EL FINAL DE UNA ILUSIÓN

 

 Artículo de Ramón Rodríguez  en el Diario Digital de “¡Basta Ya!” del 12.10.07

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

Sábado por la tarde. Mayo de 1968 en la Universidad de Madrid. Para los que empezamos a estudiar aquel curso, el recital de Raimon en la Facultad de Económicas fue sin duda el acto más masivo e intenso de la lucha antifranquista universitaria. Permitido en principio, aunque terminó con la correspondiente carga policial, el fervor y la exaltación reinantes le dieron un significado único. Hoy me viene a las mientes al pensar, en situación bien diferente, en el final del bellísimo poema de Espríu, que conocíamos a través de la canción de Raimon: “ara digueu: ens mantindrem fidels per sempre més al servei d’aquest poble”. La inmensa mayoría de los que coreábamos a Raimon sabíamos de su catalanismo y del sentido reivindicativo de la lengua catalana de los versos de Espríu, pero creíamos, implícitamente, aunque sin la menor duda, que su reivindicación era ante todo de las libertades políticas proscritas, que nos afectaban a todos y, por tanto, también al nacionalismo catalán. Que al final del recital se nos repartiera la letra de la Internacional evidenciaba la organización PCE-PSUC del acto, pero avalaba el sentido universal de la protesta. Por eso interpretábamos el “aquest poble” del verso, no en su cualificación étnica o local, sino en el de la comunidad política de ciudadanos libres e iguales, o, si se estaba más “concienciado”, en el de la mayoría de la población explotada y sometida por una oligarquía política y económica. Casi cuarenta años después sabemos que sufríamos una ilusión: el camino de la izquierda española ha vaciado inequívocamente el contenido liberal o socialista del término para, al principio sin convicción y hoy entusiásticamente, entregarlo a los difusos perfiles de una comunidad nacional. Que la comunidad nacional no sea ya una, sino varias (la “España plural”), no le quita un ápice de la grave inversión de los valores democráticos que supone. El discurso nacionalista ha ganado la partida en el dominio del ámbito público y por eso todos sabemos hoy, al revés que entonces, lo que significa “este pueblo”: no hay más que oír al lendakari, máximo detentador de la expresión, para percibir su siniestro contenido.

 

Que la izquierda española (no desde luego la italiana o la alemana) haya sido ganada por el discurso nacionalista supone el más decisivo cambio del horizonte político desde la transición. Puede ciertamente discutirse cuál es su alcance: si una mera táctica para abrirse a las únicas alianzas que, dado el panorama político español, pueden darle el poder o si, por el contrario, obedece a razones ideológicas de más calado. Probablemente, a una mezcla no casual ni arbitraria de las dos. Pues ni la vieja alusión a las simpatías engendradas en la resistencia antifranquista –experiencia inexistente en la nueva dirección socialista- ni el juego de alianzas posibles explican por sí solos la asunción, crecientemente acrítica, de los conceptos y el lenguaje del nacionalismo. ¿Cómo explicar que la identidad nacional, la nación, la lengua “propia” (no la que cada uno libremente habla, sino un concepto histórico y territorial de lengua), la concepción étnico-costumbrista de la cultura, conceptos todos ellos ligados a la misteriosa, pero , al parecer, inequívoca personalidad de “este pueblo”, hayan pasado a ser, no ya moneda corriente, sino fuente indiscutida de legitimación de derechos en el discurso público de socialistas y comunistas? ¿Cómo entender la adopción mecánica por los parlamentarios de izquierda (también de la derecha, justo es decirlo) del lenguaje historicista y étnico-cultural, impúdicamente autoafirmativo, como único modo de justificar la necesidad de los nuevos estatutos de autonomía? Todavía hace pocos días, durante las vacaciones en Andalucía, pude leer a un antiguo dirigente de IU decir que PSOE y PP habían desmedulado el estatuto. Es obvio: la médula no puede ser otra que las señas nacionales de identidad de Andalucía, que no han quedado suficientemente exaltadas. ¿A nadie se le ocurre, siquiera sea como hipótesis extravagante y por incordiar un poco, que en una comunidad política la mejora del servicio público a los ciudadanos y la garantía de sus derechos son razón más que sobrada para hacer o modificar una ley sin necesidad de acudir a oropeles de guardarropía? Que tal cosa ni siquiera sea planteable indica el dominio del imaginario nacionalista en la política española o, lo que es lo mismo, la subterránea convicción de que la justicia, la igualdad ante la ley y la libertad -valores que son consustanciales al espacio público, no a una fuerza política determinada-, son ya incapaces por sí solos de fundar la acción política. Si no arraigan en “este pueblo”, formando parte de su dotación histórica, fundidos con la lengua, la cultura y otras pertenencias (sabido es que son varios las comunidades del territorio español que consideran el amor a la libertad como un rasgo propio), son mercancía devaluada que nadie compra ya en ese mercado de identidades en que se ha convertido la política.

