ESPAÑA, COMO UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

 

Artículo de  CARLOS SECO SERRANO. de la Real Academia de la Historia  en  “ABC” del 07/12/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Estamos conmemorando el quinto centenario de aquella santa Reina que encauzó nuestra historia por sendas de unidad y de insospechada grandeza. Con una fecha clave, 1492, al mismo tiempo culminación y punto de arranque de gloriosos caminos: culminación de una empresa de siete siglos -la Reconquista-; arranque de una proyección universalista sin parangón en la historia del mundo. El año, también en que Nebrija da a las prensas su célebre Gramática de la Lengua Española, en cuya dedicatoria a la Reina no sólo se exalta lo logrado por Doña Isabel en el plano nacional, sino su carácter de logro irreversible: «...la Monarquía y paz de que gozamos, primeramente por la bondad y providencia divina, después por la industria, trabajo y diligencia de Vuestra Real Majestad, en la fortuna y buena dicha de la cual, los miembros y pedazos de España, que estaban por muchas partes derramados, se redujeron y ayuntaron en un cuerpo y unidad de Reino, la forma y trabazón del cual así está ordenada, que muchos siglos, injuria y tiempos no lo podrán romper ni desatar...»

La brillante exaltación de Nebrija, si bien responde con júbilo a la realidad histórica de una unidad recuperada, por otra cae en el error, como aspiración, ya imposible, de confundir esa España de los Reyes Católicos con la Castilla de la gran Isabel: era demasiado tarde para pretender que la unidad tuviera el carácter de fusión uniformadora, según un asimilismo castellano. Por la misma época en que Nebrija redactaba su dedicatoria, refería Hernando del Pulgar en su Crónica: «Platicóse asymismo en el Consejo del Rey y de la Reyna cómo se debían intitular; et como quiera que el parecer de algunos de su Consejo era que se yntitulasen Reyes y señores de España, pues subcediendo en aquellos Reynos del Rey de Aragón eran señores en la mayor parte de ella, entendieron de lo no hazer». La larga enumeración de reinos, principados y señoríos siguió manteniéndose en sus documentos oficiales. Y es que la peculiar evolución histórica de los «miembros y pedazos» de España durante la Reconquista los había diferenciado como entidades con carácter propio, y la prudencia de los Monarcas les aconsejaba atenerse a esta realidad: la peculiaridad de la bien definida nación española radica en ser simultáneamente unidad y diversidad.

A lo largo de los siglos, España ha atravesado graves crisis cada vez que -desde una afirmación «fusionista» de la unidad, o desde un tirón reaccionario hacia una diversidad entendida como ruptura- ha surgido una réplica a la justa visión de la Reina Católica. En 1640, el intento del Conde-duque provocó una gravísima perturbación interior de la que se derivaría la definitiva separación de Portugal -que en 1580, como última consecuencia de la política matrimonial de los Reyes Católicos se había incorporado a la «nación de naciones»-, y un riesgo similar por parte de Cataluña, que corrigió a tiempo el buen sentido de Felipe IV, tras la caída de su célebre privado. A comienzos del siglo XVIII, el conflicto internacional provocado por la sucesión de Carlos II, adquirió en España el carácter de una guerra civil. Pero la supresión de los fueros en los reinos de la Corona de Aragón se vio compensada por su acceso simultáneo a derechos y privilegios hasta entonces reservados a Castilla; y en último término se mantuvieron las claves de la «unidad en la diversidad». Un siglo más tarde, el alzamiento unánime, en todo el ámbito peninsular, contra la invasión napoleónica dio constancia evidente de la unidad de España, significada en su lealtad a la Monarquía: la proliferación de Juntas provinciales -imagen de diversidad- tuvo su complemento en la solidaridad entre todas ellas, plasmada en la Junta Central que voluntariamente articularon en una afirmación de unidad. Ahora bien, como el catalán Balmes reconocería años después, «la fuerza del poder público no es sinónimo de centralización omnímoda: cuando una institución o una costumbre se hallan muy arraigadas en una provincia, no debe ser tocada sino con mucho miramiento: trasladar a España la centralización francesa es un error inexcusable en hombres que deben conocer España, ya que se proponen gobernarla».

