CHIVATOS
EJEMPLARES
Artículo de Arturo Pérez Reverte en “XL Semanal” del 27-12-09
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Tendemos, porque nos tranquiliza la conciencia, a echarle la culpa de todo a la clase política, a los empresarios, a los sindicatos, al clima, a la mala suerte y al lucero del alba. Cogido aparte, cada uno de nosotros resulta inocente como un cervatillo. Nadie es nunca responsable de nada. Asombra la facilidad con que el ser humano se justifica, absolviéndose a sí mismo de todo: las matanzas de armenios, los campos de exterminio nazis, la Lubianka y los gulags soviéticos, Paracuellos, los años del franquismo, el terrorismo de ETA, las fosas comunes de Camboya, los burdeles de prisioneras en Bosnia. Lo que se tercie. Luego resulta que nadie sabía nada, que los ciudadanos honrados miraban hacia otro sitio. Y todo acaban comiéndoselo los de siempre: el dictador, el psicópata, el miliciano incontrolado, el falangista rencoroso, el malvado Carabel que actuaba por su cuenta. Cuatro gatos, en suma. Los demás estaban todos al margen. Estábamos. Y cuando pasa la racha, todo cristo saca del bolsillo y exhibe en público el certificado de buena conducta correspondiente, y luego sale a la puerta de la oficina y de la tienda, muy serio, a guardar el correspondiente minuto de silencio. Parece mentira, decimos, mirándonos unos a otros con la limpia mirada de la solidaridad fraterna a toro pasado, que siempre sale barata. Qué malos eran.
Pensaba hoy en eso, recordando una historieta de hace cosa de
un mes, que apareció fugazmente en la prensa y de la que nadie ha vuelto a ocuparse
después: la del muchacho que asistía a una escuela de idiomas de Palma de
Mallorca, y que tomando café con sus compañeros, fuera de clase, mostró su
desacuerdo con la obligatoriedad de hablar catalán para trabajar en la sanidad
balear. Al terminar el intercambio de opiniones, y tras dedicar al chico el
inevitable epíteto multiuso de fascista, varios de sus compañeros fueron a
denunciarlo a la profesora. Que era francesa, pero estaba aclimatada de
maravilla; muy hecha, ya, al sitio donde se gana el jornal. Y ésta, claro, lo
expulsó del centro. Con el respaldo de la dirección, por supuesto. «Se ha
creado un mal ambiente en el grupo», fue el punto final. Y hasta luego, Lucas.
Ahora díganme que no es lo mismo. Que esos prometedores jóvenes que fueron a
chivarse a la profesora eran, o son, diferentes a los que, con carnet de
Falange Española Tradicionalista y de las JONS –obligatorio para todos,
refresquen esa memoria histórica–, denunciaban hace setenta años al rojo de
mierda que, contumaz, se mostraba en desacuerdo con la obligatoriedad de hablar
español en vez de farfullar dialectos separatistas financiados por Moscú.
Díganme también, de paso, si la mayor responsabilidad de que a ese chico lo
expulsaran la tienen la profesora y la dirección del centro –esbirros, a fin de
cuentas, de un sistema que les da de comer–, o la tienen los jóvenes compañeros
que, a los veinte años, ya son capaces de actuar como ciudadanos ejemplares,
dispuestos a limpiar la patria y el idioma de indeseables. Dirían algunos de ustedes,
quizás, que no podemos elevar esto a otras categorías, comparando la actitud de
esos muchachos con la de los ciudadanos alemanes que, en sus buenos tiempos del
cuplé, denunciaban al vecino comunista o judío; o con la de los millones de
delatores vocacionales o circunstanciales que, durante siglos, en España y
fuera de ella, abastecieron las hogueras inquisitoriales, los paredones y
cunetas de carretera, las cárceles y los innumerables caminos del exilio. Pero
en mi opinión se trata del mismo reflejo infame: fundirse con el entorno que
permite sobrevivir marcando el paso que toca. Eso, aplicando el beneficio de la
duda. Porque hay otra lectura menos piadosa: ciertos gobiernos, determinadas
convenciones sociales, tal o cual político o empresario, la profesora de la
escuela de idiomas y los alumnos mismos, allí como en otros lugares, no son
sino manifestaciones concretas, cristalizaciones perversas de lo que deseamos
tener y lo que, en consecuencia, tenemos. Con nuestro voto y aplauso, y también
con el silencio de los borregos, que no siempre es imbécil o cobarde, sino
también cómplice. Ellos encarnan nuestros deseos. Nuestra turbia alma. Dicen lo
que queremos escuchar y permiten hacer lo que anhelamos. Nos comen la oreja, y
por eso están ahí. Por eso triunfan. Por eso duran tanto. Son nuestro infame
retrato. Después, cuando la Historia pasa factura, tomamos distancia y negamos
ser los que están en la foto, saludando alborozados puño alzado o brazo en
alto, según la época, cantando a coro lo que toque. Llorando emocionados cuando
pasa Fernando VII, llenándole a Franco la plaza de Oriente, pagándole el
chiquito y la tapa a Iñaki de Juana Chaos, aplaudiendo al sinvergüenza del Cachuli en un plató de televisión, o lo que sea. Hay que
ver, decimos, qué malos eran los malos, y qué tontos eran los tontos. Palabra
oportuna, ésa: eran. Bálsamo de Fierabrás. Cómo nos gusta conjugar la cochina
tercera persona del plural.