LA ESTUPIDEZ QUE NO CESA

 

 Artículo de GREGORIO SALVADOR, Vicedirector de la Real Academia Española,  en “ABC” del 08.10.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

... Tres golpes terribles ha recibido Occidente: Nueva York, Madrid, Londres; distintos pero semejantes a los que estaba recibiendo Europa allá por los años treinta. No sé yo, naturalmente, lo que se pueda hacer, pero lo que sí entiendo es que no se deben decir tonterías...

ME cae en las manos un artículo de Antonio Muñoz Molina publicado en febrero de 1998, en «El País Semanal», que titula «El siglo de los tontos». Me lo manda un amigo con una carta en la que me dice: «¿Verdad que merece desenterrarse?»

Verdad evidente es que lo merece. No sé si el autor lo habrá recogido en alguna de sus recopilaciones de artículos ni ahora puedo comprobarlo pero, en cualquier caso, es palmario que su texto permanece vivo y actualísimo, porque el siglo XX feneció pero lo cierto es que el flujo de estúpidos no ha cesado e incluso se acrecienta por momentos.

Dice Muñoz Molina en el primer párrafo: «Ya no sabe uno de qué hay que tener más miedo en la vida pública, si del ceño de los malvados o de la sonrisa y la risa de los tontos» y, a continuación, recuerda una frase de Kenneth Galbraight, la de que los historiadores no suelen tener en cuenta «el peso tremendo de la pura y simple tontería humana, la capacidad de provocar estragos catastróficos de la que están dotados algunos imbéciles que ocupan posiciones muy altas de responsabilidad en la política, en la economía o en la guerra». La ocasión del artículo era la del sexagésimo aniversario de la serie de complacientes estupideces pacifistas cometidas por un tonto histórico, el primer ministro británico Chamberlain, que contempló cómo el nazismo y el fascismo se iban tragando Europa y, mientras Hitler y Mussolini se mantenían ceñudos y tomaban decisiones cada vez más atrevidas, él aparecía a su lado, en los noticiarios de aquel tiempo, con «una perfecta sonrisa de imbécil, una definitiva beatitud de tonto consentido, de tonto dichoso que sonríe más cuanto más irreparable es el desastre que está provocando con su sonrisa».

Yo que era niño entonces pero que ya empezaba a sufrir la historia, que estábamos en plena guerra civil y no entro en detalles, pero que cada boba concesión del hombre risueño y con paraguas parecía alejar irremediablemente una solución rápida de nuestras propias tribulaciones y disipaba, por consiguiente, no pocas de nuestras esperanzas, según podía deducir del juicio de los mayores, me hacía su pasividad casi tan odiosa como el ardor bélico y triunfalista de los otros. Pero, en fin, todo eso es ya agua pasada, cerrada y conclusa, aunque en aquella historia tan siniestra, la de la guerra nuestra y la de la guerra mundial y la de la guerra fría, se asienten consecutivamente, de un modo u otro, por vía de contraste, muchas de las realidades excelentes que luego han sido posibles y, por vía mimética, muchos de los resabios, de las malquerencias y de las atrocidades que aún nos toca padecer.

Aunque lo que más me desasosiega del contenido de ese viejo artículo de mi compañero y amigo, tan certero siempre en sus diagnósticos sociales y políticos y tan incómodo, en ocasiones, para muchos, es su planteamiento general, esa denuncia en bloque del enorme porcentaje de imbecilidad humana que puede alcanzar niveles de poder, incluso los más altos niveles de poder, en este mundo que habitamos, y no solo poder político o poder económico o poder militar, diría yo, sino también ahora, sobre todo, poder de comunicación, capacidad para propagarse, para adueñarse de las mentes crédulas e indefensas de las pasivas mayorías, con lo cual la mentecatez se convierte en pandemia. Ha sido frecuente en el siglo XX y no podemos asegurar que haya perdido morbilidad en este que comenzamos sino más bien al contrario. Diversos observadores, desde ángulos muy distantes, coinciden en señalar a escala mundial la escasez cada vez más acentuada de grandes figuras en el campo de la política y la gobernación. Las incomodidades y los riesgos que esa elección conlleva retraen, al parecer, a muchos de los mejores, los más dotados, los más capaces y con mayor discernimiento, los de mayores conocimientos y más clara visión, y los llevan a escoger, en este mundo actual que les ofrece tantos caminos excelentes, alguno que les proporcione una vida sosegada y gratificante, sin los sobresaltos e ingratitudes que la opción política les podría acarrear. Y eso ha aumentado, inevitablemente, el nivel de mediocridad que suelen presentar, en todo el mundo, las clases gobernantes.

