nadie está montando desde el poder una
banda de secuestradores y asesinos, ni un racket de latrocinio organizado. Todos
los mentados errores o abusos y otros que puedan venir serán subsanables por un
futuro gobierno alternativo, si el PP es capaz de recuperar la confianza de la
mayoría a través de las urnas.
Pero cuando en el penúltimo párrafo he utilizado cuatro veces el adverbio «casi»
es porque sí que existe una única amenaza gravísima muy concreta cuyo control
puede írsenos a todos de las manos si no lo abordamos con inteligencia y tesón.
Me refiero, claro está, a lo que de manera muy certera -la lucidez ocasional no
es incompatible con todo lo demás que ustedes ya saben de él- ha definido Felipe
González como la «centrifugación» de España. O sea la pretensión de los
nacionalistas catalanes y vascos, con la complicidad del PSC y el PSE, de
succionar tantas atribuciones del Estado que, autodeterminaciones y soberanías
al margen, al final de éste no quede más que la raspa y nadie pueda ejercer
políticas ni de solidaridad y cohesión ni de ordenación del territorio.
Aunque pasado mañana quede definitivamente bloqueado el avance del plan
Ibarretxe por el camino de la legalidad, nadie puede desdeñar la amenaza del
lehendakari de seguir adelante por las bravas. Y menos aún el riesgo que entraña
el proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña, precisamente por el carácter engañoso
-suaviter in modo, fortiter in re- de la aparente tranquilidad con que se está
gestando.
El oportunismo con que Maragall y Carod-Rovira quieren quedarse con el
electorado de Convergència i Unió, cual si fueran Rusia y Alemania emprendiendo
el enésimo reparto de Polonia, ha dejado paradójicamente en manos de Artur Mas y
sus jóvenes turcos la fijación del umbral mínimo aceptable en materia de
competencias y financiación, porque sin su voto favorable el tripartito no
podría sacar adelante el proyecto. Para el sucesor de Pujol la ecuación está muy
clara: se trata de pedir la Luna porque sólo tendría sentido contribuir a
alfombrar el camino hacia el Olimpo de Maragall a cambio de grandes ventajas
para Cataluña. En esas está y, de hecho, ahora su mayor peligro político a corto
plazo -y el potencial drama para España entera- es que puede que le den la Luna.
De hecho CiU ha lanzado a bombo y platillo una propuesta de financiación que
consiste en reproducir el concierto vasco con la única corrección de destinar un
2% del PIB catalán a la solidaridad interterritorial, según la misma filosofía
que lleva a las ONG a pedir el 0,7 para ayudar al Tercer Mundo. De momento desde
la plaza de San Jaime les han contestado que les parece una muy buena base para
empezar a negociar. Y en materia de competencias exclusivas la dinámica es la
misma: administración única hasta las últimas consecuencias para que, por
ejemplo, Madrid no tenga absolutamente nada que decir respecto a los planes de
Enseñanza. Se trataría de crear en la práctica, en todo menos en el nombre, lo
mismo que pretende Ibarretxe: un Estado confederado cuya autosuficiencia
convertiría la independencia en la fruta madura que correspondería recoger a la
generación siguiente.
Maragall sabe que no le van a dejar ofrecer tanto, pero cree que puede quedarse
cerca. No llegará a tentar a Artur Mas con los cinco huevos duros que le pide,
pero probablemente sí con cuatro. Cuenta para ello con la palabra de Zapatero de
apoyar lo que venga consensuado del Parlament y con la vanidad del presidente
ante su gran popularidad en la pragmática Cataluña. Si es capaz de crear la
sensación de que la aprobación del nuevo Estatut es inevitable, hasta Piqué se
subirá a bordo -a cambio de marear un poco la perdiz de las autodefiniciones-
porque también los votantes del PP catalán tienen bolsillo.
El único gran riesgo de Maragall y sus aliados estriba en la consolidación y
desarrollo del espíritu tanto de la reunión de La Moncloa entre Zapatero y Rajoy
como de la que mantuvieron 48 horas después en la Zarzuela con el Rey. Si el PP
se compromete a contribuir lealmente a una reforma limitada de la Constitución,
a cambio de que el PSOE le reconozca mediante la regla de los dos tercios el
derecho de veto sobre cualquier reforma estatutaria empezando por la catalana,
entonces el nieto del poeta está perdido porque Zapatero sacrificará el
compromiso bilateral al dibujo de conjunto y eso implicará una rebaja de lo que
se ofrezca a Cataluña, sirviéndole en bandeja a CiU la oportunidad de decir no e
incluso a ERC la de echarse durante unos meses al monte denunciando la
supeditación de Maragall a Madrid.
Cuando el PSOE y el PP riñen, Maragall -como se vio ayer en Davos-, Carod y en
el fondo también Ibarretxe son los que se frotan las manos. Parece mentira que,
con todo lo que está en juego, arrecien las críticas contra Bono, en un insano
ejercicio de prestidigitación que convierte en agresor al agredido, precisamente
desde los ámbitos que más van a necesitar de su fortaleza política cuando llegue
la hora de las grandes definiciones. Y parece mentira que dos personas
inteligentes como Acebes y Blanco se tiren a degüello cuando es tanto lo que
pueden ganar juntos, desarrollando con sentido del Estado sus márgenes de
colaboración.
Pero incluso si sus segundos escenifican la discordia con más pasión que motivo,
quienes en ningún caso pueden permitirse ya el menor despiste son Zapatero y
Rajoy. El uno tiene a su lado el precipicio del sectarismo y el otro el
despeñadero de la intransigencia.A nada que el presidente se descuida un poco y
afloja las riendas de sus compromisos éticos, ya estamos viendo cómo su partido
vuelve a las andadas del abuso de poder, la manipulación de las instituciones y
la coyunda con el polanquismo y su círculo de grandes fortunas, con la misma
querencia con que el caballo resabiado siempre enfila hacia el pesebre del
establo. Por su parte el líder del PP, con su única bala electoral en el
revólver, lo tiene suficientemente difícil con el País Vasco y Galicia en el
horizonte como para permitirse encima dejarse llevar por las excentricidades que
-en todos los sentidos de la palabra- serían su pasaporte garantizado hacia el
fracaso.
Por fortuna ni el uno es Almunia, ni el otro Hernández Mancha.Pero hay que ver
lo radicales que hay que ser todos los días para no perder comba en la defensa
de la moderación.