A comienzos del siglo XX, las corrientes regeneracionistas -en los programas del conservador Maura y del liberal Canalejas- trataron de corregir lo que había sido el fallo de la ingente construcción canovista, su rígida concepción centralista del Estado -fallo explicable dado el gravísimo riesgo que para la existencia de España había significado la revolución cantonalista-. El liberal Canalejas y el conservador Dato pusieron la primera piedra de la autonomía catalana con el reconocimiento de su Mancomunidad. Porque los programas autonomistas de la llamada Lliga Regionalista nunca se expresaron como una negación de España -ni de España como nación-. Prat de la Riba aspiraba a una «Catalunya lliure dins l´Espanya gran» (Cataluña libre en la España grande). Cambó -la figura más notable de estadista alumbrada por la Cataluña contemporánea- expresaría -ya en las Cortes de la II República- el anhelo de que se admitiese como legítimamente español lo que no era precisamente castellano: «Lo que nosotros queremos en definitiva es que todo español se acostumbre a dejar de considerar lo catalán como hostil; que lo considere como auténticamente español; que ya de una vez para siempre se sepa y se acepte que la manera que tenemos nosotros de ser españoles es conservándonos muy catalanes. Y, por lo tanto, debe acostumbrarse la gente a considerar ese fenómeno del catalanismo, no como un fenómeno antiespañol, sino como un fenómeno españolísimo». Años atrás, el otro polo del nacionalismo periférico -el vasco, creado como una utopía sin la fundamentación histórica del catalán, porque se basaba en una historia falsa, inventada por la mente calenturienta de Sabino Arana- había entrado en vías de sensatez en la actitud final del propio Arana, por él consignada, como un testamento ideológico, en el semanario La Patria, recomendando a sus seguidores «que reconozcan y acaten la soberanía española», y la organización de un partido «que sea a la vez español, que aspire a la felicidad de este país dentro del Estado español, que camine hacia ella sin quebrantar la legalidad presente...». Recomendaciones pronto olvidadas por sus adeptos de entonces... y no digamos, de ahora.

La primera democracia española -la II República- fue una oportunidad histórica pronto desvanecida a consecuencia de la apelación revolucionaria de octubre de 1934. Vino luego nuestra guerra incivil, y a su término, la lamentable cerrazón del Estado franquista, empeñado una vez más en confundir Castilla con España, y en imponer con absoluta exclusividad la noble lengua de Castilla, porque «es la lengua del Imperio». ¡Qué dolorosas consecuencias ha traído, como contrapartida, ese tiránico desprecio a realidades que debieron estimarse siempre como legítimamente españolas aunque no fuesen castellanas!.

Gracias a Dios, la modélica -como tal deberemos estimarla siempre- transición española a la democracia lograría su mayor éxito en la clausura de la guerra incivil -máxima aspiración de la Corona- y en la erección del Estado de las autonomías: por fin, la recuperación del concepto de unidad en la diversidad, según ya lo entendieron los Reyes Católicos. Una recuperación histórica que de nuevo vemos hoy amenazada desde el irresponsable tirón separatista planteado por Ibarretxe en Vitoria, por Carod en Barcelona. Esperemos que el actual Gobierno sepa mantener la integridad de la Constitución, y con ella la realidad histórica española -la unidad en la diversidad- que la gran Isabel acertó a defender hace cuatro siglos. Porque -es indudable- un triunfo de las tesis maximalistas del nacionalismo vasco y catalán no se quedaría en eso. De nuevo, por desgracia, nos amenazaría una nueva e imprevisible oscilación del péndulo.