 

La promoción ideológica y discursiva por parte de la izquierda política de esta situación –en el terreno práctico la implicación es entusiasta, miren ustedes, País Vasco, Cataluña, Baleares o Galicia- resulta estupefaciente, que diría Ortega. No porque, a estas alturas, podamos creer que la socialdemocracia o los restos del naufragio comunista sean algo así como la sede natural de los valores democráticos, sino porque la tradición que forjaron y de la que provienen no bebía en el agua turbia de las identidades culturales y nacionales. Nunca han sido éstas su fuente. Es difícil aventurar las razones de este cambio, pero algo parece claro: la consolidación de la Unión Europea, que hace casi impensable un modelo social diferente al engendrado por la economía de mercado, y la desaparición de la referencia que representaba el mundo comunista han dejado sin base real la idea de una transformación radical de las condiciones de vida. De ahí que el lema “otro mundo es posible” suene hoy a nuestros oídos como un desideratum propio de movimientos juveniles y ONG, pero no como un programa político factible. Perdida la creencia en un cambio profundo (¡cuántas cosas revelaría un estudio detenido de la semántica de “cambio” en la política posmoderna!) y limitada a la gestión más o menos eficaz de lo que hay, los agentes políticos de la izquierda no saben ya cómo competir con una fuerza uniforme en lo esencial, simple en la visión de su papel político, que aspira, ella sí, a un cambio radical (la independencia de “este pueblo” de turno, aspiración que, desde luego, nada tiene que ver con el cambio que antaño preconizaba el socialismo), y que actúa de la manera tenaz y coriácea que a Franco le habría encantado para su minoría inasequible al desaliento. Pero, sobre todo, una fuerza con una capacidad de inocular representaciones míticas movilizadoras en la conciencia de los individuos (con el terrorismo como expresión última), de la que carecen hoy tanto la izquierda como la derecha liberal.

 

Así las cosas, el juego político (y en buena medida en el cultural) se ha convertido en un puro y cansino tomar postura ante la puja al alza de reivindicaciones nacionalistas, que ocupan por entero el espacio público y tienden cada vez más a delimitarlo, sin que se aprecien intentos serios de salir de esta trampa. Se dirá que esto es así por las particulares condiciones de la política española, que otorgan un papel decisivo desproporcionado a las minorías nacionalistas, lo cual es cierto. Pero una cosa es la necesidad pragmática de compartir y acordar y otra la imprescindible reflexión ideológica. Lo asombroso es que no brilla en el discurso público PSOE/IU ni siquiera un rescoldo de la antigua fragua: nada hay que proporcione al ciudadano de a pie un mínimo instrumental crítico frente al “argumentario” nacionalista. (Espero que no se esgrimirá contra esta evidencia la “solución” provisional al problema navarro: ni una sola razón teórica, sino puras conveniencias electorales a cortísimo plazo, han salido a relucir; lo cual refuerza las convicciones pro-nacionalistas, pues si sólo el miedo aconseja esa solución, es que lo conveniente y correcto es el pacto con el nacionalismo, que, en mejores circunstancias, se impondría de manera “natural”. Y menos aún la recuperación de Bono, que, obedeciendo a las mismas razones electorales, añade el agravante de una demagogia de españolismo gestual y sentimentaloide, que acentúa la funesta idea de que a un nacionalismo sólo se le puede oponer otro nacionalismo). Pero si hay un discurso necesitado de una constante vigilancia crítica desde los principios de la democracia es el nacionalismo, con su tendencia a intervenir y homogeneizar todos los espacios sociales, con la primacía de los derechos históricos de “este pueblo” sobre los derechos de las personas, con la imposición de una mitología nacional mil veces repetida, con el cultivo narcisista de las “diferencias” que siempre termina en discriminación social y política, con su constante pretensión de obtener ventajas en el espacio público en virtud de su “identidad nacional”. Por eso, ante el cada vez más explícito asentimiento de la izquierda oficial, hay que preguntarse: ¿Cómo se puede aceptar “el somos una nación” como ultima ratio en una comunidad política democrática? ¿Cómo puede ser admitido, incluso en el puro léxico, el llamado “blindaje de competencias”, un tan flagrante ataque a la soberanía de la comunidad política y de la igualdad ciudadana? ¿Cómo puede aceptarse que un individuo en la plenitud de sus derechos no pueda, si lo desea, recibir enseñanza en la lengua que la ley de leyes llama lengua común? ¿Cómo se pueden promover leyes que permiten que el voto de un ciudadano de una región decida sobre lo que ha de hacerse en otras pero no al revés? Que la izquierda no se hace estas preguntas y está, en el fondo, inerme ante el discurso nacionalista lo muestra a las claras el hecho de que ella misma presenta como “progresista” –su adjetivo predilecto- cualquier pacto con una formación nacionalista o califica de “valiente” y “audaz” toda política que aumenta el poder autonómico. A los ciudadanos corrientes nos gustaría saber por qué es a priori mejor tal cosa, pero nadie se molesta en explicárnoslo ni, lo que es peor, nosotros en exigirlo. Y sin embargo, nada es hoy más urgente en la política española.