Y me inquieta un hecho que tengo comprobado. A lo largo del último año y medio, más o menos, aunque seguramente ya venía de atrás, la cantidad de estupideces solemnes que ha habido que leer o que oír directamente de boca de personajes de relieve, de individuos con poder, ha sido verdaderamente impresionante. E insisto en lo de poder. Porque quien no lo tiene puede despacharse con cualquier imbecilidad sin mayores perjuicios; pero el que se siente respaldado por el poder político puede transformar cualquier memez en decreto ley y casos sonados han existido.

De todos modos, hay tonterías y tonterías. Habría que intentar una clasificación y no es tarea fácil. Las hay de palabra y de obra, naturalmente, porque la vida humana consiste en hablar y en hacer y las palabras pasan pero los hechos quedan. Las tonterías de hecho pueden incluso interpretarse como aciertos, por algunos, pero llevan la idiotez alojada en su seno y, más o menos pronto, florece y fructifica en previstos o insospechados quebrantos y desastres. Las de palabra pueden quedar en pasmo o chirigota, pero son siempre una semilla en el viento, un riesgo ambiental. De ahí mi preocupación por el notable aumento advertido en su índice de frecuencia. Aunque muchas de esas supuestas tonterías no llegan ni siquiera a serlo, son simples vaciedades, son tan solo frases carentes de sentido, y una verdadera tontería debe tenerlo, debe decir algo, negativo si se quiere, absurdo, carente de razón, pero interpretable y calificable desde el buen juicio, desde el razonamiento lógico o el razonamiento sensible. Las vaciedades no son susceptibles de ejecución, lo que podría llevarnos a estimarlas inocuas, pero no dejan de ocasionar peligro, pues son comunicables y expansivas -recuérdese su presencia masiva en todas las dictaduras habidas y por haber- y vacían las cabezas con facilidad.

La especie de tontería acaso más frecuente en altos, medios y hasta bajos niveles de gobierno es la necedad, es decir, la estupidez asentada en la ignorancia, en el desconocimiento. No doy ejemplos porque este artículo lo que pretende es señalar males, no indicar nombres. Pero ni siquiera habrá que ir a buscarlos a las hemerotecas o a los vídeos archivados. Bastará con la prensa del día, con oír la radio, con encender la televisión y algo caerá en la red. Y todavía la necedad presenta un caso extremo, la incapacidad, cuando no malicia, para interpretar lo que se tiene delante. Porque la ignorancia del pasado, más o menos remoto, está a la orden del día, pero alcanza también al presente, pues nunca falta quien se esfuerce en describirnos un presente en presencia, que estamos viendo al tiempo que él, que estamos percibiendo con todos los sentidos y nos lo trasmite absolutamente irreconocible, falso de toda falsedad. Y lo peor es que siempre hay quien se niegue a sí mismo y acepte esa versión, por el prestigio del que la enuncia.

El caso es que a un siglo donde no solo la perversidad sino también la estupidez que la ayudó causaron estragos, sigue este otro que hemos comenzado y en el que la maldad prolifera por allá y por acá. Tres golpes terribles ha recibido Occidente: Nueva York, Madrid, Londres; distintos pero semejantes a los que estaba recibiendo Europa allá por los años treinta. No sé yo, naturalmente, lo que se pueda hacer, pero lo que sí entiendo es que no se deben decir tonterías. Que se están diciendo muchas y de todas clases: expeditas necedades, presuntuosas sandeces, candorosas bobadas, reiteradas simplezas, imbecilidades sin cuento, alegres despropósitos y, por descontado, vaciedades, muchas vaciedades. Y es fácil, desde la historia conocida, recordar tiempos pasados, como el que hemos traído a cuento. Y no esperar a la próxima ocasión para olvidarse de complacientes sonrisas bobaliconas y darse cuenta de que un paraguas no es suficiente para guarecerse de lo que se nos viene encima, como en aquel tiempo ya se vio.