LA POLÍTICA DE LA DURACIÓN Y EL NIHILISMO POLÍTICO
Artículo de Ignacio Sánchez Cámara, Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de La Coruña, en “ABC” del 30.01.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
... En España, la izquierda olvida su tradición jacobina y su fidelidad a la nación para abrazarse con los nacionalismos, canjeando igualdad por privilegios identitarios, olvidando a las personas para entregarse a las identidades colectivas...
LA situación política española suscita tristeza y perplejidad. Es de buen tono,
de una impecable corrección política, deplorar el declive de la cortesía, el
partidismo rampante y ramplón, la falta de sentido cívico y de responsabilidad,
y la apoteosis del fanatismo sectario. Y queda bien repartir mandobles
admonitorios a diestra y siniestra, y exigir la recuperación del diálogo y la
concordia entre los dos grandes partidos, y su acuerdo en los grandes asuntos de
Estado. Pero lo que ya empieza a resultar impertinente es indagar a quién le
corresponde la responsabilidad principal, a menos, eso sí, que uno, aunque sea
faltando a la verdad, eche la culpa a la derecha de toda la vida que, como
siempre, termina por echarse al monte antidemocrático. Pues esto queda, desde
luego, muy bien, al menos en algunos ámbitos. Pero si se contempla la realidad
sin prejuicios, y sin negar que algunos dirigentes de la derecha no se comportan
como exquisitos caballeros ni hablan como reflexivos pensadores, se concluirá
que aquí quien ha cambiado nítida, y aun radicalmente, su política ha sido la
izquierda socialista. Por eso ponen tanto empeño en convencer de lo contrario,
de que la derecha se ha vuelto preconstitucional, antidemocrática y casi
fascista. Mas, ¿quién ha cambiado su estrategia en la lucha contra el
terrorismo? ¿A quién no le satisface la Constitución, al menos en parte, y
aspira a reformarla (a veces por la vía de hecho)? ¿Quién ha operado un giro
radical en la política exterior? ¿Quién se ha vuelto más complaciente con los
nacionalismos insaciables? ¿Quién ha emprendido un programa intervencionista y
antiliberal de reformas sociales y de las costumbres? ¿Quién aspira a relegar al
otro partido al frío inclemente de la marginalidad? ¿Quién se ha comprometido a
no pactar con el otro?
No creo que la política española viva un debate ideológico. Por eso quien aspire
a entender la gestión del Gobierno a partir del examen de ideas, principios y
valores, se verá necesariamente defraudado. Claro que apelan a algunos de ellos,
pero se trata de algo parecido a lo que el politólogo italiano Gaetano Mosca
llamaba «fórmula política», puros argumentos para justificar el propio poder y
conservarlo. Ciertamente, la izquierda occidental vive una grave crisis, después
del fracaso del «socialismo real» (el irreal, precisamente por serlo, nunca
fracasa). Se debate entre la utopía fracasada y la socialdemocracia brumosa.
Exhibe su crisis cuando se define mediante un puñado de «antis»:
anticapitalista, antisistema, antiyanqui, incluso anticristiana. No existe un
sistema ideológico más o menos identificable, sino meros retazos de algo que
tuvo sentido en un tiempo pasado. El «anti», la definición negativa, es la
última fase de degradación de los «ismos». En España, la izquierda olvida su
tradición jacobina y su fidelidad a la nación para abrazarse con los
nacionalismos, canjeando igualdad por privilegios identitarios, olvidando a las
personas para entregarse a las identidades colectivas. Y asume una especie de
fobia antiespañola. Y arroja por la borda la transición, la concordia y, si hace
falta, la propia Constitución. Todo ello entre un silencio ominoso de la inmensa
mayoría de los políticos e intelectuales de la izquierda, sálvense los pocos que
pueden. Pero la clave no se encuentra en una traición a viejas ideas en favor de
otras nuevas, sino en la carencia de genuinas ideas.
En realidad, a lo que asistimos es a una política de la duración, el «duro deseo
de durar» de Paul Eluard. Más bien, puro deseo de durar. Es normal que quien
posee poder tienda a preservarlo. No es éste un rasgo exclusivo de la izquierda.
Pero lo debido es que, junto a él, coexista la fidelidad a ciertos principios y
valores. La democracia es un régimen de opinión. Y quien aspira al poder, debe
convencer y también halagar a la mayoría. Pero esa aspiración debe atemperarse
mediante el respeto a unos límites morales. Junto a una política sofística,
entendida como mero arte de obtener y conservar el poder, siempre cabe una
política socrática que busca la justicia y el bien público. Pero, se dirá, ¿qué
mejor criterio que la opinión de la mayoría para discernir ese bien común? Sin
embargo, una mayoría puede dejar de ser justa y, por lo demás, sus prejuicios no
siempre ni necesariamente conducen a su bienestar ni a su libertad. La libertad
no conduce al bienestar ni a la justicia si las opiniones se forman
erróneamente. No hay que olvidar la posibilidad de la existencia de
consecuencias no previstas ni deseadas de nuestras acciones. Un Gobierno puede
resbalar por la pendiente de la demagogia y obtener éxitos a corto plazo, pero
labrar su fracaso electoral a medio o a largo. Los molinos de los dioses, decía
Homero, muelen despacio.
No es posible explicar lo que sucede, la anomalía que aqueja y perturba la
acción del Gobierno, buscando la clave en el sometimiento a una falsa ideología,
de manera que el rumbo se pueda corregir mediante una estricta dieta de
principios y valores. Si no me equivoco, y toda interpretación de fines e
intenciones es arriesgada, la crisis es moral. Las decisiones del Gobierno sólo
se entienden si se estiman nacidas de un deseo irrefrenable de permanecer el
mayor tiempo posible en el poder. Así, no es que tenga una idea equivocada de
España y de la fidelidad a la Constitución o que carezca de ellas; es que se
trata de durar. No es que se haya convertido al nacionalismo; es que se trata de
durar. No es que desprecie el valor de la concordia y de la transición; es que
se trata de durar. No es que sienta un insaciable placer en destruir a la
oposición; es que se trata de durar. Puro deseo de durar, a toda costa. La
política de la duración conduce al nihilismo político. Y el nihilismo consiste,
como afirmó Heidegger, en que los supremos valores se desvalorizan, pierden su
valor. En este caso, lo terrible es la idea que se forjan de la mayoría de los
ciudadanos, si es que piensan que todo eso conduce a unas urnas repletas. Y más
terrible aún sería que tuvieran razón. Pero acaso se equivoquen. Por eso, sólo
cabe una rectificación que proceda del temor a las urnas, no de la argumentación
ni del convencimiento ideológico o moral. Sólo el error de sus previsiones
utilitarias podría entonces moverles a la rectificación.
El cálculo parece evidente. Satisfacer a los nacionalistas, porque necesitan sus
votos y apoyos. Complacer a las minorías radicales, porque su movilización
electoral es imprescindible. Marginar al PP, porque su debilidad es garantía de
la propia fortaleza. Buscad el interés, no la idea. Buscad las urnas, no los
valores. Y esta explicación poco edificante es acaso la menos inquietante.
Porque si pensaran que su política produce un desgaste en la opinión y una
sangría de votos, la explicación alternativa sólo podría ser que el Gobierno es
rehén de otras fuerzas que le obligan a hacer lo que no querría hacer
(descartando, como descarto, que estemos gobernados por insensatos o estúpidos).
La esperanza queda depositada en la validez del viejo aserto de Franklin: «La
honradez es la mejor política».